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Domingo, 10 de junio de 2012

La invasión de las langostas plateadas

 Por NEIL GAIMAN

La semana pasada, en una cena, un amigo me contó que había conocido a Ray Bradbury cuando tenía 11 o 12 años. Cuando Bradbury supo que quería ser escritor, lo invitó a su oficina y se pasó medio día diciéndole lo que es importante: que si quería ser escritor, debía escribir. Todos los días. Tuviera ganas o no. Que uno no puede escribir un libro y parar. Que es trabajo, pero el mejor tipo de trabajo. Mi amigo creció y se convirtió en escritor, de los que escriben y viven de lo que escriben.

Ray Bradbury era el tipo de persona que le daba la mitad de su día a un chico que quería ser escritor cuando fuera grande.

Me encontré con los cuentos de Bradbury cuando era niño. El primero que leí fue “Reunión de familia”, sobre un chico humano en un mundo de monstruos estilo familia Addams, que sólo quería ser aceptado. Fue la primera vez que alguien había escrito un cuento que me hablaba a mí, personalmente. Había una copia de Las langostas plateadas (el título británico de Crónicas marcianas) en mi casa. Lo leí, lo amé, me compré todos los libros de Bradbury que pude en un puesto que solía haber en mi colegio. Supe de Poe por Bradbury. Había poesía en sus cuentos y no importaba que, como era chico, me estuviera perdiendo tantas referencias: lo que obtenía de los cuentos era suficiente.

Muchos de los escritores que leí cuando era chico me decepcionaron cuando crecí. Nunca me pasó con Bradbury. Sus historias de terror siguen siendo espeluznantes, sus fantasías oscuras siguen siendo oscuramente fantásticas, su ciencia ficción –aunque nunca le importó la ciencia, solamente la gente, y es por eso que los cuentos funcionaban tan bien– siguen siendo una exploración del asombro, como lo eran cuando yo era chico.

Fue el primero de los escritores de ciencia ficción que escapó de las revistas pulp y fue publicado en las “prestigiosas”. Escribió guiones para películas de Hollywood. Se hicieron buenas películas de sus novelas y de sus cuentos. Death is a Lonely Business, su novela de detectives, es una historia tan Bradbury como La feria de las tinieblas o Fahrenheit 451 o cualquiera de sus colecciones de cuentos de terror o de ciencia ficción o de realismo mágico o de realismo a secas. Bradbury era un género en sí mismo. Mucho antes de que yo fuera escritor, Bradbury era el escritor que otros escritores querían ser. Y ninguno lo logró, nunca.

Hablaba de alegría y de amor. Hablaba sobre seguir siendo un niño por dentro (decía que tenía memoria fotográfica y que recordaba cosas que había visto cuando era un bebé, y quizá decía la verdad). Era amoroso y gentil, tenía esa amabilidad del Medioeste que es algo positivo y no la ausencia de personalidad. Era entusiasta y parecía que ese entusiasmo lo iba a mantener vivo por siempre. Le gustaba la gente, le gustaba de verdad. Hizo de este mundo un lugar mejor, dejó mejores lugares en este mundo: las arenas rojas y los canales de Marte, las Noches de Brujas del Medioeste y los pueblos chicos y las ferias tenebrosas.

“Si uno mira su vida, se da cuenta de que el amor es la respuesta a todo”, dijo una vez en una entrevista.

Le dio a la gente muchas razones para amarlo. Y nosotros lo amamos.

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