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Domingo, 30 de abril de 2006

El fin de la inocencia

Tantos inéditos de Silvina Ocampo testimonian que para ella no había un correlato entre obra y publicación, que la “carrera literaria” le era ajena y que era la escritura la privilegiada.

 Por María Moreno

Las subespecies del género “inéditos” suelen incluir los textos inconclusos por la irrupción de la muerte, las versiones desechadas por el autor –pero no sacrificadas al fuego o a la basura–, los textos en observación y lo que podría llamarse la saliva de la escritura. Ernesto Montequin ha utilizado un criterio de respeto y restricción que lo haría merecedor de que su apellido bautice de ahora en adelante la planta llamada espuelas de caballero: ofrece sólo los textos que tienen versiones mecanografiadas entre las cuales elige la última o las ya publicadas en revistas o diarios, muy atento al status de visibilidad ya establecido por la autora.

Invenciones del recuerdo, una autobiografía en verso libre, es la que aparece más a tono con el género obra en observación. Para contar historias en verso, como cuenta en Encuentros con Silvina Ocampo de Noemí Ulla, Silvina Ocampo dice haber seguido a uno de sus poetas preferidos: “En Byron yo he encontrado que muchos de sus versos pareados no sufren monotonía, porque está el relato y probablemente él se ha dejado llevar por el verso porque lo ayudaba a escribir una cosa tan importante como el Don Juan, que tiene un argumento muy importante y lo que él tenía que decir era más importante todavía”.

La publicación de Las repeticiones y otros relatos inéditos hace que se desestimen las preguntas más a mano: ¿agregan algo a la obra de Silvina Ocampo? ¿La contradicen? ¿Contienen elementos insospechados a la luz de lo ya conocido? ¿Mantienen su calidad? ¿Podrían agregarse a lo ya publicado en cómoda continuidad póstuma? ¿Un ignorante de los textos de Silvina Ocampo encontraría en estos inéditos un universo completo? Es evidente que la organización “Silvina Ocampo inédita” dicta un modo de lectura. Podemos aprovecharlo con la misma libertad con que Silvina Ocampo leía y escribía. Las repeticiones es un título sugestivo, más allá de que sea el de uno de los relatos, a condición de que se entienda la palabra “repetición” no como redundancia ni como versión devaluada de un original sino en la acepción de “versiones”. Tienta leer los relatos de Las repeticiones como experiencias autobiográficas menos mediatizadas que en los relatos ya conocidos, más cercanas al registro del recuerdo y el sueño. Sin embargo, sorprende el extremo cuidado de la escritura, su alineamiento en las formas ya utilizadas por Ocampo. Lo único que podría aventurarse es una impresión: la de que éstos son menos deudores de la necesidad de comunicación y transparencia para el lector. Pero aun para la impresión existe un pero posible, ya que Silvina Ocampo parece ser clara aun para sí misma. En la nota a “El milagro”, Montequin señala escuetamente: “Este relato es uno de los últimos escritos por la autora. La versión autógrafa, de ardua lectura por lo intrincado de la letra, fue redactada en primera persona; se sigue la versión mecanografiada, con enmiendas a la transcripción”. El milagro es el de la belleza, luego de una exhaustiva descripción de la vejez hecha desde una tercera persona (“pero ser horrible no se interrumpe nunca, ¡la lenta aceleración de la fealdad!”) y donde se reconocen elementos autobiográficos de Silvina Ocampo como el gusto por Brahms, escribir, pintar y dibujar. Se trata, sin duda, de una ficción pero que puede leerse como la despedida de una conciencia, lúcida aun en el registro de su propia e inminente desaparición, y con un final donde el inventario de la carencia se revierte, a través de una certeza radical, en soberanía: el mal proviene del recuerdo, de pensar en lo que se fue y no en lo que se es. Si el personaje tiene el poder de curar mediante la imposición de manos –un dolor de muelas, el insomnio, las huellas de un golpe brutal–, ese poder llega a su máxima expresión cuando quien lo posee lo ejerce sobre sí mismo y no necesita de la acción, entonces el final puede leerse como una divisa literaria y, todavía, como una pregunta por el oficio: “El milagro es lo que pienso. Pienso que soy muy bonita, si la palabra bonita puede usarse”. La ausencia de comillas en la palabra “bonita” invita a ser leída como un piropo de despedida a la palabra antes de que quien la ha usado durante tantos años para su felicidad pierda su domino de ella por la propia decadencia y ya no pueda reconocer la sobrevida de la palabra en los textos.

La existencia de tantos inéditos de Silvina Ocampo testimonia que para ella no había un correlato entre obra y publicación, que la expresión “carrera literaria” le era ajena y que era la escritura la privilegiada y menos la existencia social de los textos.

Montequin señala las insistencias que van de los textos editados a los editados ahora. En Invenciones del recuerdo hay variaciones en torno del relato que se conoció como “El pecado mortal”, preferido por muchas antologías, en donde, en primera persona, se cuenta una escena infantil: la de la obediencia al pedido de un criado de mirar algo a través del vidrio de la puerta de un cuarto. Es un miembro erecto (a Silvina Ocampo le hubiera horrorizado esta redacción). A riesgo de que la psicología vea entre las líneas de Invenciones del recuerdo el testimonio de una niña abusada, sorprende ese relato en verso donde la culpa parece alejarse de las provocadas por la infracción a las normas de catecismo para adoptar la forma de responsabilidad. En Invenciones del recuerdo el episodio Chango es contado con un terror menos impregnado de malicia que en “El pecado mortal”, donde Silvina Ocampo, más allá de las cronologías, parece trabajar con mayor conciencia de lo que su propio estilo y mitologías imponen. Mirar lo prohibido puede pensarse como un mito de origen de la vocación literaria, y la convivencia entre inocencia y responsabilidad, como el enigma que será preciso desplegar a través de una obra.

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Todas las fotos que ilustran esta nota, incluida la de tapa, también son inéditas y fueron tomadas por el marido de Silvina Ocampo, Adolfo Bioy Casares.
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