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Domingo, 26 de agosto de 2012

CASOS > JODIE FOSTER SALE EN DEFENSA DE KRISTEN STEWART

El silencio de los corderos

 Por Jodie Foster

Todos vimos los titulares en los puestos de revistas: “Kristen Stewart atrapada”. Todos hojeamos las páginas satinadas aquí y allá: “¿Kris y Rob en pareja?”. Todos escuchamos los comentarios: “Me gusta ese vestido. Odio cómo se arregló el pelo. Linda pareja. Feos zapatos”. No hay culpa en reconocer el interés humano en la ropa sucia expuesta en público. Es tan viejo como las colinas. Elevar jóvenes hermosos como dioses y después arrojarlos a la tierra para poder observar sus costuras. Ven, son iguales a nosotros. Pero rara vez consideramos las infancias que, sin saberlo, destrozamos en el proceso.

He sido actriz desde que tenía tres años, hace cuarenta y seis. No tengo recuerdos de una infancia fuera del ojo público. Me dicen que la gente piensa en mí como una historia exitosa. Con frecuencia se me acercan perfectos desconocidos y me preguntan cómo hice para permanecer tan normal, tan equilibrada, tan privada. Por lo general les miento y les digo: “Solamente soy aburrida, supongo”. La verdad es que, como un curioso mutante radiactivo, he inventado mis propias herramientas góticas de supervivencia. He creado reglas para controlar a los ojos que miran. A lo mejor organicé las elecciones de mi carrera para permitirme (a mí y a los que amo) el máximo de dignidad personal. Y sí, me he adaptado neuróticamente al deporte de gladiadores de la cultura de la celebridad, la crueldad de una vida vivida como un blanco móvil. En mi época, con disciplina y fuerza de voluntad, todavía era posible ser una estrella y tener la autenticidad de una vida privada.

Seguro, en esta elaborada arquitectura debías perder la espontaneidad. Debías aprender a sumergirte bajo el aire fétido y respirar a través de una pajita. Pero al menos podías ponerte de pie y decir: “No voy a participar voluntariamente de mi propia explotación”. Ya no es así. Si yo fuera una joven actriz que empieza su carrera hoy en la nueva era de las redes sociales y su temporada de caza, ¿habría sobrevivido? ¿Me habría sumergido en drogas, sexo y fiestas? ¿Habría sobrevivido?

Lo dije antes y lo diré ahora: si yo fuera una joven actriz hoy, renunciaría antes de empezar. Si tuviera que crecer en esta cultura mediática, no podría ser capaz de sobrevivir emocionalmente. Sólo esperaría que alguien que me amara, que me amara de verdad, rodeara los hombros con su brazo y me llevara a un lugar seguro. Sarah Tobias nunca hubiera bailado frente a sus violadores en The Accused. Clarice nunca hubiera compartido el horrible llanto de los corderos con el Dr. Lecter. Otra actriz seguramente hubiera tomado mi lugar y abierto su alma para crear estos personajes, otra actriz hubiera entregado su vulnerabilidad. Pero, ¿habría sido capaz de sobrevivir a los paparazzi espiando por sus ventanas, al acoso online, a las humillaciones públicas, sin tener una sobredosis en una habitación de hotel o sin clavarse agujas en la cara hasta convertirse en alguien irreconocible, incluso para ella misma?

Actuar es comunicar vulnerabilidad, permitir que la verdad interior brille y salga fuera, sin importar que se vea tonta o vergonzosa. Abrirse y entregarse completamente. Es un acto de libertad, amor, conexión. Los actores desean ser conocidos de la manera más profunda por las sutilezas de su personalidad, por sus imperfecciones, sus complejidades, sus instintos, su voluntad de ceder. Cuando se es menos temeroso, más verdadera es la actuación. ¿Cómo se puede hacer eso cuando uno sabe que será juzgado, traicionado, apuñalado? Si uno es inteligente, aprende a disociar, a compartimentalizar. Poner las emociones en una caja de seguridad definitivamente es útil cuando el público tira piedras. El objetivo es sobrevivir, intacta o no, cualquiera sea el costo emocional. Los actores que se convierten en celebridades supuestamente deben estar agradecidos por el interés público. Después de todo, les pagan bien. Pero quiero dejar sentado que el salario por una actuación en la pantalla grande no incluye el derecho a invadir la privacidad de nadie para destruir su sentido de sí mismo.

En 2001 pasé cinco meses con Kristen Stewart en el set de Panic Room, la mayor parte del tiempo encerradas juntas en un espacio del tamaño de un armario de Manhattan. Hablamos y nos reímos durante horas, compartimos misterios espontáneos y descargamos nuestro malhumor. Aprendí a amar a esa nena. Cumplió 11 años durante el rodaje y en su cumpleaños traje a una banda de mariachis para que le dieran una serenata en un bar de tacos, donde sopló las velitas. A disgusto, bailó alrededor de un sombrero conmigo, pero pronto salió corriendo y se fue a jugar un partido de básquet con la gente del equipo técnico. “No quiere ser actriz cuando crezca, ¿no?”, pregunté. Su madre suspiró: “Si, desafortunadamente”. Las dos sonreímos y nos encogimos de hombros con la ambivalencia que nos daba la experiencia. “¿Podés convencerla de que no lo haga?”, le ofrecí a la madre. “Oh, lo intenté. Le encanta. Sencillamente le encanta.” Más suspiros. La miramos correr por el patio un rato, las dos en silencio, inmersas en nuestros pensamientos. Yo estaba embarazada en ese momento y me encontré soñando despierta con el bebé que pronto podría tener. ¿Sería como Kristen? Tan hermosa y talentosa y valiente... ¿Saltaría y jugaría al básquet y me haría sentir orgullosa?

Tengo esta imagen de un momento perfecto. Viene a mí con el formato cuadrado de una película casera de 8mm con rojos y azules sobresaturados, sin sonido, salvo el loop rasposo. Hay una niña de pelo blanco girando sobre las olas bajas. Está cantando, saltando y dando vueltas en el agua fría, llena de sal y arena, llena de alegría y confianza. Es inconsciente de la cámara, por supuesto, en su propio mundo. La cámara tiembla un poco. Quizá su madre se está riendo detrás del lente. ¿Puede un niño ser más amado que en ese momento? Es perfecta. Es absolutamente perfecta.

Corte a: hoy. Una hermosa mujer joven camina por la vereda, sola, con la cabeza gacha, las manos transformadas en puños. Está caminando muy rápido y recibe dardos de hombres enormes con cámaras negras que se le meten en el pecho y la boca. “Kristen, ¿cómo te sentís?” “¡Sonreí, Kris!” “¿La tenés, la tenés?” “¡La tengo, la tengo!” La joven mujer no llora. Mierda, no. No levanta la mirada. Ha aprendido. Mantiene la cabeza baja, los anteojos oscuros puestos, los puños en los bolsillos. No hables. No mires. No llores.

Mi madre siempre solía decir, después de cada pequeña injusticia, cada corazón roto, cada momento de sufrimiento abyecto: “Esto también pasará”. Dios, yo odiaba esa frase. Siempre me parecía tan banal y fuera de la realidad, como si dijera que mi dolor era irrelevante. Ahora solamente suena pintoresca, pero extrañamente verdadera. Eventualmente, todo pasa. Los horrores públicos de hoy eventualmente se desvanecen. Y, sí, uno cambia después del horrible ajuste de cuentas que dejan atrás. Uno confía menos. Calcula cada paso. Sobrevive. Ojalá en el proceso uno no pierda la habilidad de levantar los brazos en el aire y girar, dar vueltas, con salvaje abandono. Ese es el mejor fuck you y, finalmente, la más hermosa herramienta de supervivencia. No dejes que te la quiten.

Kristen Stewart, obligada a reconocer una infidelidad a Robert “Crepúsculo” Pattinson con el director Rupert Sanders durante la filmación de Blancanieves y el cazador, luego de que aparecieran unas fotos en las que se los veía juntos, fue separada del elenco de la secuela en marcha. Sin embargo, Sanders volvió a ser confirmado como director por Universal.

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