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Domingo, 10 de julio de 2005

FAN > UNA ARTISTA ELIGE SU OBRA FAVORITA: GRACIELA HASPER Y CEMENTO DE ENRIQUE AHRIMAN

Cartas a mis amigos

Actor, director teatral, docente, amante de la retórica, de la televisión, Internet, la radio y la pintura, Enrique Ahriman nació Enrico Paolo Casotti en Cesena (Italia) en 1944 y llegó a la Argentina con su familia a los 4 años. A los 23 montó una versión de La Tempestad en la Sala Casacuberta del Teatro San Martín. En 1970 emigró con un crédito delFondo Nacional de las Artes, volviendo intermitentemente de visita a la Argentina hasta su retorno definitivo en 1998; pero ya en 1971 participó en una película francesa sobre la reforma agraria cerca del Cuzco. Diana Aisenberg lo describió como un provocador de escándalos, “errante exiliado, caminante (que) desperdigó obra y talento por donde pisara su cuerpo frágil”. Fue perseguido por la censura en Brasil (donde presentó un Macbeth en el que se degollaba a un animal sobre el escenario); tuvo un proyecto en Bolivia para hacer Shakespeare en televisión; deportado a Italia tras ser encontrado viajando como polizón en un barco a Europa, se quedó en el Viejo Continente y allí se unió al grupo de artistas del Montfaucon Research Center, donde realizó producciones teatrales, radiales y audiovisuales. A fines de los ‘70 conoció al cineasta Marco Bechis (director de Garage Olimpo), con quien eventualmente colaboraría desde su primer film, Alambrado (1991). En Italia realizó sus videos Design Italiano (1990) y Pagine Musicali (1994). De vuelta en Argentina realizó, con producción de Graciela Hasper, la muestra Mi Madre-La Argentina (en el Centro Cultural Borges) y participó de Mi hermano y yo (en la Alianza Francesa); y trabajó con Patricia Merkin en la gestación y puesta en marcha de la revista Hecho en Buenos Aires.
Su obra Cemento describe el proyecto Casa Edición de Páginas en Cemento, que les acercó a Hasper, a Aisenberg y a Gabriela Adelstein. Su concreción no fue posible debido a su repentina muerte en el 2002.

Por Graciela Hasper

Cuando conocí a Enrique, yo no podía creer el personaje; una persona de la que uno piensa: ¿Es o se hace? Exquisita, completamente excéntrica, desde su exterior (desde su forma de vestir) hasta su lenguaje –me hablaba en español pero mezclando idiomas, porque vivió diez años en Italia, diez en Francia, diez entre otros lugares como la India, el Tíbet–. Y era una enciclopedia viviente: me acercó un montón de literatura, de autores, de artistas, era un maestro. Un maestro desconocido.

Nos conocimos a través de Diana Aisenberg y Marco Bechis, que eran los amigos que teníamos en común, en un momento en que volvió de Italia, cinco años antes de morir, en 1997. (Volvió, teóricamente, a cuidar a su madre y arreglar asuntos de familia, porque su madre se iba a morir; después murió él antes.) En esos cinco años, en los que rebotó entre Europa y la Argentina, siguió con el tema de lo postal, y las cartas, que atravesó su obra desde los ‘60 hasta su muerte en el 2002. Escribir cartas y convertirlas en obras; eso es algo que siempre atravesó su pensamiento.

Cuando nos reencontramos después de todas esas idas y venidas –yo también había estado afuera, y nos comunicábamos por e-mail y por teléfono entre Nueva York y Roma o Milán– a fines del 2001, me dijo que tenía una laptop, y que podía trabajar desde cualquier lado, y empezó a hacer estas cartas... Están hechas en Word, pero es algo que sólo puede hacerse en una Macintosh; es algo muy específico de los programas y de la computación y las compatibilidades, pero es un Word “escrito a mano”, en una tipografía llamada Sand, que permite una gran manipulación y una gran posibilidad de acomodarlo. Enrique convirtió el Word en un dibujo; el uso de un programa en algo completamente caligráfico y manual. Y empezó a escribir estos textos maravillosos –hay muchos otros que son mortales, en los que habla de la Argentina y de lo que él ve–; algunos escritos directamente en italiano y otros en español; son increíbles. Esta carta que elegí, específicamente, titulada Cemento, fue escrita visualmente. Lo que se dice en la obra está construido sobre la base de una métrica y se emparenta así con la poesía, y tiene un particular dibujo de los párrafos. El interior del escrito forma una figura simétrica de bloques de texto que evidentemente refieren a la fascinación de Ahriman por la pintura, el arreglo compositivo de los altares de la Iglesia del Renacimiento, así como la tradición de las páginas dibujadas a mano, compuestas por escritura y dibujo, tipografía elaborada y ornamentos barrocos. El orden de la lectura debe ser atentamente buscado, ya que no es lineal. Las frases están cortadas y no puntuadas: uno se encuentra sin saber en qué parte de la frase está. Genera la idea de que es incomprensible. Pasa renglones hablando del punto, siendo que parte de la extrañeza de esos textos es la falta de puntuación.

Esta carta pertenece a una serie de diez, doce cartas, que fueron lo último que hizo, en un momento en que las fuerzas le daban para hacer esto, nada más, y para pensar en otros proyectos y no hacerlos.

Son cartas que nos mandaba a un grupo de amigos, pero yo le organicé un homenaje en el 2003, a un año de su muerte, en el Borges, y las mostré públicamente. Fueron exhibidas, sí, pero son obras que no sólo fueron pensadas fuera del mercado, están pensadas para que el mercado no las pudiera comer, que se obstinan en estar afuera de cualquier manera standard de comercialización. Yo lo encuentro exquisito.

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