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Domingo, 3 de agosto de 2003

El Peligro León

por Alan Pauls

El teatro de Federico León es un teatro duro. Duro en el sentido en que se dice, por ejemplo, que la ciencia y la pornografía son duras. Lo que le interesa no es el riesgo –que es la versión decente y sensible del vértigo– sino el peligro, así, a secas. Experiencia hardcore, el peligro es, en su poética, el grano mismo del teatro: lo único capaz de arrancar al teatro del sistema de coartadas que lo protege, lo anestesia o incluso lo renueva. Empezando por el principal: el confort de la condición “artística”. De Cachetazo de campo (1997), la obra que lo reveló como autor y director, a El adolescente (2003), la primera que llega a un teatro oficial, su trabajo de escritura y de puesta en escena no ha hecho otra cosa que cepillar, rebajar, limar, opacar –a veces, como en Museo Miguel Angel Boezzio (1998), su contribución al ciclo Museos de Vivi Tellas, al precio incluso de sacar de quicio a la institución teatral misma– todos los brillos, la seducción y los glamours extorsivos de la representación. Lejos de cualquier espectacularidad, el peligro según León no les debe nada a la agresividad, ni a las estéticas del shock, ni siquiera a los vórtices de violencia corporal a los que el teatro suele abandonarse cuando quiere mostrarse vital, y le debe todo, en cambio, a una fuerza que este mundo estúpidamente satinado nos condena a valorar sólo en la cocina japonesa: la fuerza de lo crudo.
Crudeza es aquí desnudez, en efecto, pero es la desnudez del soporte, de la imagen, del lenguaje teatral –el grano grande del fotograma porno–, tanto o más que la desnudez de lo representado. Y esa vocación por lo crudo –por “descocer”, desprocesar, crudificar siempre más el teatro– explica la exigencia original de su obra y también, a la vez, algunos malentendidos ejemplares. El más resonante: la breve, fallida estadía de León –el año pasado– junto a Bob Wilson en Nueva York, fruto de una de esas becas (Fundación Rolex de Suiza) por las que cualquiera daría mucho más que una libra de su carne. León fue, vio y adelantó el ticket de regreso. “Dirige a los actores por un monitor de video”, dijo después, a modo de resumen. (León, que no ha llegado aún a los 30, es famosamente parco.) Otro, menos conocido: la acusación de fascista que se ganó con la obra Museo Boezzio, en la que un ex combatiente de Malvinas exponía en público su vida y colgaba de las paredes del Rojas los documentos que la probaban, desde la partida de nacimiento hasta el certificado de asistencia a un curso de artes marciales.
Autor de algunos cristales imborrables del teatro argentino de los últimos años (el llanto con mocos de Cachetazo de campo, la bañadera rebalsada de Mil quinientos metros sobre el nivel de Jack (1999), cuyos excesos de agua hacían chisporrotear los enchufes del escenario y lamían los pies de la primera fila, y, ahora, la guerra de zapatos y el chico con casco de El adolescente), León, que también incursionó en el cine (su notable largometraje Todo juntos, de 2002, fue producido por Martín Rejtman e incluye la escena de sexo más perturbadora del nuevo cine argentino), tiene un problema nada menor: como artista de la crudeza es extremadamente sofisticado. Tiene la velocidad y la falta de escrúpulos de un autodidacta salvaje, pero también una extraña, empecinada soberanía artística, el tipo de autoridad conceptual que sólo parece posible adquirir fatigando la tradición y los protocolos de una disciplina. Y el menos menor de sus problemas –sobre todo para los que desenfundan el adjetivo “fascista” apenas se sienten amenazados por lo desconocido– es que León es una verdadera bestia teatral; es decir: alguien que sólo puede pensarse como verdugo del teatro si se piensa también como su mártir.

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