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Domingo, 10 de junio de 2012

Toda la vida en un cuento

 Por JUNOT DIAZ

Ayer estaba hablando sobre él. Estaba con una persona de la Asociación Americana de Editores y hablábamos de cuánto amábamos su trabajo. Ella mencionó que había visitado su casa y yo sólo podía murmurar, reverencialmente, “es dueño de la más grandiosa de las mentes”. No hubo coincidencia ni presentimiento en esta pequeña conversación. La verdad es que para mí, y para una generación de lectores, Bradbury nunca está lejos, siempre pensamos en él. Simplemente era demasiado importante, demasiado indeleble, su imaginación demasiado sobrenatural, su impacto en la cultura demasiado sostenido y profundo. Aun cuando se consideraba un escritor de género fantástico, él (y unos otros pocos autores clave) sacó a la ciencia ficción de su adolescencia y ayudó a presentarla a un público mayor. También fue la franquicia transmedia original, porque su ficción era leída, actuada sobre el escenario y vista en pantallas. Un escritor de anticipación y lírico al mismo tiempo, con un permanente odio por la intolerancia, Bradbury influenció a generaciones de lectores y a muchos de nuestros más famosos soñadores, desde Stephen King hasta Steven Spielberg.

Cuando era joven, Bradbury era mi hombre. Lo seguí a Marte, a la pradera, al futuro, al pasado, al corazón de los Estados Unidos, estuve con él en el Pequod y en los cohetes. Fue mi primera obsesión literaria y estableció los parámetros sobre de qué hablo cuando hablo de amar a un autor. Leí todo lo que llevaba su firma en la biblioteca, que no era ni un cuarto de lo que produjo. Nunca lo vi en persona, pero cuando era chico tenía sueños en los que aparecía, y conversábamos. Por supuesto, como nerd fiel que soy, vi La feria de las tinieblas el viernes de su estreno; grabé Fahrenheit 451 de François Truffaut con la videocasetera; vi El hombre ilustrado y Crónicas marcianas en televisión y era un televidente leal de The Ray Bradbury Theater. Pero nada de esto podía compararse, ni le llegaba cerca, a la magnífica luz que emanaba de su prosa.

Y después estaba ese cuento, “Todo el verano en un día”, de Remedio para melancólicos, un favorito perenne de la primaria. Recuerdo haber leído ése cuando era muy chico, cuando todavía estaba luchando con el inglés y sólo estaba empezando a entender que amaba los cuentos más que a cualquier otra cosa, que los libros eran lo que yo realmente deseaba. Leí ese cuento corto y cuando llegué a los despiadados renglones finales quedé destruido. En la parte de atrás de la biblioteca de Madison Park leí ese cuento y lloré desesperadamente. Nunca una obra de arte me había conmovido así. Nunca había sabido lo que estaba experimentando como inmigrante, nunca había tenido un lenguaje para esa experiencia hasta que leí ese cuento. En unas pocas páginas, Bradbury me devolvió quien yo era. Fue mi primer encuentro con el poder de la ficción, con lo que la literatura puede lograr, cómo puede consolar, enseñar, inspirar y, más importante, transformar. Bradbury me puso en mi camino. Fue y siempre será uno de los grandes regalos de la vida.

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