rosario

Domingo, 4 de noviembre de 2007

CONTRATAPA

Así como en Bahia

 Por Luis Novaresio

"Quien nunca vio la procesión del lavado de Bonfim, no conoce los secretos de la poesía". Jorge Amado

Uno: Dice la historia que el navegante temió que la tormenta acabara con su buque. Eso dice la historia. En la Iglesia, nadie me lo puede documentar. Pero, a quién le importa, dijiste mirándome. Era un dato. Nada más. Parece, en esta tierra todo parece, que empezaron a construirla antes de 1756. El conquistador venía a buscar riquezas en forma de piedras preciosas o de negros salvajes y buenos sirvientes que vendería a mejor precio. No era época de tráfico de personas, me decís. La señora vestida de blanco que ofrece en el atrio quindins y papos﷓de﷓anjo a un par de pesos me lo dice. Y a ella le creo. Sea, entonces. La tormenta puso negro el cielo y el mar azul y el capitán del barco supo que ese era el fin. La tripulación le obedeció, cuentan, pero apenas si podían rezar y tensar las velas. Las dos cosas con la misma intensidad. Cuando la ola gigante vino hacia la costa, todos supieron que no había nada más que hacer. Dame otra posibilidad para que estos hombres tengan un buen fin, cuentan que gritó el navegante. Y la ola se amansó. Y el mar volvió a ser azul. Y el cielo, siempre negro. Buen fin. Haré una Iglesia para el agradecer al Señor. Señor do Bon Fim.

Dos: Jorge Amado recomienda que en la mañana del tercer martes de enero uno se encamine hacia la colina de la Iglesia do Bonfim. El maestro dice que es el santo más popular de la ciudad y que está por encima de todas las divergencias políticas y religiosas. Sincretismo religioso, me decís citando a Astolfi. ¿Te acordás? Lo que debe saberse, me apunta la bahiana vestida de blanco como sólo en Salvador puede ser, es que el santo no es exclusivo de ninguna religión. La fiesta dura ocho días y allí hay santos católicos, orixás del candomblé, judíos narigones y hasta ateos sin vergüenza de celebrar. Bon Fim es Oxolufá. O sea, Oxalá viejo. Otra vez Jorge Amado, menos mal. "Oxalá es el mayor de los orixá de la vida". ¿Los santos de la tradición pagana? Ponele. Los padres de todo. Eso son los Orixás, me apunta la bahiaza que me pide silencio. "De viejo el santo es Oxulufá y de joven Oxaguian. A veces es muy hermoso. Es nuestro Señor de la Buena Muerte. Come cabra y el buey de Oxalá. No come aceite ni sal. Vinicius de Moraes es hijo de él". Ni lo pienses, te digo. No te voy a regalar este maravilloso libro de Amado. Bahía de todos los santos casi no se consigue. Ni lo pienses.

La procesión del lavado de la Iglesia sale desde otro templo en el centro de la ciudad. La gente sube por el elevador hacia la ciudad alta con cánticos cristianos y sones de la tradición africana. De blanco. La gente suele vestir de blanco. Los que pueden. Porque a quién le importa la vestimenta. Hay hombres en cuero, mujeres lavanderas descalzas, matrimonios con muchos hijos pedidos al Santo que apenas si tienen esta ropa para hoy y para todo. ¿A quién le importa la ropa? Hay guitarras, voces afinadas, niños con flores. Llegan los asnos tirando carros que llevan el agua. El jueves ese, en Bahía, no hay pecado. Se limpia la iglesia. Es el pueblo. Todo.

Tres: La Iglesia domina la colina. Dicen las guías de turismo que es la mejor expresión de la arquitectura colonial brasileña y que mezcla estilos clásicos, rococó y otros. No me doy cuenta, me decís. Sólo sé que es linda. El sol la baña de otro color, cuando llegamos. Yo me la hacía más blanca. En su interior hay cruces de ébano, pinturas con todas las estaciones del martirio, una cúpula serena. Pero yo no lo veo, me decís. Yo huelo. Y es cierto. La Iglesia del Señor del Buen fin en Salvador de Bahía, huele. El aroma le ganó a todos los otros sentidos. Y entonces, sea. Seguimos esa estela como un designio, que apenas inspirada acaricia pero luego de un rato impone dolor. No por lo feo, no por lo desagradable. Sino por lo inevitable. Hay altar mayor, hay sacristía pero no es de allí la columna de esta Iglesia. Es por allá, miramos a la vez sin decir nada. El museo de los milagros es un espacio lateral de la Iglesia que hace parir su esencia. Aquel aroma viene de aquí. Son algunas salas que en otros templos se usarían para guardar trastos, para vestir de ceremonia a los sacerdotes, quizá alguna pequeña biblioteca. Nada especial. Madera, poca luz que ingresa por ventanales altos. Aquí, en cambio, late la vida. Y la muerte. Réplicas de cera de piernas, brazos, torsos, dedos, cráneos y de lo que te imagines. Si hasta esto parece un feto, te oigo murmurar. Réplicas de cera de partes de cuerpos hechos a medida y ex profeso cuelgan desde el techo, en las paredes, en las columnas, desde donde puede. Cientos. Miles. ¿Serán millones? Yo lo creo. Millones. Y en esa manita de bebé el pedido de su madre para que salve los dedos de su hija. Un cráneo que espera que el Santo sepa como vaciarlo de una bala. Un par de piernas de Aparecida, así firma, que no caminan y que Bonfim, Dios y él lo quieran, pueden poner a marchar. El santo cura todo: la tisis, el cáncer, el lupus, la parálisis, la ceguera y la tartamudez, la falta de riñones o el exceso de sangre mala. Todo, me dice Selene, la bahiaza negra que ya nos convidó con acarajé y vatapá, para entrar con la panza sana a ver al santo. Me doy vuelta y hay pedidos. Giro, sin centro, y son pedidos, cintas, misivas, inciensos. El incienso único que exorciza lo no querido. Ese el aroma. Y te veo llorar. Larga y tiernamente. Quiero abrazarte pero vos elegiste una columna repleta de manos de cera que parecen cuidarte mejor. Pero si vos no creés en Dios, pienso. Y ahora, me digo, a quién le importa. Selene se arrodilla. Vos llorás y yo recuerdo a Amado: "Toda la terrible historia de la miseria humana, del sufrimiento, de crímenes y maldades, de extraño misticismo, se encuentran allí, colgada del techo, por las paredes, llenando armarios. Ni siquiera en un día entero se puede tener una visión completa de este museo único, doloroso y brutal"

Cuatro: No seas tonto. Pero no puedo. No tiene nada que ver. Pero no puedo. Un gendarme apostado en el Monumento a la Bandera mandó cubrirse el pecho desnudo a un joven que tomaba sol desde el Pasaje Juramento hasta el propileo. Le falta el respeto a la Bandera. Y al monumento. A la patria misma. ¿Cómo? A la patria. ¿Está prohibido? No está escrito. Pero es la costumbre ¿De quién? De la sociedad. ¿Cuál? La de la misma patria. Ahora entiendo.

Didí es un hombre de 75 años. Prometió que si su esposa se curaba llegaría hasta la imagen del Santo de Bahía de rodillas. El jueves del lavado tenía un pantalón corto marrón y una camiseta blanca sin mangas, de las que tu abuelo usaba para no resfriarse. Inmaculada. Blanca. Descalzo. Más desnudo que vestido. Cuando llegó al altar lloró. Y yo supe que Oxolufá, Oxalá, Yaveh o quien fuera lo respetaban. Porque a quién le importa cómo estaba vestido.

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