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Domingo, 1 de febrero de 2009

CINE > RICHARD YATES, EL ESCRITOR DETRAS DE SOLO UN SUEÑO

Bovary en los suburbios

Durante años, Revolutionary Road fue una novela esperando ser convertida en película. Preciso y amargo retrato de la hipocresía y el fracaso del matrimonio durante la época de oro norteamericana, sus personajes son de inmensa caladura humana, su trama es de una conspicua sencillez y su tono pendula entre la intensidad y la sutileza. Su autor tenía 29 años cuando la publicó, y fue celebrado como una de esas voces capaces de capturar su época y sus dilemas. Con los años, sin embargo, Richard Yates cayó en el olvido. Hasta que fue rescatado gracias a la admiración de las nuevas generaciones. En consonancia con ello, Sam Mendes finalmente adaptó su novela con Leonardo DiCaprio y Kate Winslet interpretando a los Wheeler. Por suerte, el libro sigue en pie.

 Por Esther Cross

¿Quién era Yates cuando escribió Revolutionary Road? Todavía no sabía que sería uno de esos escritores “que tienen la desgracia de que su mejor libro sea el primero”. Su nombre completo era Richard Walden Yates, pero el Walden no le gustaba. Tenía veintinueve años. Se había casado, hacía tres, con Sheila Bryant, una pelirroja que conoció una noche en una fiesta del Upper East Side (se fueron caminando y ése fue el principio). Sheila había estudiado actuación, era demasiado práctica para seguir esa carrera y no se dejó vencer –aunque estuvo cerca– por los manejos de la madre de Yates y por la noticia de la tuberculosis de Yates. Su enamorado no necesitaba ayuda, supo después, para que ella se cansara de él.

No era fácil. Fumaba todo el tiempo, tomaba cuando fumaba y cuando tomaba todo se ponía muy mal. Pero la hacía reír mucho. Tenían una hija. Yates quería ser escritor o, mejor dicho, era un escritor (hijo de Flaubert y de Fitzgerald). Sólo le faltaba el certificado de graduación: tenía que publicar su primer libro.

Sus cuentos ya eran conocidos, pero un editor de Random House le explicó, en un almuerzo, que el primer libro que publicaban de un autor nunca era un libro de cuentos, así que, ¿tenía alguna novela entre manos? Los escritores no son buenos para los negocios, pero saben mentir. La vaga idea que tenía en la cabeza se transformó, en ese momento, en un proyecto en marcha y en la promesa de algo sustancial a corto plazo. Se dieron la mano.

Después los Yates se fueron de Nueva York y así empezó la serie de mudanzas suburbanas –principalmente por el oeste de Connecticut–, mientras Yates empezaba a escribir la novela, que en esa época iba a llamarse The Getaway (La fuga).

Los editores se alarmaron, pasados unos meses. Pensaron que el silencio de Yates era un mal síntoma, pero no había desidia, ni bloqueo. Estaba trabajando en su novela, y otras cosas. También discutía con su mujer, atendía a su primera hija, pasaba de una resaca a otra (sin perderse lo del medio), se mudaba a Mahopac con la familia. Colaboraba en la desintegración de la pareja –que salía mucho con amigos y aparentaba ser una pareja feliz–, se enteraba de que Sheila estaba embarazada de nuevo, trabajaba para Remington Rand en la promoción de la computadora pionera Univac, patrullaba los suburbios con su amigo Bob Parker y se reía, con él, de los nombres de las calles (de paso, podía inspirarse en uno de esos nombres; necesitaba un título). Hacía todo eso, siempre con un cigarrillo en la mano, y se ocupaba de ser él mismo. Era un caballero con las mujeres, aunque nunca se perdía la oportunidad de señalar sus defectos físicos o de educación. Estaba ocupado siendo Yates y escribiendo una novela. “Una novela experta y bella”, dijo años después Styron, quien creía que el libro tenía que convertirse en un clásico.

Cuando Yates mandó a la editorial el borrador de la primera parte y el resumen de la última, anunció, de paso, el final antifeliz. Era apuntar al blanco del inconsciente norteamericano. Quisieron disuadirlo. ¿Podía cambiar un poco esa parte? En vez de negarse o someterse, Yates se empeñó en que toda la novela justificara esa tragedia, que así iba a parecer inevitable. Es decir que, además, era catártico, algo tenía que ofrecer a cambio de la verdad.

Cuando le dijeron que era un simple imitador de El hombre del traje gris, de Sloan Wilson, cambió la primera versión. Después de todo, como dijo al tiempo, “los borradores parecían melodramas. Tenía que volver una y otra vez a cada escena, y llegar a su profundidad para que después todo saliera desde ahí. El primer borrador era inconsistente y sentimental. Los Wheeler parecían personas agradables con las que se podía identificar cualquier lector descuidado. Decían lo que querían decir”. Se dio cuenta de que la gente nunca dice exactamente lo que quiere decir y de que era por eso que el borrador anterior parecía, justamente –dijo–, una novela de Sloan Wilson. En la nueva versión de la historia había muchos diálogos y nada de comunicación.

Revolutionary Road cuenta la historia de Frank y April Wheeler, una chica muy linda, pero un poco ancha de caderas, que hubiera querido ser actriz. Tiene algo de Madame Bovary. Es la historia de la pareja que se instala en los suburbios y se considera superior a sus vecinos.

Dostoievski –otro escritor admirado por Yates– dijo: “¿Hay algo más enojoso que ser, por ejemplo, rico, de buena familia, de agradable aspecto, bastante instruido, nada tonto, incluso bueno, y al mismo tiempo no poseer talento, ninguna peculiaridad y ser, decididamente, ‘como todos’?”. Y también dijo, como presintiendo a los Wheeler: “Las personas (vulgares) se dividen en dos categorías principales. Unas son más limitadas. Las otras son más inteligentes. Las primeras son más felices... El hombre corriente inteligente, de manera ocasional (y quizá durante toda su vida) se imagina genial y originalísimo, pero no deja de conservar en su corazón el gusano de la duda, que hace que a veces acabe por desesperarse... Lo más característico de esos señores es que realmente en toda su vida no pueden llegar a saber con exactitud qué es lo que tanto necesitan descubrir y qué es, en concreto, lo que han estado dispuestos a descubrir: ¿la pólvora o América?”. Parece una manera inmejorable de contar de qué se trata Revolutionary Road y, dicho sea de paso, los Wheeler descubren –literalmente– América.

Cuando terminó la novela, Yates empezaba a darse cuenta de que su vida personal era un desastre. Bastante forzado por la saturación de Sheila, se separa de ella. Rechaza el trabajo de profesor de escritura en Iowa para no estar tanto tiempo alejado de sus hijas. Vuelve a Nueva York.

Los editores le propusieron que cambiara el título del libro porque parecía el título de un libro de historia y no de una novela. “Quería que el título sugiriera que el camino revolucionario de 1776 había llegado a un punto muerto en los ‘50.” Le dedicó el libro a Sheila, pero como en su novela la comunicación no era el fuerte de la pareja –unida o no–, Sheila se enteró de la dedicatoria en el año 2000. Yates ya había muerto y una de sus hijas le mostró a su madre la primera página de un ejemplar de la reedición de ese año.

Prefería las historias en las que el lector no sabe a quién culpar y termina por sentirse responsable, de alguna manera, porque el lector es un ser humano y entonces es “infinitamente falible”, como los personajes. La novela tuvo algunas críticas malas y muchísimas muy buenas (entre ellas, la de Dorothy Parker). Pero no se convirtió en un éxito de ventas. Como dice Blake Bailey en su excelente biografía de Yates, la novela no cuenta sólo la historia de una pareja norteamericana que se hunde en los suburbios sino que habla de “la falta de adecuación entre los seres humanos y sus aspiraciones”. Bailey cita las palabras de un comentario de la Yale Review: “Su blanco no es América sino la existencia”. Eso puede explicar lo de las ventas.

Yates dijo que “las emociones de la ficción siempre son autobiográficas, pero los hechos nunca lo son”. Su vida lo confirma y contradice a la vez. Pero, después de todo, él era así. Entre esas emociones reales y esos hechos inventados, escribía sus historias sobre las cosas que les pasan a las personas y la falta de adecuación entre ellas y sus aspiraciones.

Dijo: “En mis momentos más arrogantes, sigo creyendo que Revolutionary Road tendría que ser famosa. Sufrí muchísimo cuando se agotó y no la reeditaron. Y cuando Norman Podhoretz la nombró, en su libro, como una novela desatendida, quise que todos los lectores de Estados Unidos se pusieran de pie y aplaudieran. Pero en el fondo sé muy bien que esas cosas son tonterías”.

O no.

La película

El epígrafe que eligió Yates para su novela da cuenta del tono de la historia. Es un verso de Keats: “Ay, cuando la pasión es mansa y brava a la vez”. La historia avanza entre esos polos, con una sobriedad que no impide la emoción sino que la habilita. Si Sam Mendes leyó el epígrafe, en su versión faltaba la palabra mansa. Frank y April Wheeler son dos personajes que siempre pierden los estribos –si alguna vez los tuvieron–, gritan en discusiones de alto voltaje napolitano y existencial –¡cuidado!– y son conscientes de lo que les pasa y explícitos a la hora de demostrarlo (se quedan sin misterio). Como si no confiara en las caras más que expresivas, ni en el contenido de los diálogos (en eso hay que darle la razón), Mendes sube la intensidad y el volumen de la música en las escenas que hay que cargar de eso que llaman “dramatismo”, con el agravante de que esas escenas se suceden todo el tiempo. Y hay algunas –como las del esquizofrénico Givings– que parecen escenas de la puesta, bastante floja, de una obra de teatro. Actores forzados, diálogos siempre profundos, intenciones evidentes, música fuerte a propósito. La fórmula perfecta para obtener un melodrama. Justo lo que quería evitar Yates.

La novela inadaptada

Hubo varios intentos de llevar la novela al cine. John Frankheimer buscó financiamiento para hacerla. Yates quería a Jack Lemmon para el papel de Frank Wheeler. La cosa no prosperó. Al tiempo, Al Rudy –quien después produjo El Padrino– quiso hacer una adaptación fiel y compró los derechos para hacer una película. La idea era que Patrick O’Neal la protagonizara, escribiera y dirigiera. Pero los meses y los años sin buenas noticias trabajaron en pro del abandono del proyecto. Yates creía que la novela era, de todo lo que había escrito, lo mejor para adaptar al cine, y pasados muchos años quiso sacarle los derechos a Al Rudy para legárselos a sus hijas.

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