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Domingo, 4 de marzo de 2012

Nuestra pared

 Por Martín Pérez

¡Uy no, acá vamos otra vez con la guerra, su madre y su padre perdido! Eso confesó haber pensado Nick Mason al comienzo de cada tema del demo de lo que sería The Wall, cuando Roger Waters presentó el proyecto ante el resto de los integrantes del grupo. Amigo de la infancia de Waters, Mason siempre fue el baterista histórico de Pink Floyd. Junto a Waters, bajista, y Richard Wright, tecladista, formó el trío de compañeros de ese mítico diamante loco que fue Syd Barrett, uno de los primeros caídos en las guerras químicas del rock. Pink Floyd acusó el golpe, pero siguió adelante. Afuera Barrett, adentro David Gilmour, y un sueño ácido que se va desvaneciendo disco a disco, dejando a Roger Waters al mando. No sin culpa, claro está. Gilmour produjo ese milagro que fueron los discos solistas de Barrett, al que había reemplazado. Y la sombra del lunático siempre acechó desde el lado oscuro del grupo, llegando al colmo en Wish You Were Here, donde lo invocaron directamente para tratar de escapar del laberinto en el que habían quedado atrapados luego del megaéxito de The Dark Side of the Moon.

Para cuando Waters presentó a sus compañeros el proyecto, Pink Floyd era ya un dinosaurio, enorme como el chancho volador de Animals. E igual de vacío. Rocker rico con tristeza, Waters se sentía solo en la cima, y la grabación de The Wall no hizo más que confirmarle sus sospechas. Cuando el tecladista Rick Wright recibió la tarjeta roja (fue echado del grupo, y luego contratado como músico), Mason confiesa haber sabido que él sería el próximo en la lista. Y si Waters no siguió tachando nombres fue porque los tachó a todos juntos después de otro disco sobre la guerra, su madre y su padre muerto, The Final Cut. Y en su debut como solista –para el que grabó el otro proyecto que le presentó a los Pink Floyd al mismo tiempo que The Wall, y que ellos desecharon, The Pros & Cons of Hitchhiking– hasta se dio el lujo de reemplazar a Gilmour con Eric Clapton. Pero nunca pudo ser más grande como solista que como parte de un (¿su?) grupo. Nunca terminó de salir de aquel laberinto.

La cuestión sobre quién es más Pink Floyd, si Waters por un lado o los demás integrantes con Gilmour a la cabeza por el otro, es a esta altura una ecuación imposible de resolver. Pero lo cierto es que si River no deja de llenarse para The Wall es simplemente porque Pink es lo que hay, sea más Floyd o no que el resto. Alguien dijo alguna vez que, para el público rocker inteligente, Dark Side... era la banda de sonido ideal para el sexo. Más difícil es imaginar para qué es ideal un disco como The Wall, recibido en su momento con escepticismo por la prensa de rock. Por entonces el punk había barajado y dado de nuevo, y en esa nueva mano las cartas de Waters eran sólo quejas de niño consentido. La pared que construía a su alrededor su artista sufriente se parecía mucho, después de todo, a una torre de marfil. Pero desde este lado del mundo, esa pared siempre tuvo otro significado. En el contexto de los años de plomo, The Wall no podía dejar de invocar esa pared individual que cada hipotético escucha del disco tuvo que construir ladrillo a ladrillo, para soportar una realidad oscura y siempre al acecho. Y para los chicos que bailaron al ritmo del simple –que el productor Bob Ezrin construyó a imagen y semejanza del sonido disco del grupo Chic– aquel “Ey, maestro, dejá a los alumnos en paz” estaba cargado de una inédita rebeldía en semejante contexto, convirtiéndose en el mejor himno posible ante el desafío de crecer en las aulas de la dictadura.

Para cuando llegó la película, todo estaba en su sitio. Clásico del fin de la dictadura, The Wall se hizo más punk y rocker en imágenes, con Bob Geldorf como Pink. Para los espectadores jóvenes y también los no tanto, la escena de la brutal razzia policíaca en los alrededores de un concierto de rock era demasiado real y dejaba sin aliento. Pero el momento realmente inolvidable para quienes la vieron en el estreno fue una secuencia de animación antibelicista, que comienza con una bandera británica ocupando toda la pantalla. Hoy The Wall es un clásico, casi un gusto adquirido, y todos saben lo que van a mostrar sus imágenes. Pero en aquel momento Malvinas estaba muy fresco en la memoria, y ante semejante imagen algunos silbidos se comenzaron a escuchar aquí y allá, desde la oscuridad de la sala. Pero duraron apenas un segundo, porque la Union Jack se desarmaba hasta ser apenas una cruz blanca, que se iba tiñendo de sangre. Y el reflejo de ese silbido pavloviano, que se atraganta y abochorna inmediatamente después, es la mejor de las razones para ir a ver en vivo eso que hoy es un espectáculo, pero supo ser tan verdad en la pantalla –y en los auriculares– que, en vez de atraparnos, nos hizo sentir libres.

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