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Domingo, 26 de junio de 2011

>EL EMOTIVO RETIRO DE MARTíN PALERMO, EL GOLEADOR DE BOCA QUE ERA DE ESTUDIANTES

Palermo - Retiro

 Por Juan Pablo Bertazza

A menudo la lluvia es tomada como escenario natural de la excepción: llueve cuando los miserables se muestran generosos, llueve cuando los escépticos se enamoran, llueve cuando los inmortales sucumben a la muerte. A pesar de haber convertido el gol en algo parecido a la cotidianidad, casi siempre que Palermo mojó, llovió: llovió aquel 25 de octubre de 1997 cuando hizo su primer gol en un superclásico en lo que, dicho sea de paso, fue la despedida casi por fuerza mayor del jugador más inolvidable del fútbol argentino; llovió cuando le hizo el gol a Perú que le dio la clasificación a la Selección Argentina para el último mundial; llovió incluso cuando Gillette lo desafió a hacer un gol publicitario a 150 metros de altura.

No es casualidad: en la mitología griega los titanes son doce dioses de segundo orden sin los cuales no existirían los dioses del Olimpo; gigantes que quisieron tomar el cielo por asalto. Uno de ellos era el mismísimo Prometeo, que robó el fuego a los dioses para dárselo a los hombres. En el loco que también es titán se conjugan, de manera perfecta, la excepción y la ley; el grotesco –los tres penales errados frente a Colombia en la Copa América 99– y la épica –el gol contra River por la Libertadores tras una lesión que obligó al Tolo Gallego a decir que si jugaba Palermo, él ponía a Francescoli; o sus dos goles tempraneros frente a la mejor versión del Real Madrid para darle a Boca la Intercontinental–.

Pero también Palermo es el ídolo de la excepción: sin muchos gestos tribuneros, tal vez sea la única gloria de Boca que resultó un confeso y consecuente hincha de otro equipo, a tal punto que se besó los botines pincharratas al hacerle un gol a Gimnasia con la camiseta de Boca. Otra contradicción, otra rareza en un club donde reina la endogamia de la mitad más uno; una de las hinchadas si cabe más sinceras del fútbol argentino, que llegó a dedicarle el mayor elogio ricotero: “mi único héroe en este lío”.

La despedida de Martín Palermo en la Bombonera fue, sin lugar a dudas, el punto cúlmine de esa armónica contradicción: el goleador de los goles imposibles, azarosos, imprevisibles, involuntarios casi, es también el jugador argentino que más determinación y prolijidad mostró a la hora de decidir su retiro, el talón de Aquiles de los futbolistas por su corta vida útil y, sobre todo, por todo lo que dejan cuando dejan los botines. Más allá de los años, las infiltraciones y la rodilla (motivos, en definitiva, insuficientes para tomar semejante decisión), con varios meses de aviso, asesoramiento psicológico y un envidiable carpe diem (aun cuando muchos periodistas deportivos se relamían con su sequía), Palermo no cambió de opinión ante un nuevo fracaso de su equipo (sin título y sin clasificación a la Copa Sudamericana) ni ante las súplicas de los hinchas y dirigentes, ni ante los ruegos de Falcioni ni tampoco, y eso es lo más meritorio, ante su propio deseo.

El papelón y la inconsciencia de los dirigentes de Boca, pidiéndole el arco que le habían regalado para que pudieran jugar en la Bombonera Huracán y Gimnasia de la Plata, es la prueba irrefutable de que Boca necesita a Palermo más de lo que Palermo necesita a Boca. Un amor profundo pero asimétrico que puede hacerse extensivo a la notable relación entre este plebeyo de la pelota y el deporte que despierta la pasión de multitudes: a pesar de que algunos todavía lo discuten futbolísticamente; el fútbol (incluso el bueno) lo quiere a Palermo más de lo que Palermo quiere al fútbol. De esas contradicciones nacen los grandes, de esas contradicciones se alimentan los mitos.

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