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Domingo, 5 de agosto de 2007

ANTONIONI, FIN > POR MARCELO FIGUERAS

El ojo que se mira a sí mismo

 Por Marcelo Figueras

Volví a ver (a ver) El pasajero apenas me enteré de la noticia. Entonces tuve la sensación de que Antonioni la había concebido como quien corre una carrera contra el tiempo, o cuanto menos contra la ceguera. Quiero decir: como si hubiese sabido en 1975 que ya no le quedaba margen para otra cosa que no fuese ver lo esencial.

La gente habla siempre del complicado plano secuencia del final, pero mi escena favorita (la estoy viendo) es una de factura sencillísima. Me refiero a aquella en que el hombre criado por su tribu para desempeñarse como brujo desoye las preguntas del periodista Locke (Jack Nicholson) y se adueña de la cámara. El gesto es simple, pero su significado no ha perdido un ápice de su revulsión. Y no hablo tan sólo en términos políticos, aunque la lectura sea tentadora: el hombre del tercer mundo apropiándose de la mirada que hasta entonces era patrimonio exclusivo del primer mundo. (Locke es nacido inglés y criado estadounidense, una proximidad histórica que volvió a ser promiscuidad a la luz del reciente encuentro entre Brown y Bush. Brown-Bush, la broma queda picando. Estos dos actúan como si el mundo entero fuese vello púbico y cada uno de ellos una hoja de la tijera.) Creo que Antonioni apunta a algo más hondo. El aprendiz de brujo sabe lo que dice cuando sugiere a Locke que aprenderá muy poco de esa entrevista que pretende hacerle, de no mediar antes ese cambio en el eje de la cámara; lo único que puede proporcionarle luz es el acto de volver sobre sí mismo el ojo clínico, impiadoso con que suele interpelar a los demás. El cuadro que incluye entonces a Locke es revelador: lo muestra inquieto, desnudo, víctima del temblor de la falsificación.

Cuando paso mucho tiempo sin ver El pasajero, la reedito en mi cabeza e imagino que esta secuencia es la que abre la película, porque es la que determina el quiebre de su protagonista, la que explica por qué Locke se deshace de su propia piel para intentar vivir la vida de otro, un otro que no ha sido elegido cuidadosamente porque no es necesario, cualquier otro sirve, hasta el destino de camarero que imagina en un momento le resulta más real que su prestigioso presente de profesional. Sobre el final, el personaje de Maria Schneider le dice: “Qué horrible debe ser quedarse ciego”. (El comentario suena con horror anticipatorio, a la luz de la ceguera que torturó a Antonioni en sus últimos tiempos.) A lo que Locke, este cazador cazado, este ojo que al fin se ha contemplado a sí mismo en todo su esplendor y su miseria, le responde con una historia con aire de parábola. Había una vez un ciego a quien una oportuna cirugía le devolvió la vista. Al principio se sintió feliz, estaba la vivacidad de los colores, la expresividad de los rostros. Pero con el tiempo empezó a percibir lo demás: la mugre, la fealdad. Decepcionado por lo que le devolvían estas imágenes, terminó optando por el suicidio. Hay algo más importante que la posibilidad de mirar, sugieren Locke/Antonioni. Lo que se dice mirar, mira cualquiera; Locke mismo vivía con su cámara colgada del hombro, como cualquier director de cine que se precie. Lo esencial es hacerse del coraje que requiere ver. Verlo todo, empezando por uno mismo. El aprendiz de brujo lo tenía claro, ese cambio de eje de la cámara en 180 grados es un giro copernicano para el alma, del que ya no se vuelve.

Si tuviese que escoger una escena que sintetice qué es el cine y cuál es su poder –ese estado de gracia al que accede ocasionalmente, pero que comparte con tanta generosidad–, me quedaría con esta secuencia de El pasajero. Porque narra algo que nos es tan esencial, y con tanto arte, que seguirá resonando dentro de mil años.

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