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Domingo, 29 de junio de 2003

TEATRO

Acércate más

Inspirada en las estrategias situacionistas de Guy Debord, la Compañía IntimoTeatroItinerante irrumpe cada tanto en un punto clave de la ciudad y monta Cuentos de invierno, perturbadora experiencia de personal art que reduce el teatro a su mínima expresión: un actor, un espectador, una cabina blanca y una historia de final imprevisible.

Por Cecilia Sosa

Fóbicos abstenerse, podría advertir algún cartel. Pero no. Sólo una cortina blanca que se descorre y una chica que se asoma y se sienta en una silla. Tiene un sobre de papel madera y una bolsa transparente llena de pequeñas partículas oscuras que sacude con sonrisa pérfida. Dentro de la cabina, el espacio es breve, ínfimo, casi asfixiante.
–Son mocos. Y ésta es mi estructura ósea.
Muestra unas radiografías. Parecen estar bien. Laura López Moyano (o La mujer que vive desde adentro) deshilvana su historia en un susurro íntimo, casi confesional. “Un ojo bien, el otro también, riñones pasables, articulaciones contraídas, extremidades entumecidas. Uñas sin. Ovarios bien, bien.” Y así. A metros de aquí, en otras cuatro cabinas de un metro de ancho por dos de alto, otro actor y otro espectador protagonizan escenas similares. Ésos son los “escenarios-teatros” donde transcurren los Cuentos para un invierno largo de Fernando Rubio, actor y dramaturgo de 27 años: cinco relatos especialmente escritos para ser expuestos “en situación” en lo que es el debut de la Compañía IntimoTeatroItinerante.
Las historias, que a veces recuerdan a Auster y otras a Beckett –como escribe Tato Pavlovsky en el prólogo del cuadernillo que acompaña el espectáculo, ilustrado por José Luis Auté–, comparten un aura de soledad y desesperación que responde a un propósito esencial: sacudir las convenciones reduciendo el marco y la relación teatral a su mínima expresión (un actor/un espectador) y condensando al máximo la intensidad poética.
Embriagado por una voluntad romántica y admiradas lecturas de la doctrina situacionista, Rubio escribió y ensayó las historias apostando a las potencialidades catárticas de un encuentro tête-à-tête celebrado en un espacio claustrofóbico. Pero ¿qué posibilidades de conmoción pueden conservar los viejos postulados de la Internacional de Guy Debord en la equívoca Buenos Aires del 2003? Desde hace un año, la compañía sacó a pasear la propuesta por la ciudad sin consignas que la anticiparan: sólo cabinas, actores y los audaces que se animen a entrar. Fueron de la Feria de Mataderos a Plaza Francia, del Centro Nacional de Museos a la fábrica recuperada Impa, del Obelisco al Parque Rivadavia, y también al Abasto, al Parque Chacabuco y a la Carpa Cultural Itinerante de Barracas, en un vagabundeo que fue una radiografía social y multiplicó las chances de hacer contacto con toda clase de espectadores inesperados: los que en Mataderos se acercaron urgidos, confundiendo las blancas cabinas con baños públicos; los “expertos” que creyeron ver en ellas una instalación posmoderna acaso coreada por el cementerio; los que nunca fueron al teatro; los que, acostumbrados a ver deconstruido el artilugio escénico, no soportaban, de golpe, este teatro de contacto.
Con ahínco casi científico, Rubio recoge por escrito las reacciones de los vividores, como le gusta llamar –siguiendo al maestro Debord– a los que participan de la experiencia. Uno, en particular, quedó para los anales.
Fue en el Centro Cultural Recoleta. En una de las cabinas, el director se encontró con un tipo de unos 70 años, encorvado, de mirada atenta. Rubio comenzó su relato, el cuarto de la serie, El hombre, el joven y el círculo, una historia en clave autobiográfica donde un joven busca a su padre en los círculos que, a pedido, dibujan para él desconocidos. “Yo pensaba que el hombre era medio sordo porque se me acercaba mucho. Entonces le empecé a hablar casi al oído y terminamos cada vez más cerca, totalmente compenetrados en la historia”, recuerda Rubio. Al final hubo un silencio. El tipo lo miró con ojos clínicos y diagnosticó:
–Vos sos un psicópata. Soy psiquiatra: yo traje al país el electroshock pero no me dejaron seguir utilizándolo. ¿Quién provoca a quién? Serpenteando en el límite entre ficción y realidad, la apuesta de Rubio encuentra su potencia en esa interrogación y asume el riesgo de la búsqueda de un espacio que “contenga la teatralidad pero al mismo tiempo la quiebre estructuralmente”. Los actores –Jimena Anganuzzi, Jorge Prado, Mariano Turko, López Moyano, el propio Rubio– lo confirman: los participantes escuchan y a veces hablan, pero no “expectan”. El catálogo de reacciones incluye accesos de euforia –una chica salió de la cabina bailando–, increpaciones, hasta llantos. También insultos. Como los de una señora que aguardaba sentadita en la cabina la irrupción “teatral” y se desilusionó al ver entrar a una “indigente” que contó una historia demasiado familiar. Lo “real” se filtra en las cabinas por todos sus pliegues: una de las historias, de hecho, se inspira en el ruego de una supuesta madre que trajina vagones pidiendo monedas. Y no sólo provoca a los espectadores. La contemplación de las manos sucias y cortadas de un herrero, que se decidió a experimentar en Mataderos, bastó para quebrar el relato del actor-director.
Salvo imprevistos, cada experiencia dura no más de quince minutos y se repite sólo cinco veces: un total de 25 espectadores en cada intervención. Difícil adivinar las próximas: a los fieles neosituacionistas les gusta operar “a la deriva”. “Hay que escapar de los lugares quietos”, advierte Rubio. Fijos son los actos. La mujer que vive desde adentro termina su relato y extiende su inmunda bolsita de mocos.
–Ahí los tiene. Lléveselos: son sin sal.

Cuentos de invierno se presenta el sábado 5 de julio a las 18 en Estudio Abierto, en las ex Tiendas Harrods, Córdoba y San Martín. A la gorra. Informes:
[email protected]

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