Domingo, 26 de febrero de 2012 | Hoy
PERSONAJES > BILLY CRYSTAL VUELVE A CONDUCIR LOS PREMIOS OSCAR
Después de ocho años de fracasos en la conducción de los premios de la Academia de Hollywood –se intentó todo, desde Steve Martin hasta Anne Hathaway y Whoopi Goldberg, y no funcionó–, la organización de los Oscar decidió volver al bueno conocido: Billy Crystal, que animó la ceremonia por última vez en 2004 y lo hizo de manera impecable. Aquí, un repaso por su carrera, su papel en la historia de la comedia norteamericana y qué estuvo haciendo estos últimos diez años, en los que desapareció del cine y la TV y se dedicó a su primer amor, el stand-up.
Por Mariano Kairuz
“Bajen las expectativas”, dijo Billy Crystal. Esta noche, cuando asuma por novena vez la conducción de la ceremonia de entrega de los Oscar, por primera vez en ocho años, traerá algo de esperanza a un espectáculo televisivo que se ha vuelto cada año más tedioso y previsible. Esperanza, y una pregunta: ¿dónde estuvo Billy Crystal todo este tiempo?
El propio Crystal se la hizo a sí mismo y al público el año pasado, en la aparición sorpresiva que hizo durante la edición 2011 del premio de la Academia de Hollywood. Tras ser presentado por Anne Hathaway, recibió con mucha gracia una ovación de pie del auditorio, y pronto se ganó las primeras risas genuinas de una noche bastante apagada. Y como retomando un monólogo interrumpido siete años atrás, como retomando un hilo perdido, preguntó: “¿Dónde estaba?”.
Después de su celebrada reaparición, los periodistas le preguntaron si volvería, si se pondría una vez más a la cabeza de esta cosa (pomposa y mal añejada, para hacerla un poco más amable para el público) y dijo que sí, claro. Hay que recordar que desde la primera de sus ocho presentaciones previas como maestro de ceremonias, ocuparon ese lugar con menos éxito muchos otros. Uno de los que parecía haber nacido para hacerlo fue Steve Martin, una suplencia sensata, afín en estilo a Crystal, pero que no estuvo a la altura, a pesar de los chistes en los que se mofó de su propio, atemorizante lifting facial, y una buena frase: “Me encanta darles la bienvenida a las estrellas jóvenes al showbusiness... porque me hace pensar en mi propia muerte”. También pasaron por allí Whoopi Goldberg –que tenía lo suyo–, Chris Rock (que es muy gracioso pero no levantó el muerto), muy buenos conductores de talk shows como Jon Stewart (dos veces) y David Letterman, Ellen DeGeneres, y los productores parecieron estar trastabillando para cuando recurrieron nuevamente a un combo como lo habían hecho años antes (Steve Martin y Alec Baldwin: prometedor e igualmente decepcionante), luego a Hugh Jackman (que usó la oportunidad para mostrarse como un “artista integral”, el movie-star que canta y baila bien, pero al que le faltó un poco de humor), y final, fatalmente, el dúo Anne Hathaway-James Franco, con el que la televisación tocó fondo. El pretexto: convocar figuras jóvenes para atraer a un público más joven. Todo bien, pero: ¿James Franco?
No, en serio: ¿James Franco?
La edición 2011 fue un desastre y el desastroso –y engreído– Franco fue acusado por los productores de no haberse dedicado lo suficiente, de faltar a los ensayos, de, básicamente, no estar ahí ni antes ni tampoco durante el show. Franco se limitó a pararse en el escenario del Kodak Theatre, sonreír un poco, pero nunca estuvo realmente, y su gesto (o su falta de gesto) pareció el de, ah, el artista indie que flirtea con el mainstream, con la industria y las grandes ligas y los millones de dólares pero como quien no está realmente interesado en todo eso, sino en el arte verdadero. La pobre Anne Hathaway puso su mejor cara, hizo lo que pudo, pero no sólo no parecía la persona para el trabajo (al menos nadie piensa en ella como una comediante), y además, la dejaron sola. Así que pronto pensaron en reemplazarlos: por los Muppets, y por Eddie Murphy, que probablemente no hubiera estado mal, pero se retiró en solidaridad con el productor del show, Brett Ratner, que renunció tras hacer en público un par de chistes un poco homofóbicos.
Y así que apenas después lo llamaron a Billy, que no es un galán ni una estrella para el público joven (sus últimos éxitos en cine tienen casi veinte años) sino más bien todo lo contrario, canta y baila bien pero siempre un poco en broma y un poco en homenaje a las estrellas que admiró de chico, y pensando quizás en Bob Hope, el tipo que más veces estuvo a cargo de presentar el Oscar. Promete ser el mejor maestro de ceremonias desde, por lo menos, la última vez que él mismo fue maestro de ceremonias. Pero, “bajen las expectativas”, dice. “Bajen las expectativas y la vamos a pasar bien.”
La primera vez que Billy Crystal condujo la entrega de los Oscar fue en el tan cerca tan lejos 1990, y creer que fue sencillamente buenísimo no es producto de un engaño complaciente o una idealización de la memoria, sino que está todo ahí, disponible en YouTube: las introducciones de cada una de sus ocho presentaciones, su reaparición el año pasado y algunas otras intervenciones. 1990: Billy Crystal venía de su mayor éxito en cine, la película que lo convirtió fugazmente en una suerte de estrella internacional, Cuando Harry conoció a Sally.
Aunque Crystal no escribió ni dirigió esta película, Cuando Harry conoció a Sally está indisolublemente ligada a su espíritu como comediante y a su posición frente al mundo del cine y del espectáculo. Dirigida por su gran amigo Rob Reiner, When Harry Met Sally no es solo una gran película: es un clásico moderno de la comedia romántica, con un ojo puesto en el cine clásico de los estudios, el de los años ‘40 y ‘50. Entre Crystal, Reiner, la guionista –la ex periodista, novelista y también directora– Nora Ephron y la actriz y directora Penny Marshall (que estuvo casada con Reiner en los ‘70) y algunos personajes más, formaron una pandilla que por unos años fue la gran esperanza blanca de la comedia romántica norteamericana, una que había aprendido de Capra, Lubitsch, Billy Wilder, los mejores, y sabía cómo traducirlos a su propia época. Cuando Harry conoció a Sally fue el pico, y convirtió a Meg Ryan en una promesa equivalente de nueva novia de América. Crystal era perfecto como ese Harry Burns que “no creía en la amistad entre el hombre y la mujer” –y que leía los finales de los libros por adelantado, por si se moría antes de completarlos–, a pesar de que no era un leading man típico. Tenía el carisma, el humor, la sensibilidad y hasta la cuota de malicia perfecta, no la belleza ni la corrección de un galán-con-conciencia a lo George Clooney.
El pequeño fenómeno de Cuando Harry conoció a Sally estaba de algún modo emparentado con el de Quisiera ser grande y se prolongó en unas pocas películas posteriores, con muy buenos resultados en Sintonía de amor (homenaje desembozado a Algo para recordar), y marcando el comienzo del fin en Tienes un e-mail (remake oficial de El bazar de las sorpresas). Ambas retuvieron a Meg Ryan, pero su compañero fue el Jimmy Stewart de los ‘90: Tom Hanks. Hubo otras películas (Un equipo muy especial) pero para mediados de los ‘90 este pequeño movimiento informal ya parecía acabado: había durado tan poco que pareció un espejismo. Y junto con esas películas que echaban una mirada actualizada sobre grandes films del pasado de Hollywood, esas películas en las que Reiner y compañía parecían tener puesto su corazón, se desvanecía el momento de Billy Crystal. En el medio, en 1992 y 1995, estrenó dos buenas películas que dirigió y protagonizó: El cómico de la familia (Mr. Saturday Night), y Olvídate de París (Forget Paris). La película contaba la historia de un comediante de stand-up y algunas de sus miserias. La segunda era una comedia dramática con Debra Winger, que buscaba narrar el después del enamoramiento, el después del “y vivieron por siempre felices”. En ambas había un fondo de amargura que siempre formó parte de su estilo de comedia, que incluso permeó a su inolvidable Harry. Ninguna de las dos fue un gran éxito comercial.
Su último gran estreno en cines como actor fue Analízate, la secuela de Analízame, la comedia sobre un mafioso que hace terapia (contemporánea de Los Soprano) coprotagonizada las dos veces por Robert DeNiro, y donde el chiste parecía ser que Crystal se ponía más o menos serio y el gracioso era el actor que fue el joven Vito Corleone: un desperdicio.
Pasaron diez años. Ocho desde el último Oscar que condujo. Hoy, volver a ver sus presentaciones en YouTube es un viaje en el tiempo. Mientras pronuncia sus primeras palabras en su primer show –y se sale con la suya con algún chiste sobre las finanzas de la industria y la Paramount–, menta el fugaz fenómeno de la temporada anterior (“Lambada, el baile prohibido”) y hace chistes sobre lo rico que se volvió Jack Nicholson con su particular contrato por actuar en el primer Batman de Tim Burton, vemos en la platea el rostro todavía juvenil de Tom Cruise acompañado por la aún pelirroja y enrulada, precirugía Nicole Kidman, y a la octogenaria Jessica Tandy, nominada por Conduciendo a Miss Daisy. Los extraordinarios monólogos de apertura no estaban escritos por Crystal pero él se los apropiaba, dándoles el tono justo a sus comentarios sobre los temas que atravesaban a la industria cada temporada: en 1990, fue, entre otros temas, que Columbia se había vuelto propiedad de Sony, situación que parodiaba haciendo una imitación de los doblajes tradicionalmente des-sincronizados al inglés de las películas niponas. Un hecho para nada aislado en un mercado donde los estudios habían terminado de pasar de las manos de los viejos productores con visión artística a grandes banqueros y empresarios globales.
El viaje en el tiempo puede volverse adictivo cuando se sigue cada una de sus presentaciones en orden cronológico. En 1991 organizó a las nominadas a los premios mayores de la siguiente manera: “Hay dos sobre gente que mata gente (Buenos muchachos y El Padrino III), una sobre alguien que es asesinado (Ghost, la sombra del amor), una sobre una mujer en coma (Mi secreto me condena, la del caso Von Bulow), otra sobre un hombre en coma (Despertares) y Danza con lobos, que fue estrenada por Orion, un estudio en coma”. Un año más tarde celebraba El Padrino III, reclamaba que “hagan una El Padrino 4, y que esta vez lo pongan a Duvall (cuya ausencia es el gran agujero negro de la tercera de la saga)”. El año de El silencio de los inocentes apareció enmascarado como Hannibal “El Caníbal” Lecter e invitó a Anthony Hopkins a “una cena con alguna gente de la industria”. En 1997 señaló que una sola de las cinco grandes nominadas pertenecía a un estudio, y el resto era la avanzada del cine indie, Sundance, Miramax, etcétera: “Hay muchos rostros nuevos en la platea. No, en serio, ¿quiénes son todos ustedes?”. En 2004, la última vez que estuvo al mando del bodoque en cuestión, saludó a Clint Eastwood (Río Místico) por haber llegado vivo a su edad hasta la ceremonia, y celebró “las once nominaciones de El señor de los anillos: una por cada final que tiene la película”.
Y desde entonces, lo perdimos de vista.
Y una de las cosas que estuvo haciendo durante estos ocho años de ausencia fue un verdadero éxito que lo mantuvo alejado de nosotros, porque no fue ni en el cine ni en la televisión. 700 Sundays (700 domingos) es el título del unipersonal en dos actos en el que William Edward Crystal (Long Island, Nueva York, 1948) narró su infancia en Long Beach, acaso la cosa más autobiográfica y sentida que haya hecho en una carrera donde siempre invirtió ago bien personal, algo propio, según una lección aprendida de un comediante veterano en sus comienzos en el stand-up.
El título de la obra alude a su padre, un promotor musical que debió sostener varios trabajos para mantener a su familia dentro de una modesta posición de clase media, por lo cual sus hijos solo podían tenerlo para sí los domingos. Como Jack Crystal murió cuando Billy tenía 15 años, lo disfrutó mucho menos de lo que hubiera querido, tal vez, calcula, “unos setecientos domingos”. Aquellos fueron años de alimentarse con mucho jazz, con Krupa, Eddie Condon, Billie Holiday, de imitar ante una audiencia compuesta de tíos y primos a sus leyendas favoritas de la televisión (Ernie Kovacs, Johnny Carson) y de seguir su otra gran pasión (el béisbol, sobre la que dirigió un telefilm en 2001, 61*). Una vez que la comedia le ganó al béisbol en su vida, tuvo un primer gran, inesperado éxito haciendo del primer protagonista gay prominente en una serie popular –el programa se llamaba Soap y su personaje, Jodie Dallas–, discutida pero verdaderamente pionera entre 1977 y 1981, un segundo gran momento en Saturday Night Live en la temporada 1984-1985 (donde hizo unas increíbles imitaciones de Sammy Davis Jr. y del periodista deportivo Howard Cosell), y luego ese breve fulgor entre finales de los ‘80 y mediados de los ‘90. Apenas después, en el comienzo del declive, pareció ser él mismo quien decía, a través de su personaje en Amigos siempre amigos (City Slickers), la aventura de un grupo de hombres ante la crisis de los 40: “¿Nunca alcanzaste un punto en tu vida en el que te dijiste a vos mismo: Esto es lo mejor que me voy a ver jamás, lo mejor que me voy a sentir, lo mejor que me va a ir, y no está tan bueno?”
Todo aquello ha quedado lejos y es increíble que hoy no esté haciendo, por lo menos, su propia serie de televisión, ahora que cualquier estrella caída del cine tiene una.
Cuando unos meses atrás aceptó conducir la entrega del Oscar 2012, tuiteó: “Voy a hacerlo para que la joven de la farmacia deje de preguntarme mi nombre cada vez que voy a buscar mis recetas”.
Y ahí estará, seguramente salvando la noche, descontracturando un poco el solemne homenaje al cine con que nos amenazan las dos principales nominadas (El artista y La invención de Hugo Cabret), con sus casi 64 años a la vista, la cara notablemente más hinchada, la siempre extensa entrada en su pelo más entrada que nunca, pero seguramente tan ligero y punzante y auténtico como la última vez. Es cierto, Harry envejeció en todo este tiempo de ausencia, ¿pero vieron lo que se hizo en la cara Sally?
Conducida por Billy Crystal, la 84ª entrega de los Oscar se emite esta noche a las 21.30 por TNT, precedida por la cobertura de la alfombra roja que presentan para América latina Axel Kuschevatzky y Liza Echeverría, una hora antes por el mismo canal.
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