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Lunes, 11 de julio de 2016

CULTURA / ESPECTáCULOS › EL INGLéS STEPHEN FREARS MUESTRA TODA SU SABIDURíA FíLMICA EN ESTA GRAN PELíCULA

Un paradójico amor por la música

La peor cantante posible, la más apasionada. Un retrato sobre el amor a la música, entre risas y admiración. El contraste como manera de pensar el mundo, en donde la pasión le gana al talento. La recreación de la Nueva York de los '40 es otro de los aciertos.

 Por Leandro Arteaga

Florence
(Florence Foster Jenkins - Reino Unido, 2016)
Dirección: Stephen Frears.
Guión: Nicholas Martin.
Fotografía: Danny Cohen.
Montaje: Valerio Bonelli.
Música: Alexandre Desplat.
Reparto: Meryl Streep, Hugh Grant, Simon Helberg, Rebecca Ferguson, Nina Arianda, John Kavanagh, David Haig, Christian McKay.
Distribuidora: Energía Entusiasta.
Duración: 110 minutos.
Salas: Monumental, Del Centro, Hoyts, Showcase.
8 (ocho) puntos.

La sabiduría fílmica del inglés Stephen Frears tiene en Florence otro de sus grandes ejemplos. Por un lado, la recreación de la Nueva York de los '40, al establecer un diálogo con la ópera prima del cineasta: Sabueso verde (Gumshoe, 1971), donde Albert Finney se volvía detective, a la manera de las historias que transcurrían durante esos años de películas y novelas policiales. Por otra parte, el apego al mundo del espectáculo y sus personajes entrañables, obsesionados, como lo exponía Mrs. Henderson presenta, a través de la dama Laura Henderson (Judi Dench), empecinada en ofertar mujeres desnudas en su teatrito londinense, durante la Segunda Guerra. Y también, desde ya, por medio de la declaración de amor a la música, aspecto que hace inevitable la mención de Alta fidelidad, donde amores y desaires tenían una banda de sonido diegética, al ser sustancial en la vida de sus personajes, con el melómano Rob Gordon (John Cusack) a la cabeza.

Estos rasgos reaparecen y se enriquecen desde la historia de vida de esta señora norteamericana e inaudita, de nombre Florence Foster Jenkins (1868-1944), recreada con una sabiduría mayúscula por Meryl Streep. El talento de Florence para el canto era nulo, y sin embargo ha trascendido como la peor soprano posible. Hay rasgos de su historia personal a los que el film alude apenas, porque lo que le interesa es su año último, justo el anterior al desenlace del conflicto bélico, con Florence confiada en el logro de su objetivo máximo: colmar el Carnegie Hall, en un recital con entradas a beneficio de los soldados, esos jóvenes que arriesgan sus vidas y le recuerdan ese otro cometido sin logro: ser madre.

Le acompaña un esposo devoto (Hugh Grant), más joven, que alterna su vida entre la fastuosidad aristócrata y el barrio marginal, en una casita donde baila jazz con su amante. El contrapunto entre ellos es perfecto, porque da cuerpo formal al film, al articular dos costados sociales (centro y periferia) y dos registros musicales (lírica y jazz), que la dirección fotográfica compone desde valores altos, en un caso, y bajos, en el otro. Un anverso y reverso inmanente al momento de época, donde la música aparece como un espacio en conflicto, algo estancada en ciertos ámbitos, muy vital en otros, entre reacciones sociales heterogéneas y conservadoras: la reunión en el Carnegie Hall será, por eso, sintomática, traumática, acorde con una sociedad en crisis, presta a un momento de cambio. Por su parte, la dirección de arte, preciosista, recrea con esmero la gran avenida, pero también la pared de la callecita, con los afiches donde se lee "Louis Armstrong".

Es por esto que la interpretación desgajada de Hugh Grant es notable, atildado como suele ser, bien british (tal la procedencia real del esposo de Florence), sin embargo presto a danzar de un modo insospechado en los barrios bajos. Luego de despedir en sueños a su esposa, a quien trata como una niña, St Clair huye a la noche del barrio, a esa otra vida en donde hacer lo que acá no puede. Esta niña grande que es Florence, rodeada de flores, que adora los sándwiches y la ensalada de papas, con temor a los objetos con filo, hace convivir consigo un amor devoto por la música, pero a través de la peor voz. Hay momentos donde la risa es parte inmanente de las secuencias, algunas desternillantes, pero con la habilidad de torcer enmomentos determinados hacia la admiración por quien ha elegido hacer lo que debe porque en eso, sencillamente, le va la vida.

Es ese instante el que el film de Frears persigue: un "paradójico" canto de amor a la música. Alrededor de Florence desfilarán muchos nombres importantes, con relieve artístico ganado, en busca del dólar que les permita hacer lo que saben, mientras adosan capas de una pinturaa veces hipócrita o acordes con un sistema que cosifica lo que toca como mercancía. Florence sueña y, porque lo hace, canta. Es la respuesta musical a esa otra figura similar que significa el Ed Wood de Tim Burton, considerado el peor director de la historia del cine. El talento falta. A quién le importa. Les sobra pasión, es eso lo que filman Burton y Frears.

Pero lo cierto también es que a muchos les importa el "talento". Entre ellos, aparece la figura del periodista experto, y de dos maneras: como receptor de dádivas a las que corresponder (St Clair trama una telaraña con la que sostiene una burbuja de cristal); como profesional insobornable. El caso último no deja de ser irónico, vista la resolución argumental, a través de la cual la figura del experto culmina por ser la de un garante del arte, el legitimador, aquel que sentencia: misma alusión a la que arribara Orson Welles en F forFake (1973). Justamente, es en El ciudadano donde Charles Foster Kane sometía a su esposa, Susan Alexander, como la cantante que ella no quería ni podía. También, de paso, lo hacía con la prensa y sus aplausos. Sólo había uno que se resistía, en el rol de Joseph Cotten.

En este sentido, Florence da cuenta de una mirada crítica sobre un círculo vicioso que lejos está de extinguirse -para nada exclusivo de la música o el teatro, quien lo dice es una película, el dardo tiene centro en el cine, tal como lo han hecho La malvada de Mankiewicz, o Birdman de Iñárritu-. En este retrato, por otra parte, se cuela una sorna particular sobre el disfrute meramente ocioso de una clase social improductiva, que asiste a sus galas sin goce pero con vestidos y collares. Ahora bien, a no confundir, Florence Foster Jenkins sabe dónde está parada y hace lo que hace por amora Saint-Saëns, un amor muy distinto al que manifiestan otros, acompañados por títulos nobiliarios olvidados y riquezas heredadas.

El eslabón bisagra lo compondrá el pianista McMoon (SimonHelberg): esmirriado, desconcertado, con la plata justa y la vida austera, capaz de aparecer allí cuando haga falta el matiz distintivo. Para que, finalmente, prevalezca el encuentro final entre esos dos rostros que se aman de una manera como sólo la música puede semejar.

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Meryl Streep expone con maestría que el talento de Florence para el canto era nulo.
 
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