Domingo, 15 de mayo de 2011 | Hoy
PLáSTICA > GABRIELA GOLDSTEIN EN LA GALERíA AG
En un lugar extraño, una galería vespertina que a la mañana funciona como estudio jurídico en la Avenida Alvear, y con una suavidad y amabilidad que no desentonaría en las paredes con los muebles y los ambientes de la cuadra, Gabriela Goldstein expone una serie de pinturas y acuarelas de flores. Sin embargo, esa belleza, en apariencia cómoda, suelta de a poco su perfume de melancolía y pesimismo.
Por Veronica Gomez
Si los únicos paraísos que existen son los paraísos perdidos, los imaginados, los post-mortem o los fiscales, cómo haremos para no estar tristes en esta vida, muy tristes, con la compañía persistente de la desilusión. Si bien el panorama es desalentador, a no desesperar, porque aunque el paraíso en la tierra no exista, lo que sí tenemos en Argentina, más precisamente en la ciudad de Buenos Aires, es la Avenida Alvear. Siete divinas cuadras que albergan palacetes, hoteles de lujo con conserjes vistosos de botones dorados, recoletos edificios y glamorosas tiendas de alta costura, coches caros y empomados, nunciatura, estatua ecuestre y suntuosas embajadas fruto del academicismo francés. Cuesta imaginar que todo esto no siempre fue así. En 1871, en pleno apogeo de la fiebre amarilla, cuando en la ciudad porteña más de 500 personas caían por día como moscas, rodeadas de baldes rebosantes de vómito negro, las familias ricas encontraron un modo de escapar del infierno. Así nació un paraíso de alcurnia en los barrios de Retiro y Recoleta, un paraíso terrestre circundado por fosas colectivas de cadáveres con destino incierto. Hoy en día los cadáveres están mucho más organizados, el rubro fúnebre ha sabido acomodarse a los tiempos y estadísticas y los cementerios se han aggiornado con nuevos imaginarios de descansos eternos. Pero la Av. Alvear sigue siendo una burbuja de sólidas paredes detenida en el tiempo. Las caras mutaron pero no las costumbres. Rosa María Juana Martínez Suárez (más conocida como Mirtha Legrand) presta su figura para avalar la trayectoria de la joyería Richiardi. Los dioses del Olimpo de la Moda prosperan allí: Louis Vuitton, Armani, Nina Ricci y compañía, en un microclima dorado donde, al igual que en Merlo, pareciera que el sol se ha instalado a sus anchas, llueva o truene en el resto del país. El arte, tan propenso a las burbujas, no iba a faltar a la cita.
Para entrar a la galería Ag, en la Avenida Alvear, hay que atravesar dos puertas, saltear un escalón dorado y subir una escalinata. No hay vidriera. Ningún transeúnte desprevenido sabe que allí funciona por la tarde una galería de arte y que por las mañanas el mismo espacio hace las veces de estudio jurídico. Una vez adentro la primera sensación es algo confusa. El consabido cubo blanco no es tal. En su lugar, un ambiente cálido entre clásico y rococó nos recibe repleto de información. Sofás Chesterfield, paredes con molduras, escritorios Luis XV, un hogar curvilíneo de mármol amarillo y rosado, espejos, mesas ratonas, un jarrón con flores lilas, bibliotecas de lomos de cuero, lámparas antiguas y toros de bronce. El embeleso por el ambiente nos hace perder por un momento el propósito inicial que nos trajo hasta ahí: ver una muestra de pinturas. Haciendo foco, van individualizándose paulatinamente las obras de Gabriela Goldstein. Promesa de felicidad es el título bajo el cual se agrupa una serie de pinturas y acuarelas, cuyo común denominador es la sensualidad pastel y el mundo de las apariencias no espectrales, sino amables. Las pinturas de Gabriela Goldstein, de sensible y femenina factura, hacen gala de una delicadeza que sabe dejar filtrar un poco de brutalidad cuando hace falta. Además de eso, hacen juego con los muebles. Pero no es el único estilo con el que parecen comulgar a la perfección, pues también quedarían bien en la sala de espera de una clínica y en la oficina de un abogado, en una casa modesta junto al perro de felpa que mueve la cabeza y hasta en una unidad básica. Inmediatamente, al ver las pinturas de Goldstein en un espacio casi doméstico como el de la galería Ag, aparece la cara del comprador hipotético y los diversos ambientes que podría habitar. No siempre es tan claro. Hay obras que no establecen una relación tan inmediata con su futura residencia. Las pinturas de Gabriela poseen el don de la ubicuidad, pueden llevarse bien con cualquier lugar, porque son promesas de felicidad, que es un bien deseado por la humanidad entera, cualquiera sea su condición. ¿Pero qué tipo de felicidad es la que prometen? En una primera etapa, parecen proclamar la felicidad pura del acto de pintar. Cualquiera que observa sin ideas preconcebidas la pintura de Gabriela Goldstein disentiría con el final del texto de catálogo de Lucas Fragasso: “La promesa de felicidad que encierran las pinturas recuperan la Grazia a través del dolor de su formación y el esfuerzo de su trabajo”. Acá no hay pistas de dolor. ¿Contagiaba dolor Renoir cuando, preso de la artritis reumatoide que lo acosó durante 25 años, pintaba mejillas sonrosadas y florecillas? ¿No era ése justamente el momento en que el dolor quedaba suspendido? El arte era el bálsamo para el dolor y el dolor un motor tenaz que agudizó su inventiva, al punto de poner en práctica los diseños más extravagantes de poleas y extensores ajustados a su silla de ruedas para continuar pintando. En las pinturas de Goldstein hay trabajo, pero no se ve ningún esfuerzo, por lo menos no en el sentido del sacrificio. Al contrario, si algo nos regocija, rodeados de estas pinturas, es intuir que fueron creadas con enorme placer. Inés Katzenstein, en un texto breve y lúcido de 1995 sobre la obra de Goldstein, señalaba: “Esta muestra puede ser leída como temática –hay un tópico, en este caso la flor, que subyace en cada uno de los cuadros–; no obstante la preocupación por el objeto es instrumental: ésta es una pintura que se refiere a sí misma, a su propio acontecer”. Quince años después, sin temor a la repetición, las flores siguen aconteciendo en el trabajo de Goldstein, como signos de un lenguaje perfumado, y lo que varía es el instante donde decide suspender el acontecer para sellarlo en cuadro. Esa decisión es la que provoca los cambios formales y de paleta entre las series. La pintura es, como el río, un proceso de flujo continuo que Gabriela visita una y otra vez. Ya nos advertía Heráclito que no podemos bañarnos dos veces en el mismo río. Da la impresión de que estas pinturas “brotan”, a veces tanto sobre un mismo punto que forman cúmulos densos, vecinos de otras zonas ligeras, libradas al azar. Aminia Garza, en su ensayo Las flores enmarañadas, dice: “Nada tan ligero y complejo, poderoso y escurridizo como la fragancia de una rosa”. ¿Será el tópico flor algo meramente instrumental en la obra de Goldstein? ¿Sería demasiado cándido admitir que las flores son su inspiración? Que la flor, y sólo la flor, es capaz de conjugar su universo de intereses a la perfección. ¿Podría Gabriela hacer lo mismo con barcos, con gatos o con macetas?
Cuando Yves Klein canjeaba zonas de sensibilidad pictórica por hojuelas de oro nos demostraba algo tan simple como que la sensibilidad vale oro. En la sensibilidad rococó, el color oro no puede faltar. Tampoco las flores. Philippe Minguet afirma en Estética del rococó, un libro maravilloso, que esta arquitectura pretende ser ante todo arquitectura interior. La decoración no da la sensación de edificación, los soportes se suprimen o se funden en el conjunto y parecen suspendidos. Mientras la tensión barroca es lograda por contrastes entre elementos más grandes, en el rococó esa impresión de oposición desaparece por la tendencia a la miniaturización. La pintura de Goldstein, en el sentido arquitectónico, es definitivamente rococó. Un rococó extremo que sacrificó el detalle para adentrarse en la atmósfera. También a través del color, Goldstein nos mete en la máquina del tiempo y aterrizamos en el siglo XVIII, la época del arte de salón, de los colores suaves, pasteles y luminosos. Gabriela insiste en las formas concéntricas, como la corola de una rosa, que encierran su propia capacidad expansiva. En algún sentido, yendo un poco más allá de las superficies gentiles, cándidas o festivas, la obra de Goldstein es melancólica y pesimista. ¿Sigue teniendo vigencia una imagen de la felicidad forjada hace más de dos siglos? ¿Cuáles son las imágenes contemporáneas de la felicidad? ¿Habría que buscarlas en las publicidades de productos Light, en los perfiles de Facebook, en los paquetes turísticos a Isla Margarita o en los bazares chinos repletos de gatos dorados y flores de cerezo artificiales? El rococó del siglo XVIII, mundano y nobiliario, parece llegar a nuestros días, al alcance de todos los presupuestos, a través de las tiendas de artículos chinos de todo por dos pesos. Allí también, como antaño, se forja un estilo de “mezcolanza” que logra envolvernos seductoramente. Las princesas y los caballeros galantes subsisten en sus poses convenidas al lado de la simpatía brutal de Shrek y la hipnótica casa de Mickey Mouse. Lo que nos inquieta y seduce de la pintura de Goldstein es que el tipo de felicidad que propone, tan cercana a la revista Living y, por ello, tan difícil de habitar, no va a concretarse jamás. El tiempo verbal que les corresponde entonces es el de la añoranza irremediable, el cruel condicional perfecto: habríamos sido tan felices si hubiéramos vivido allí.
Gabriela Goldstein
Promesa de felicidad
Ag Espacio de Arte
Av. Alvear 1580 – PB
Lunes a viernes de 12 a 20
Hasta el 27 de mayo de 2011
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