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Domingo, 23 de septiembre de 2012

> PARA VERLO ANTES DE QUE VENGA: STOREFRONT HITCHCOCK, DE JONATHAN DEMME

En la vidriera

 Por Rodrigo Fresán

En Storefront Hitchcock, Robyn aparece, con la indolencia de un maniquí animado, instalado en la vidriera de un negocio de la calle 14 de Nueva York, acompañado por una guitarra, hablando, cantando, guardando silencio, volviendo a hablar. Diciendo cosas como: “Esta es una de las canciones más alegres que he escrito. Se llama ‘The Yip Song’ y trata sobre la muerte de mi padre. Era pintor y novelista. Murió de cáncer”. Y entonces el músico inglés arranca con ganas y una sonrisa. Y, de acuerdo, es una melodía saltarina y feliz por más que los versos digan y canten cosas como “La septicemia siempre vence / Límpianos ahora con tu mueca sanadora / En coma por arriba, en coma por abajo / La sangre es preciosa, ¿sí o no? / Yo creo en la cirugía, eso es un hecho / Creo en hacerla fácil / Creo en la cirugía, pero nunca actúo / Creo en hacerla fácil / Este viejo, ya se fue; ya se fue y lo siento tanto”. Adentro, en el pequeño set que ha armado Jonathan Demme, el público –escondido– sigue el ritmo entusiasmado; afuera alguien pone su cara contra el vidrio para ver qué es lo que está pasando ahí adentro. Y están pasando muchas cosas. Conozcan a Robyn Hitchcock.

El tema favorito de Robyn Hitchcock –tema de sus canciones, tema de conversación, tema de lo que sea– es LA MUERTE. Con mayúsculas. A no confundirse: no el miedo a la muerte o a morir. LA MUERTE. Y punto. Final. Y principio. Desde el principio –desde principios de los ’70– fue así, desde sus años liderando la banda psicodélica y underground inglesa. The Soft Boys. Pero, atención, la música de Hitchcock no es depresiva ni deprimente. Todo lo contrario. Suenan, sí, formidables estas canciones sobre estar muerto. Música que –por atemporal– difícil que se ponga de moda. Allí adentro conviven el primer Pink Floyd de Syd Barrett, los últimos Beatles de John Lennon, el Bob Dylan con perpetua visión de futuro y la nostalgia progresista de Ray “The Kinks” Davies. Surrealismo realista. Y, antes que nada y después de todo, la idea sustantiva de que todos nos vamos a morir. Temprano o tarde.

Lo que no implica que Robyn Hitchcock no sea un tipo feliz y que sus canciones –ya se lo dijo, no importa que traten del cáncer de su padre–- no sean felices. Claro que la felicidad de Hitchcock no es ja ja ja ja sino –diferencia fundamental– je je je je. La felicidad de Hitchcock pasó por sitios diferentes y pocos frecuentados en el rock de siempre y de aquí y ahora. Aun así, señas particulares reconocibles: una voz nasal en el centro exacto entre Lennon y Dylan, melodías cristalinas que pueden remitir a The Byrds pero, también, a cierto desaforado burlesque inglés del Soho. El tipo de música que le gustaba a Jack el Destripador pero también a Sherlock Holmes, seguro. Hitchcock se sabe antiguo, pero no anticuado. Mejor proustiano, como Ray Davies. Y la coherencia y solidez de una línea de conducta le alcanza y le sobra para llevar un buen pasar y la vida sin tensiones de un saludable fenómeno de culto admirado por una estable legión de fans, buena parte de la crítica y hasta bandas como R.E.M. Pero lo viejo de Hitchcock y lo nuevo de Hitchcock no ofrece muchos cambios. Hitchcock siempre es bueno.

Todo ese Hitchcock –el de los cangrejos, los tomates, los dioses egipcios, los sapos, las enfermedades, las avispas, los amores malditos y la bendición del sexo– está en la película de Jonathan Demme. El director –fan de siempre– y el músico se conocieron en un show y se hicieron amigos. La puesta de Storefront Hitchcock es engañosamente sencilla pero casi brutalmente reveladora: un músico con guitarra eléctrica o acústica en la vidriera de un negocio cantando a solas –a veces acompañado por otra guitarra o un violín–, frente a cuatro cámaras y un público invisible. A veces de día, otras de noche. Los contrapuntos visuales a las canciones son contados, pero decisivos: una lamparita, las fechas de nacimiento y muerte del padre de Hitchcock. Hay clásicos como su “Glass Hotel” o el “The Wind Cries Mary” de Hendrix, pero también novedades compuestas a medida: “1974” –el año en que Hitchcock empezó a tocar profesionalmente en los pubs de Cambridge– es una obra maestra instantánea donde se habla de la época “donde todo se detuvo, el año en que la revolución alcanzó la inercia”, o el aguerrido “Let’s Go Thundering” o antiguos susurros como “I’m Only You” donde una sentida canción de amor divino es presentada con un monólogo anticlerical donde insiste en ser “una persona eminentemente espiritual. Creo firmemente en Dios. Pero la manipulación ejercida por la religión organizada siempre me pareció algo peligrosamente cercano a la pornografía”. Allí, más adelante, canta y dice: “Soy un espejo rajado de lado a lado” y, a la altura del estribillo: “A veces cuando estoy solo, nena, soy nada más que tú”. De eso se trata y de eso trata el mundo según Robyn Hitchcock. La posibilidad de no dejar de ser uno mismo para, primero, intentar convertirse en aquello que más se ama. Una vez conseguido esto, el cielo o el infierno son el límite. Muchos –el psicodélico Syd Barrett devenido carne de electroshock– se pierden por el camino o, en el mejor de los casos, terminan haciendo el ridículo. Lo raro, lo que lo vuelve imprescindible, es que este músico nombre de bandido justiciero y apellido de siniestro director de cine se mueve con gracia, no pierde el equilibrio, canta sus sueños, sin que eso lo prive de cerrar el negocio –puede oírse en el compact antes del final– con una conversación donde Hitchcock se pregunta de dónde habrá salido ese pelo en su comida kosher. Lo que, seguramente, no demorará en inspirar alguna canción sobre los pelos, las playas, los muertos, el todo y la nada.

Esas cosas.


Estas líneas son parte de un perfil más largo que Fresán escribió en este suplemento en 1999, para la salida de la película de Demme.

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