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Domingo, 10 de junio de 2012

Fin de viaje

 Por Rodrigo Fresán

En un episodio de la serie de Mad Men, año 1961, un empleado de agencia de publicidad de Manhattan intenta esquivar la obligación de un viaje a la Costa Oeste, enarcando una ceja con desprecio neoyorquino y preguntando: “Después de todo, ¿qué hay que valga la pena en L.A.?”.

Su jefe, el ultra-cool y mega-hip Don Draper, le responde con otra pregunta que funciona como la afirmación definitiva y cierre incuestionable de la cuestión.

“¿Ray Bradbury?”, dice Don Draper.

Christopher Buckley recordó este pequeño gran momento televisivo (y se sabe que para Bradbury –recordar la esposa catódico-adicta del bombero inflamable de Fahrenheit 451– la TV era un aparato más bien despreciable y se llevó mal con Rod Serling y su The Twilight Zone; tampoco le causaban la menor gracia Internet y el Kindle porque “no es más que una página de libro reproducida en un televisor pequeño”) para su prólogo de The Stories of Ray Bradbury en la Everyman’s Library.

Y, sí, Bradbury era grande entonces, había sido grande antes, y sigue siendo grande ahora mismo porque –como corresponde, pero como no es común– su inmensa obra ya tiene la trascendencia asegurada más allá de su larga vida. Todos y cada uno de los capítulos de la biografía de Sam Weller The Bradbury Chronicles: The Life of Ray Bradbury llevan como epígrafe y testimonio y agradecimiento de lectores suyos como Steven Spielberg, Edwin “Buzz” Aldrin, Stan Lee, Ray Harryhausen, Michael Chabon, Frank “the Pixies” Black, Arthur C. Clarke, Ace “Kiss” Frehley, Steve “Apple” Wozniak, Stephen King, Bernie “Rocket Man” Taupin, Hugh Hefner, Joe Mantegna, Studs Terkel, R. L. Stine, Leonard Maltin, Frank Darabont... La impresión de las palabras de todos ellos es la de estar refiriéndose a un escritor admirado, pero también a un ser querido, al más querido de los seres.

En sus cuentos y novelas, como en las novelas de Ballard y de Dick, la ciencia era un detalle (“¿Para qué clonar a una persona cuando te puedes acostar con alguien y hacer un bebé?”, dijo sonriendo alguna vez) y el futuro era apenas una circunstancia (Crónicas marcianas, publicado en 1950, cierra en 2026: poca cosa, corta distancia porque “no es ciencia ficción, es fantasía, no puede ocurrir; yo no hago ciencia ficción”) y un lugar a enseñar. Pero, sostenía Bradbury, para aprender había que mirar al pasado, al “pasado que no debe olvidarse nunca porque el pasado es algo inolvidable”.

Y, de acuerdo, su muerte habiendo cruzado la frontera del espacio-tiempo nonagenario –como la de J. D. Salinger– era algo que se veía venir y que llegaría cualquier día de estos. Lo que no quita que sorprenda igual y entristezca lo mismo.

Porque Bradbury –“mi trabajo es enseñarles a que se enamoren”, dijo alguna vez– no fue uno de los que mejor contó sino, también, uno de los que más enseñó a contar, porque más ganas te daban de escribir después, enseguida, de leer algo suyo. Mi generación empezó a leer con Bradbury y, puedo jurarlo, no fue la primera ni va a ser la última en iniciarse a la sombra de cohetes, extendiendo los manteles de un picnic de un millón de años, a la espera de lluvias suaves.

Sobreviven a Bradbury –es justicia y es poesía– el verano como la estación de la memoria, las calles sombrías del País de Octubre, los canales de Marte donde espera el recuerdo demasiado vívido de los que ya no están en nuestro planeta, la visita a los tronantes dinosaurios del ayer y la excursión fatal a las momias eternas de Guanajuato, las ferias de atracciones como puertas de entrada y de salida, el pequeño asesino y el niño del mañana, el hombre ilustrado y los libros a memorizar ardiendo en la noche más oscura de los tiempos.

Mientras escribo estas líneas, un alienígena de Urkh-24 con pocas ganas de volar a la velocidad de los años luz le comenta a su superior: “¿La Tierra? ¿Para qué ir tan lejos?”. El punto final de la convincente respuesta de su comandante, hasta hace unos días, habría sido, sí, “¿Ray Bradbury?”.

Pero, desde el martes pasado, no. Ya no.

Otro motivo más –acaso la razón terminal e irrevocable– para no venir a salvarnos, para ni siquiera invadirnos o exterminarnos.

Ahora estamos aún más solos.

Más solos que nunca.

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