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Domingo, 29 de julio de 2007

CULTURA / ESPECTáCULOS › PLáSTICA. UN ARTISTA ARGENTINO ESPECIALIZADO EN EL VERTIGO CALLEJERO

Muchedumbres fantásticas de Seguí

Una serie representativa de este pintor puede apreciarse
en la planta alta del Museo Municipal Juan B. Castagnino.

 Por Beatriz Vignoli

Seguí: En Rosario, es el casi chistoso nombre de un bulevar (que los rosarinos se empecinan en apodar Ségui) y en el mundo es el apellido de un artista argentino especializado en el vértigo de las calles. Este cordobés nacido en 1934, hijo de comerciantes que esperaba ansioso cada nuevo almanaque de Molina Campos, fue el primer artista plástico argentino en ser invitado a exponer en forma exclusiva en el Museo Pompidou, de París, ciudad donde reside desde 1963. Su pulso para captar la velocidad, el azar, la electricidad, los cambiantes climas y ese algo indefinible de las muchedumbres urbanas se ha expresado no sólo en sus pinturas, grabados y dibujos sino en sus murales y esculturas de hombrecitos apurados en espacios públicos. Sus esculturas y murales han sido emplazados significativamente en estaciones y aeropuertos de Argentina y del mundo. Su prestigiosa carrera internacional está jalonada de distinciones como el Gran Premio del Fondo Nacional de las Artes, la Medalla de Oro Norske, otorgada por Noruega y el Premio Jerónimo Luis de Cabrera de Córdoba. Antonio Seguí es Miembro Correspondiente de la Academia de Ciencias y Artes de Francia. En las últimas dos décadas obtuvo 4 premios Konex, tres en gráfica y uno en pintura. Expone desde 1957 y es uno de los artistas argentinos más prolíficos. Expuso este año en el Centro Cultural Borges y el Centro Cultural Recoleta. La muestra que hasta hoy puede verse en la planta alta del Museo Municipal de Bellas Artes Juan B. Castagnino (Oroño y Pellegrini) abarca una serie representativa de sus obras en distintas técnicas que vale la pena recorrer.

Predominan sus grabados al carborundum, viñetas que con gran poder de síntesis delinean situaciones entre humorísticas y absurdas. Sorprenden unos hombrecitos alados, en pequeño formato, en dos series: una de dibujos al pastel de angelitos trajeados; otra, con toda clase de pájaros y pajarones en aguafuerte y aguatinta coloreada. Esta técnica gráfica reitera una particular combinación de línea y color que puede apreciarse en un par de dibujos que también integran la muestra, combinación que se halla sin duda en la base de sus grandes pinturas multitudinarias. Al observarlas con atención, resulta indudable que Seguí primero dibuja, después colorea. O, mejor dicho: ilumina. Y su línea va cambiando. En los años 90 es más espesa y sensible, como la de otro discípulo más joven de Molina Campos, Sergio Langer; en la presente década se afina y se vuelve veloz. También devienen más abstractas sus muchedumbres. El discurso crítico que emparienta a Seguí con el expresionismo lo sitúa siempre en la tradición figurativa alemana de George Grosz o Ernest Ludwig Kirchner, a quienes los acerca además el anacrónico espíritu de época de sus personajes, que evocan la primera mitad del siglo veinte. Pero sus pinturas más recientes, como la bella serie de "jardines" pintados en un colorido traslúcido y vibrante sobre papel de diario, aceleran la repetición de figuritas. Éstas son cada vez menos irónicas y más hieráticas, hasta hacerse casi pictogramas, cuerpos humanos tan leves que sobre su fondo blanco neblinoso resultan poco más que letras. A la fantasía medieval de los lectores de manuscritos iluminados que imaginaban al mundo natural como un texto divino, la obra reciente de Seguí le opone una urbe secular que bulle como una colmena y que entronca con otra tradición expresionista: la de los campos homogéneos de manchas casi legibles de la pintura sígnica y el informalismo. Y por qué no de un vago neogótico moderno: hay tal vez un algo de Georges Rouault en la firmeza de sus trazos negros que construyen la figura como nervaduras de un vitral. En ese arco que es la vasta trayectoria de medio siglo de Antonio Seguí, la ciudad deviene texto.

Llaman la atención dos series, diametralmente opuestas: los pequeños óleos titulados Paris Match, nombre del diario cuyas páginas el artista usó literalmente como base de cada cuadro, y las técnicas mixtas sobre papel con assemblages en madera que honran a figuras argentinas del fútbol: Norberto Méndez, Severino Varela, J. M. Moreno, J. M. Muiñoz. En Paris Match, que representa rincones de París, tanto lo clásico de la composición como la paleta de tierras y sepias remiten al realismo del siglo XIX, por supuesto que sin renegar Seguí del poder de síntesis de su personal trazo nervioso. Mientras que por su parte la serie dedicada al fútbol incorpora no sin suave ironía los elementos abstractos de una dinámica composición constructivista o cubofuturista épica, destinada al culto del héroe moderno. Los tonos son pastel, acuarelados, ricos en memoria de la infancia. Los hombrecitos de Seguí son íconos tiernos, demasiado humanos, habitantes de novela urbana cuyo modo de estar en el mundo incluye el discurrir de un fantaseo mudo. Porque Seguí no sólo nos muestra cómo caminan, sino lo que sueñan despiertos en su solitario trajinar.

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Seguí, pintando en su taller.
 
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