rosario

Miércoles, 1 de julio de 2009

CONTRATAPA

De dioses, inundaciones y gobernantes

 Por Daniel Attala

Insensiblemente, la penuria de los tiempos presentes (constante ya desde antiguo) la injusticia y el sufrimiento inútil de la gente, la corrupción y la demagogia, la violencia cotidiana y el hambre, la miseria espiritual en fin, van empujando -suelen ir empujando- al lector apasionado, casi sin darse cuenta digo, a escoger para sus lecturas de desasosiego obras o autores cada vez más antiguos, cada vez más lejanos en los remolinos del tiempo, de manera de tener un respiro en medio del sofoco con que lo ahoga la "realidad", el "momento". La antigüedad deposita en las obras del ser humano una pátina que redondea las aristas más agudas, amortigua los golpes más duros y suaviza las aflicciones más punzantes, hasta volver todo esto, si no placentero, resignadamente indiferente.

Lo curioso -y el motivo de estas líneas- es advertir de qué poco sirve la estratagema; qué ingenuo es pensar, incluso, que existe manera de hacer abstracción de la "realidad"; cómo el más remoto pasado no deja de ser, no puede dejar de ser un apéndice del presente; y que la "realidad" insiste, vuelve, como dice el psicoanalista, y es capaz de atravesar en un minuto siglos y milenios y siderales distancias para reaparecer, disfrazada a la china o la griega, de cavernícola o de primate, de visigodo o de lo que sea, pero siempre perfectamente reconocible como este presente de acá: de aquí y ahora, de Santa Fe por ejemplo. La prueba la tendrá el lector, si se aventura, en lo que sigue. El fragmento que en lugar de olvidar me hizo "volver en mí" pertenece a Babylone et la Bible, librito de hace unos años que reúne un conjunto de entrevistas al eminente asiriólogo Jean Bottéro (Les Belles Lettres, 1994). Al leerlo, digo (y ya no interrumpo más), fui incapaz de no pensar en el pasado reciente de esta otra tierra un poco mesopotámica que es la provincia de Santa Fe, con sus crecidas y alguno de sus jefes de buen dormir y muy sensible al ruido del populacho (que a eso para él se ha de reducir la vox populi). En el pasado reciente y en el futuro inmediato, por supuesto. Esto leía yo a la hora de la siesta tratando de olvidar, cuando la realidad me despertó de un golpe en la frente: "Para explicar cómo había venido a la existencia nuestra especie hubo sin duda cierto número de mitos diferentes, si no contradictorios. Pero únicamente uno, particularmente admirable y estructurado parece haber triunfado sobre los otros. Constituye el trasfondo de un poema de unos mil doscientos versos, compuesto en torno al año 1750 a. C., y que nosotros llamamos del Supersabio, traducción literal del nombre acadio del héroe: Atrahasis. Desde hacía mucho se conocían fragmentos de este poema, aunque no se comprendían bien; pero hace unos treinta años el gran asiriólogo W. G. Lambert encontró en el British Museum extensos trozos de la versión más antigua. Se lo resumo porque es tan luminoso, inteligente, tan profundo en lo que llamaríamos (¡equivocadamente!) su ingenuidad, y porque pinta a las mil maravillas lo que los antiguos mesopotámicos pensaban de sí mismos, de sus orígenes y de su destino acá abajo, es decir de su razón de ser en el Universo".

"En el principio, entonces (los hombres no existían), los dioses estaban obligados a trabajar a fin de procurarse todos los bienes necesarios para la vida. Su sociedad, que estaba construida exactamente como la nuestra, tenía jefes, los gobernantes, y los otros. Lo propio de los gobernantes era (¡ya en aquel entonces!) no trabajar y hacer trabajar a los otros en provecho propio. Así pues sólo los sujetos divinos de rango inferior trabajan y organizan el mundo como si fuera un enorme campo de cultivo. Tras miles de años de esta vida se cansan y se ponen literalmente en huelga (¡ya en aquel entonces!): están hartos y desean ser tratados en pie de igualdad con los gobernantes ociosos. Se dirigen pues en masa, desordenados y agresivos, a manifestar sus reivindicaciones a su jefe y patrón supremo, Enlil, el rey de los dioses. Quien se atemoriza y no sabe qué hacer. Pero Enki (sumerio Ea), el Supertécnico que arregla todo, que repara todo y encuentra una solución inteligente para todos los problemas, concibe un plan de salvación. Inventa, en cierto modo, un sustituto de los dioses que hará el mismo trabajo que ellos 'dejándolos a todos en el dolce far niente, en la buena vida', pero sin peligro de revelarse jamás ni de jamás exigir la misma licencia ni la misma promoción que los dioses habían conseguido. Para ello propone hacerlo de arcilla, lo que lo volverá obligatoriamente mortal ('morir' se decía, en efecto, en la lengua del país, "volver a la arcilla", nosotros decimos "al polvo"), humedeciendo empero este arcilla "con la carne y la sangre" de una divinidad menor inmolada para la ocasión. Este plan fue aprobado con entusiasmo por los dioses, a quienes debe salvar del hambre y la miseria. En definitiva, en el pensamiento de los antiguos mesopotámicos, la naturaleza misma de los hombres (su "destino", como ellos decían), es a un tiempo la capacidad y la actividad laboriosa e inteligente, y la mortalidad -la muerte forma ineluctablemente parte de su existencia, a la que pone fin.

"Los hombres ponen pues manos a la obra, con entusiasmo. Son mortales, es verdad, pero su vida es muy, muy larga; todavía no conocen las enfermedades ni las catástrofes naturales, y la mortalidad infantil (que por entonces y durante mucho tiempo y en todos lados debía hacer desastres) era ignorada, de suerte que los hombres se multiplicaban de manera extraordinaria, cumpliendo maravillosamente su tarea esencial de proveer y alimentar a los dioses. Pero Enlil, el rey de los dioses, ante el enorme rumor que se eleva desde la multitud activa y ruidosa de los hombres, ya no logra dormir. Puesto que no es muy astuto (hay aquí una maliciosa sátira del poder, que como tal nunca hizo inteligente a nadie: ¡ya en aquel entonces!), decide diezmar a los hombres enviándoles una epidemia -en otras palabras, las enfermedades. Es una solución arriesgada: ¿y si se propagan y destruyen a toda la raza humana? El ingenioso y prudente Enki sí reflexiona. Es así como explica al rey del país, su amigo humano Atrahasis, cómo salir del atolladero. Segunda supermultiplicación de los hombres y nuevo insomnio de Enlil, que esta vez les manda las catástrofes naturales con el fin de hacer desaparecer multitudes: la Sequía y su consecuencia inmediata, el Hambre. Nueva intervención de Enki, a escondidas, para suavizar el daño. Ante el batifondo que recomienza, Enlil decide aniquilar de una buena vez a la humanidad, mediante el flagelo supremo: el Diluvio, inundación general a consecuencia de precipitaciones particularmente intensas. Esta vez Enki, que bajo las órdenes de Enlil (alertado ya y sospechando que los hombres habían sido advertidos por alguien en secreto de la necesidad de defenderse), había jurado con todos los dioses "no decir nada a los hombres" se las arregla sin embargo para poner en guardia a su amigo Atrahasis. Le aconseja construir una barca: y es toda la historia, conocida, del Diluvio bíblico, del que ahí tiene usted la primera versión, si se puede decir. Concluido el Diluvio, Enki, para resolver de una buena vez el problema, limita a unos cien años la duración común máxima de la existencia de los hombres, introduciendo además la mortalidad infantil y la esterilidad de muchas mujeres. Ahí tiene usted cómo los antiguos mesopotámicos veían sus orígenes y el sentido de sus vidas, en el interior del enorme mecanismo del universo".

Y una glosa para terminar. El tema del diluvio pasó a la Biblia, al Génesis. Y unos tras otros los escritores han vuelto a evocarlo para hacer vívidos los desastres del presente y la necesidad de estar alertas -como Atrahasis aconsejado por Enki- y no lejos de un Arca, de una salida o escapatoria. Ejemplo escalofriante entre nosotros nos lo brinda Esteban Echeverría en "El matadero" (1848), donde Diluvio y subida de ríos y con ello de todas las miserias, sirven para describir con pocos y reconocibles trazos la situación de Buenos Aires y del país bajo la bota atroz de aquel otro chacarero, de nombre hermoso y por eso más abominable para sus víctimas, y también de ojos proverbialmente claros: Juan Manuel de Rosas. Cuando no podía conciliar el sueño a él también le gustaba salir a sus campos a galopar con frenesí velocidades, o rodearse de bufones (o de parientes, que para el caso es lo mismo), o en su defecto diezmar al pueblo como Enlil, para que se calle bajo la inundación.

*santafesino, profesor de literatura en la Universidad de Bretaña Sur (Francia)

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