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Domingo, 5 de agosto de 2007

BERGMAN, FIN > POR SERGIO RENáN

Palabras y silencios

 Por Sergio Renán

Formo parte de una generación para la que el cine de Bergman significó un antes y un después. Nos encontramos con algo nuevo, aunque narrado de una forma tradicional. Creo que fue Godard quien dijo que era imposible ser más moderno con formas tan clásicas como las que proponía Bergman. Me parece una buena definición. Quedó claro que lo esencial de su modernidad residía en la intensidad de su búsqueda de la identidad humana y los vínculos amorosos, y en la forma de presentar alternancia de los tiempos presente y pasado con el mundo de la fantasía. Con la irrealidad de los sueños. El esquema presente-pasado-sueños y esa manera de relacionarlos no había sido transitado hasta entonces con tanta sensibilidad. Como tampoco lo había sido su exploración sobre el primer plano. Los cineclubistas teníamos presente la Juana de Arco de Dreyer como uno de sus antecedentes en la obsesiva indagación en los rostros de sus personajes. En muchas escenas del cine de Bergman, la información esencial pasaba a ser consecuencia de un primer plano que a veces aparecía abruptamente después de un plano muy amplio.

Tampoco era común, en el cine “respetado”, la presencia de una narración tan verbalizada: de alguna manera suponía una confrontación con la concepción más clásica del cine, que valorizaba más la información transmitida por la sola imagen y en alguna medida negaba la palabra. Creo que es un pecado mortal de cierto cine que los personajes digan frases “profundas” acerca de todo. Pero en las películas de Bergman la gente habla con una hondura simultánea con la emoción, inéditas en el cine; con una segunda o tercera mirada más allá de lo aparente. Todas sus películas me gustaron. Varias me apasionaron. El universo perturbador de Noches de circo, la alternancia en Gritos y susurros de los primeros planos de madre e hija con una sonata para piano y cello de Beethoven como fondo; creo que La flauta mágica es la relación más armónica que existe entre el cine y la ópera; Cuando huye el día me hizo llorar como nunca antes en el cine; y me he reído con Sonrisas de una noche de verano, en donde su pesimismo sobre la condición humana se ilumina con rasgos irónicamente piadosos sobre sus personajes, e incluso se permite una suerte de final feliz, aunque éste sea más aparente que real. Pero mi película favorita es Fanny y Alexander, que vino después de un aparente retiro, de años de no filmar. Me parece su película más abarcativa: todas sus reflexiones acerca de la identidad humana, acerca de la búsqueda de la esencia, de lo que define al hombre como tal ante la imposibilidad o la deserción de la búsqueda de Dios, están ahí. La elección de esa saga familiar propone desde lo anecdótico una variedad de personajes en donde sus temas constantes encuentran una historia más rica que nunca.

Antonioni forma parte de una época de mi vida de mucha avidez como espectador de cine. Epoca en que sólo era actor y no pensaba ni remotamente en dirigir películas. De lo que se identificaba como la aristocracia del universo cinematográfico italiano, conformado por Fellini, Antonioni y Visconti, mi puente mayor era y sigue siendo Visconti. Por lo tanto, la extremada frialdad narrativa de Antonioni y la languidez de sus tiempos me dieron mucho más para pensar que para sentir, frente a los torrentes emocionales que me generaban las películas de Visconti, incluyendo sus melodramas.

Hay una interesante relación entre Bergman y Antonioni a partir de la definitiva importancia que para Bergman tenían las palabras, frente a las cuales utilizaba todas las que sentía como necesarias para decir lo que quería decir, lo cual generaba diálogos extensos donde los conceptos sólo podían ser expresados por las palabras que él había elegido y escrito. De Antonioni se sabe que, en muchos casos, en secuencias enteras filmadas a mucha distancia, les pedía a los actores que dijeran lo que quisieran o simplemente contaran números, porque recién iba a decidir qué palabras utilizaría en la etapa del doblaje, de acuerdo con una suma de datos, de acuerdo con el material que tuviera a la vista, por lo que en el momento de rodar le daba igual lo que dijesen. Creo que ésa es la principal razón por la que en su cine los actores fueron irrelevantes, mientras que todos recordamos memorables actuaciones en las películas de Bergman. Desde luego, es una muy respetable estética para trasladar su identidad creativa; pero a mí me movilizan más las películas que, además de buenas imágenes, contengan buenas palabras. Bien dichas.

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Gritos y susurros (1972)
 
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