rosario

Lunes, 16 de marzo de 2009

CONTRATAPA

Velorio

 Por Sonia Catela

Atamos cabos, después, y entonces descubrimos que los Mercante estaban huyendo. A Carlos se lo vio en la terminal, nueve de la mañana, destino del ómnibus: Paraná. No llamó la atención. Ruth, haciendo dedo en la ruta, rápidamente alzada por un motociclista rumbo al sur, ya mereció comentarios. Luego, el aluvión. La abuela que se alejaba en su triciclo para mandados y tomaba la ruta a Minetti, seguida por sus mascotas caninas. La dueña de casa, María Luz, acelerando el BMW familiar hacia Santiago. Finalmente, su cuñado trepando a un remise con destino ignoto. Dejaron la casa abierta con ventanas batiendo a los cuatro vientos sus lenguas charlatanas.

Al mediodía se lo descubrió oficialmente a Daniel Mercante en la cama, tieso y sin lienzos. "Estiró la pata". Boca a boca circuló el certificado de defunción. Pero antes, a eso de las diez, y aunque el sodero alegue que al dejar los sifones en el zaguán algo anormal lo animó a meterse puertas adentro, concluimos que sus pies chismosos se encaminaron a obtener la primicia sobre el origen de los movimientos de tanta parentela en huida. Y halló al difunto.

Frente a la cama mortuoria, nos apiñamos los vecinos y testigos populares. "¿No es la viva imagen del Cristo de Dalí?", se da humos la profesora de dibujo persignándose sin repercusiones. "Pobrecito, abandonado en semejante tránsito", remata. Nos mantenemos a prudente distancia observando cada movimiento del doctor Rosales, médico de policía. "Ausencia de signos violentos" dictamina el profesional dándole vueltas al cuerpo como si atara un matambre. "¿No hubo crimen pasional?" inquirimos a coro. "Para nada". "¿Y envenenamiento?". El galeno se expide: "deceso por causas naturales".

Entonces ¿por qué huyeron los Mercante?

De repente el policial nota algo que lo altera. Manotea instrumentos, le abre la boca al cadáver. Un poco de emoción, al fin; se justifica el traqueteo. Pero Rosales decreta: "todo normal" mientras cierra el maletín. Para mí, oculta información, se guarda algún as en la manga.

Tomo la iniciativa. "Ante la ominosa deserción de los deudos, nos cabe la obligación de poner en marcha el velorio de Daniel Mercante, conciudadano y coterráneo", aplausos. Primera cuestión: higienizarlo. ¿Quién lo hará? Las mujeres. La mía no. La mía tampoco va a meter mano en partes pudendas masculinas y ajenas. Al finalizar la ronda, ninguno de los hombres presentes quiere prestar a su mujer para que toquetee el miembro de un extraño, ya sea éste vivo o muerto. Se pagará a una profesional, la enfermera Ramos. Pero se necesita dinero con que cubrir los gastos que demande inhumar al solita su alma; el escribano se adelanta y da comienzo al acta cuando nos dividimos en cuatro grupos y revisamos los cajones, buscando los fondos que hacen falta, pero como no los hallamos en cantidad suficiente, el sacerdote mismo propone dirigir un remate del vestuario del óbito ahora y aquí, con idea de destinar cualquier monedita sobrante para Caridad parroquial; y es un pujar por ropa interior de shopping, trajes de calle, en su mayoría Lacoste, zapatos y botas Cardin; todo encuentra candidato; se subastan la alianza matrimonial, la guitarra y el violín del difunto, sus valijas y camisas importadas de Milán. Nos vamos adjudicando los objetos sin dejar de preguntarnos "¿por qué se fueron los Mercante?". Y aunque estamos preparados para afrontar instrumentos de clandestinas prácticas de alcoba, no aparecen aparatos o arneses, vibradores, drogas viagra, todo lo que no se puede nombrar y que alguien de los aquí decentes adquiriría para luego quemarlo en el patio en ceremonia de repudio más o menos pública. Y los buscamos detrás de los placares, en alguna puerta oculta en el piso y en el ático, en vano. Y cuando cada cual ha llenado una valija con sus adquisiciones de las elegantes prendas de Mercante, damos por finalizado el remate. Sudorosos ¿Ahora qué sigue? el cura larga el importe recaudado, ciento veinte pesos, chauchas y palito, importe que no alcanza para sufragar las erogaciones, ya que la corona "tanto", cotiza el de la funeraria, mis honorarios "cuanto" estipula el escribano, más el cortejo, el féretro, el aviso en el periódico que edito, los gastos de la misa de cuerpo presente, el coro que vendrá de Rafaela, la compra de un sudario adecuado, la manicura, la peluquera, el médico, la filmación para "Sociales" del canal de cable de Anselmo, el banquete fúnebre, el arreglo dental póstumo que le hace con sus instrumentos, in situ, el doctor Coya "tenía cita y Daniel no querría irse al más allá con una caries en la boca" (controlamos, no vaya a ser que finja el trabajo o sustraiga alguna pieza dentaria de oro); gastos más gastos menos, totalizan unos diez mil del circulante legal, qué digo, veinte mil, así que el sacerdote bendice la cómoda matrimonial y arremetemos con mucha precaución con la ropa de la viuda, "si la dejó, era sabiendo a qué fin se destinaría, enterrar cristianamente a su legítimo". Reviso la correspondencia, por si en algún sobre aparece un billete y no puedo dejar de leer que la fulana recibía proposiciones deshonestas de Remo, vení Remo, no levantés la perdiz, guardate estos papeles que te comprometen, y yo mirá lo que encontré, me muestra Remo, parece un cintillo de brillantes, ponele la firma, (pero ¿por qué se habrán ido los Mercante?) lo encontré en un pocillo, lo agregaré a la bijouterie y pujaré por el anillo; todos lo dejarán pasar como chafalonía.

Recaudación del remate femenino cien pesitos más ¿y ahora qué? lo convocamos nuevamente al doctor Rosales para que dictamine con exactitud el momento del deceso y saber lo que estamos sabiendo: murió a las 10,30, por lo tanto la mismísima familia lo plantó agonizante de la manera más vil, (intento tragar el sapo: ¿no era que el sodero lo descubrió a las diez? Giro hacia el repartidor; compartimos un gesto de entendimiento. Si Rosales asegura que las diez y media, serán las diez y media). Subido a un taburete como estrado, el abogado Perrig suscribe su veredicto "abandono de persona" ¿y cómo debe reaccionar una comunidad frente a semejante aberración, delito del artículo 106 del código penal "el que pusiere en peligro la vida o salud de otro?" El juez de Paz lo traduce con precisión: a los Mercante les corresponden hasta diez años de prisión por el grave daño ocasionado a la salud de la víctima". Los tenemos en un puño. Carta libre. El doctor y el escribano se encargan de las medidas cautelares. En un nuevo remate de refuerzo, se subastan las colecciones de bibelots, las de monedas raras y cristales, armas de caza, jarras de cerveza; a mí me toca un rólex. De inmediato se saldan en especies los honorarios de los profesionales actuantes.

Por supuesto que el velorio resulta un éxito. Nunca se vieron tantas coronas, una por cada familia del pueblo; todos los presentes acicalados con flamantes trajes, del brazo de esposas también aderezadas, como la de Remo con su titilante cintillo. El servicio de primera de "El alma que canta", que incluye desde empanadas a payadores y música sacra ejecutada por grupos cumbiamberos, impecable. Y por último, para rematar con un final feliz la historia, hasta sabemos por qué se fueron los Mercante. En realidad, solamente tres estamos al tanto. Cuando el doctor Rosales se inclinó a revisar el cadáver, halló una nota apretada en la mano. La firmaban los deudos; dirigida al párroco, lo hacían depositario de la voluntad del difunto sobre su entierro en la localidad que lo vio nacer, con los rituales de su querido pueblo. Los Mercante, si bien resignados, no podían compartir esa decisión por rechazar "las frivolidades, las ostentaciones y los ruidosos festejos que desvirtúan el dolor de la muerte con una chabacanería de mal gusto y típica de las prácticas de este lugar" (Inadaptados). Escueta y agresiva nota que el doctor prefirió no divulgar por las imprevisibles reacciones de una comunidad injuriada. Al amanecer, y luego de una noche de velorio, marchamos a pie, al son de la banda del pueblo, hasta el cementerio. Cada uno hacía cuentas. Todas las cuentas nos daban bien.

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