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Domingo, 18 de abril de 2010

Ding, ding

 Por Rodrigo Fresán

A diferencia de Bob Dylan (que se electrificó) o The Beatles (que volvieron compleja la sencillez de su primer sonido), Jonathan Richman (nacido en Massachusetts en 1951 y quien comenzó como fabricante de ruido blanco y fan de Velvet Underground invitado en The Factory y socio en la invención del punk) se volvió inocente y acústico y dulce y, sí, freak de polaridad alternativa. Para comprenderlo basta con oír “Not Yet Three” –una de sus mejores canciones en uno de sus mejores discos, Jonathan Sings!, de 1983– en la que Richman se pone en la piel de un nene para explicarle a sus padres lo que es tener menos de tres veranos y lo que se siente “tener un cuerpo completamente inspirado”, sugiriendo un “mejor duerme tú la siesta y deja en paz al bebé” y concluyendo cada estrofa con un “Soy más fuerte que tú / Tú nada más eres más grande que yo”. O, mejor aún, disfrutarlo hasta las lágrimas emocionadas en esa versión eterna e interminable que suele hacer de su clásico “Ice Cream Man” (oírla en Roadrunner: The Beserkley Collection o aquí: http://www.cherada.com/videos/musica/jonathan-richman.html). Allí, Richman describe a la perfección la expectativa que siente un infante al escuchar, acercándose, el “ding! ding!” de los helados. Cada vez que suena esa canción circular que podría durar toda la noche –no puedo sino desearles que Richman la interprete en Buenos Aires– el público enloquece, su autor va excitándose en un crescendo sonriente hasta que, juntos, alcanzan el orgasmo. Me sucedió en Providence y volvió a pasarme en Barcelona, donde pasé un par de noches jugando con Jonathan Richman.

Y la historia es conocida: Richman comenzó rugiendo sobre las virtudes de no drogarse y los placeres de envejecer y en 1973 tuvo un satori en un hotel del Caribe (él mismo cuenta la historia en su formidable “Monologue About Bermuda”, en Having a Party with Jonathan Richman and The Modern Lovers, de 1991) y ya nada volvió a ser normal para, tal vez, ser perfecto. Richman se puso a componer canciones maduramente infantiles, dejó las noches de rock and roll y propuso a sus colegas de banda (entre los que se contaba Jerry Harrison, más tarde en los Talking Heads) tocar en centros comerciales y asilos de ancianos y adivinen qué pasó... Pero no importa: Jojo enseguida formó una nueva versión dócil de The Modern Lovers, tuvo un absurdo e inesperado hit con el instrumental “Egyptian Reggae” en 1975. Y, sí, compuso “Ice Cream Man”. Y después se quedó a solas y empezó a cantar en varios idiomas (entre los que se cuenta un muy bizarro castellano) y se hizo más famoso todavía apareciendo como cantarín coro griego en Locos por Mary y desde entonces anda dando vueltas por ahí. Su genio es raro pero genial. Su héroe es Maurice Chevalier. Su influencia está más que clara en gente como David Byrne y Violent Femmes y They Might Be Giants y The Flaming Lips y Weezer y The Magnetic Fields y hay especialistas que no dudan en ponerlo en las mismas cimas compositivas donde habitan Bruce Springsteen, Tom Waits, Randy Newman o Paul Simon. Pero hay una diferencia atendible: puedo imaginarme sin problemas a J. D. Salinger tarareando “Ice Cream Man” pero no “Born to Run”, “Downtown Train”, “Sail Away” o “The Sounds of Silence”. Con esto quiero decir que Richman es único y empieza y termina en sí mismo. Nadie compone o canta o (prepárense) baila como él, con abandono peterpánico, sobre un escenario. Nadie ha descrito mejor el caminar por la calle, contemplar un atardecer, discutir con la esposa, jugar con el hijo, conducir un auto, tocar la guitarra...

Desde lejos, me gusta mucho la idea de que, por fin, Richman llegue a Buenos Aires. Podría jurar que cuando le dijeron el nombre de la ciudad en la que yo nací, Richman, se dijo “Pero yo tengo que tocar en un lugar que se llama así...”

Preparen los cucuruchos.

Aquí viene el heladero.

Ding, ding.

Y ojo con mancharse.

Porque, sépanlo –van a saberlo cuando lo vean y lo oigan a Jonathan Richman– en algún lugar de nuestras mentes y cuerpos, ninguno de nosotros todavía cumplió tres años.

Yupi.

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