rosario

Domingo, 9 de noviembre de 2008

CONTRATAPA

Patria o muerte

 Por Adrián Abonizio

Valverde era moreno, petizo, mayor que nosotros. Usaba ropa de moda -pantalón tiro corto y unas remeras Penguin legítimas-. Vivía en un pasillo lateral de calle Alsina junto con su hermana y su madre. Criollos todos, tenían la cerrazón de quien ha venido del campo para instalarse entre el cemento y se les notaba. Valverde nunca tuvo nombre. A nadie saludaba y se lo veía huir a la hora de la siesta, parco, ensimismado, largando el humo negro de unos Particulares verdes. Nunca habló hasta ese día. Estábamos pateando con desgano luego del partido. Se sabe, siempre queda alguno con resto de aire que hace jueguitos o carambolas, mientras el resto de la soldadesca se repone. En ese tercer tiempo se aprende sobre sexo, dichos certeros, magias reveladas, muerte y anhelos. Todos queríamos jugar en primera, salvo Irti, retirado por lesión cardíaca temprana que llevábamos a todos lados para que se aireara. Valverde llegó por detrás y convidó cigarrillos como si estuviese en una fiesta. Nadie aceptó, extrañados del acercamiento, de poder observarle el rostro cetrino de chinazo púdico y limpio. La conversación derivó hacia cielos incomprensibles pero su charla era fluída y al cotejarlo en cuclillas, recibíamos como un halago el hecho que un adulto se acercara a ver qué éramos, quiénes éramos.

Nos dijo que estudiaba medicina y que estaba por terminar la carrera. -¿Y para que fumás?, le disparó Toledo con una lógica certera. Se sonrió por primera vez -No tiene nada que ver con la salud fumar: Los grandes deportistas eran todos fumadores, mintió. El Che fumaba mucho y eso que era asmático. Resonó aquello en la tardecita y pareció acomodarse mejor para empezar el relato. Habló de selvas y de cocodrilos, de barcos, de armas y mujeres en los bailongos ribereños. Nos trazó sobre el triángulo de tierra seca un mapa del derrotero guevarista. Ahora entendíamos que hablaba solo, que nada estaba enseñando, que repasaba algo aprendido de memoria y que lo estaba exponiendo ante sí mismo. Nosotros éramos su excusa. Cuando se levantó, encendió otro y nos apostrofó -Hay que ser como el Che, chicos.

Orcuzzi se largó a reir con el juego de palabras. Vimos a Valverde acercarse, mirarlo fijo, entrecerrar los ojos y pegarle una cachetada que sonó como un latigazo. Luego se fue a su casa. El gordo lloró más de humillación que de dolor. -!Es un loco este hijo de puta!, me admiré yo de poder gritarle casi cuando estaba entrando. Alguien le arrojó una piedra que rodó lejos, como de compromiso. Con los días la anécdota creció al punto de que un padre quiso trompearlo pero nunca dió con él. Le habíamos dicho a nuestra familia que nos había hablado de guerrilla y de muerte. Yo callé. Mi madre sólo me inquirió si por si acaso nos había manoseado. -Si estos son los salvadores como serán los otros, dijo una madre en una esquina, mientras tenía agarrado a uno de los nuestros capturado jugando sin hacer la tarea. El rehén hacía burlas mímicas y documentó en un gesto el acto de matarla. Su madre lo vió y el pobre gordo Orcuzzi, recibió la segunda cachetada en la semana. Nos juramentamos venganza hacia el Valverde.

Le pusimos mierda de perro en el umbral, una cinta adhesiva al timbre, la frase leproso puto con cascote rojo sobre la puerta negra. Nunca más lo vimos. Por esos días primaverales sobrevino un nuevo golpe de estado y ví a mi padre golpear su antebrazo contra la mesa mientras sonaban las fanfarrias. Derramó el vino sobre el estofado y se levantó hacia el dormitorio. Por la noche relacioné las sirenas lejanas con el lío en puerta. No sé porque me acordé de Valverde y tuve además de un presentimiento, la idea, el deseo profundo que lo mataran como a un monstruo rabioso. Aquello aconteció en unos días que tengo enturbiados, con marea de aroma de flores bajo los paraísos, un día de campo en una chacra, mi perra que se escapó en celo, mi hermana sorprendida con un novio, mi papá echado de la fábrica. Volvíamos del mediodía de verano, hartos de correr al borde de la lipotimia, prendidos a cualquier canilla solitaria cuando nos enteramos por una conversación de los mecánicos de 9 de julio. -Lo boletearon nomás en la facultad al pibe de los Valverde. Oímos aquello como un rayo y nos detuvimos. Orcuzzi fue el único que se rió. Inexplicablemente entramos en una sombra de silencio, sentados contra el muro picoteado de la casa abandonada. -Es la maldición del que le pega al gordo, susurró Lopecito pero nadie se hizo eco. El asunto era fundamental: era nuestro primer muerto cercano, salvo el abuelo de Jimy pero ese no valía porque era viejo. -Debe ser la patria o muerte, susurró al fin Toledo como quien dictamina una enfermedad. Y todos asentimos, ignorantemente reconfortados por encontrarle una explicación al suceso.

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