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Domingo, 1 de febrero de 2009

HOMENAJES > JORGE CAFRUNE, A 31 AÑOS DE SU MUERTE

Si mantras quiere el paisano...

Descubierto por Ariel Ramírez, y el mismo promotor de José Larralde y Mercedes Sosa, Jorge Cafrune fue uno de los cantantes más populares y peculiares del folklore argentino. Hipnótico, auténtico y subyugante, fue también un entregado investigador de la cultura argentina, al punto de recorrer el país a caballo tocando y recopilando datos sobre las diferentes regiones. Pero en 1978, al comienzo de un homenaje a San Martín, en el que planeaba llevar unos cascotes de la casa de Boulogne-Sur-Mer desde Buenos Aires hasta Yapeyú, una camioneta embistió contra el bayo que montaba y murió poco después en el hospital. A 31 años de aquella tarde, Juan Carlos Kreimer recuerda su poderosa figura y las tenebrosas hipótesis que vinculan su muerte a López Rega y el fantasma de la Triple A

 Por Juan Carlos Kreimer

Una sola vez lo veo y escucho en directo, hacia fines del ’73. El Luna Park está semivacío. Lo estoy cubriendo para Panorama. Su imagen arrastra ecos de cierto patrioterismo gritón que avergüenza a los que nos gusta el rock. El viene de revalidar el título de cantor en serio en Europa y Estados Unidos; aquí, desde que se desinfla el boom del folklore, carretea por inercia. Sus discos, doce LP, aflojaron y la CBS se lo cobra imponiéndole un Joselito paraguayo, cuya voz aflautada produce un falso efecto de contraste. Los dos discos y sus presentaciones con Marito, ese pibe, le devuelven algo de la popularidad perdida, pero desdibujan su imagen, parece un león herbívoro. Como sea, ahí está, solo con su guitarra entre los brazos, sus sempiternas bombachas y cinto ancho, y esa enorme barba entrecana que le agrega por lo menos veinte años a sus treinta y seis. Se ha quitado el enorme sombrero y cálido, como entre amigos, sin exagerar la estridencia, ni demagogizar, recorre canciones fuertes de Yupanqui, Pedroni, Larralde, Serafín García, Sampayo, Facundo Cabral... En un momento creo divisar a León Gieco y Pipo Lernoud en las primeras filas.

Ahí, más allá de su personaje gaucho cantor, descubro su voz –y nunca más puedo acallarla–. Canta “Luna cautiva” con una delicadeza que ni toca la gramilla. En “Vidala para mi sombra” su voz se pone más agreste y sonora, al mismo tiempo se mantiene adormilada, profunda, elegante. En temas que refieren la humillación básica del gaucho, su explotación y/o ansia atávica de un mundo justo, lo que en otros cantores da pie al alarido, él lo vocaliza con una serenidad que trasciende la denuncia o la protesta y testimonia dolores y sensibilidades mucho más viscerales.

Raro amor el que me nace, y persigue a donde vaya, el escuchar esa voz. Todavía no advierto que se trata de ternura varonil. Ni reparo en el trabajo de sus manos sobre las cuerdas: manos grandes como palas, con dedos gordos, incómodos para el rasgueo, que logran ese tipo de pulsación no chillona, de cantar piano, tan propia como su voz.

Raro amor, debo admitirlo en pleno jubileo punk, quizás en los mismos días entre enero y febrero del ’78 en que, a caballo, es atropellado por una pickup Dodge. Un aburrido día de semana londinense, por cuidarle el puesto de libros en el mercado de Camdem Town, Alexander Trocchi (Insurrección invisible de un millón de almas), destapa una caja de LP usados de todo el mundo, toma uno y me lo regala. Tiene la portada gastada, cuesta ver su cara, alguna mano anterior pasó marcador negro sobre las letras de su nombre y el título: Lindo haberlo vivido para poderlo cantar...

Vamos al departamento de una amiga de Alexander, que resulta ser la madre de Siouxie. Ese carpincho carapálido de pelo multicolor lo saca del equipo antes de terminar el primer tema. Al volver al mío, lo apilo donde están Berlin de Lou Reed y Horses de Patti Smith, lejos de los singles y demos que me regalan a cambio de que los reseñe. Una madrugada, a esa hora en que ya nada hace efecto ni tiene sentido, o cualquier cosa puede tenerlo o darlo, desenfundo el LP del compatriota. Mi pasadiscos, parlantitos incorporados, comprado por dos o tres libras, tolera la suciedad del punk-rock; a pesar del fritaje, de “Aguardiente cariñoso” en adelante, cante lo que cante, su voz me quiebra. ¿Qué ha sido de eso, de eso en mí que ya creo superado y se me viene encima? En “Misterios guarda la noche” o acaso “Milonga del solitario” agradezco estar solo para dejarme llorar a gusto. Esa vez, “Chiquillada” me parece un valsecito inofensivo. En el siguiente reemplazo, el vinilo vuelve a su caja en el mercado.

Ya aquí, años ’80, entre otros rayes personales, sin proponérmelo, se me van juntando recopilaciones tipo Grandes éxitos o Lo mejor de. Salvo “Mi luna cautiva”, “Zamba pa’ don Rosendo”, “Valderrama” y dos o tres temas, no más, ninguna letra me detiene. Pero su vozarrón, aun a bajo volumen, vuelve a bajarme vaya a saber qué defensas, o hace olvidar qué fantasmas de la realidad y abre a una cosa nuclear, como recordándome que de nuevo estoy de vuelta. Desde ahí me conecto mejor.

En casa saben que si lo tengo puesto es porque estoy escribiendo, o por escribir, algo sin caretear. Nadie se banca la languidez que irradia su timbre, el tono tristón que hace parecer todo igual. Mis mejores 30 canciones es ideal para escuchar en el auto en esos tramos sin curvas.

Es su manera de cantar, insisto, que me coloca. No sabés si está diciendo un poema con fondo de guitarra cuando, sin que se note, el énfasis del verso toma vuelo y el recitado se vuelve canto. Canta el hombre de campo, su potencia, no su agresividad. Incluso sus asperezas transmiten una sensibilidad inusual, mántrica a partir de los quince minutos. ¡Y a años luz de cualquier argentinísimo!

Ignoro cómo llega a grabarse “Chiquillada” en un casete de ritmos africanos que uso durante los ’90 en los campamentos de hombres para estimular un trabajo con tambores. De repente, veinte monos quedamos hipnotizados, con la mandíbula caída y los ojos clavados en el grabador. Su voz canta “Pantalón cortito, bolsita de los recuerdos, pantalón cortito con un solo tirador. Con cinco medias hicimos la pelota. Me acuerdo que una siesta perdimos por un gol. Y la perrita que andaba abandonada pasó a ser la mascota del cuadro que ganó. Dice el abuelo que en los días de brisa, un angel chiquito se viene desde el sol, y bailotea prendido al barrilete, flores del primer cielo, caña y papel color. Media galleta rompiendo los bolsillos, palitos mojarreros, saltito de gorrión, los gurisitos de toda la manzana, cuando el sol pica en pila se van pal cañadón”.

Cuando llega a: “Yo ya no entiendo qué quieren los vecinos, uno nunca hace nada y a cual más rezongón, la calle es libre si queremos pasarlo, corriendo tras del aro, llevando el andador”, los veinte estamos abrazados por los hombros y dejado que se junten nuestras cabezas. Sin podernos explicar qué nos imanta.

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