rosario

Lunes, 1 de febrero de 2010

CONTRATAPA

Anatomía humana: dedos

 Por Sonia Catela

Le calza los índices sobre los hombros, hundiéndolos como si probara la frescura de un pescado cuya carne elástica vuelve, bumerang, en su punto justo; "Mirá a quién vengo a encontrar... Mi Consuelito", le tironea los cachetes hacia afuera, catando el material, se los palmea, "qué grande, cómo creciste, no te lo perdono", le frota la cabellera, "pensar que te hacía trenzas cuando te contaba la Bella Durmiente", el amigo de papá memora, esperanzado con que ella se represente cuando la plantaba sobre sus rodillas y la hacía cabalgar, al paso, al trote, al galope; sí, se acuerda. Él se distancia en la baranda sobre la costanera del Paraná, la examina, "increíble, toda una mujer mi Consuelito. Casi una década sin vernos", Román camina ya sin soltarle el brazo, camina hacia un destino preciso, "te llevo" bromea; acaba de estacionar el auto contra el cordón, lo ubicó como a una nave espacial que aterriza a los tumbos sobre el fugaz meteorito antes de que éste se aleje y pierda en el espacio, "Consuelito; tanto tiempo", apenas la vio abrió el abanico que tenía en su primer pliegue a Consuelito nena, once años, y en el último a la que "toda una mujer", libros bajo el brazo taconeando. Rechinó el freno del clio, rozó los bloques de cemento y se zambulló en ella "¿te acordás de mí?", (sí, pero, y el oprobio de aquel atardece ¿lo guarda él también en carne viva?); Román le calza los dedos de la mano diestra sobre la cintura, empujándole el paso, cerciorándose de cada fragmento del cuerpo de Consuelo como si revisara uno a uno los objetos guardados en un bolso traspapelado, "Vas a ver la sorpresa que te tengo", y le sopla en la cara, levemente, plumeritos de deseo: "Contame de vos, dale, ¿qué estudiás?" pero no descuida el telegrama personal que retuvo, un mensaje que guardaba hasta poder depositarlo en este territorio de protuberancias y coleteos, de melena más o menos configurada y miembros con la medida del caso, territorio de quién sabe qué ideas y qué idiosincrasia, "Ah, con que viven en Alberdi... si supieras cuánto extrañé esas tardes", un mensaje demorado por el largo peregrinaje que llevó a la familia de Consuelo de mudanza en mudanza, recado que Román quiere entregar de inmediato, ponérselo en las manos, que ella lo abra y conteste, "te tengo una sorpresa". (Cómo no va a recordar él aquel atardecer tan atípico... El de la vergüenza.) La guía, la guían sus dedos, sus manos, la enfila hacia el edificio sobre el río, al balcón que se abre al Paraná, al lujo, empujándola como a un paquete que contiene un mueble de carne frágil y puede, quizá, completar el ambiente. Un mueble de caprichosa voluntad que no se dejará colocar así porque sí donde sea, "te acordás que querías volar desde una torre. Icaro. Ahora podrías hacerlo", observan el río; retiene, sí, los cuentos que él le descubría y de cómo el amigo de papá mientras tanto, esperaba; esperaba cada cumpleaños de Consuelito. Cuenta regresiva. Tímido. Hasta esa tarde de bochorno en que él tartamudeó: "pero, ya sos señorita" y publicaron los dos la indiscreción de la mancha rojiza que el hombre ostentaba sobre el pantalón donde Consuelo se había hamacado, hico caballo, once años, una marca privada que se publicaba al mundo, con altoparlantes: "Sos señorita", Consuelo salió corriendo de esa sangre que entonces no podía explicarse, Román a su zaga: "perdoname, disculpá a este tarado", como si él le hubiera plantado la situación precoz, imprudente. Desde ese momento y hasta la mudanza, ella lo esquivó cuanto pudo.

Consuelo sigue el lento zigzagueo de un barco arenero que marcha costeando las islas. Se acoda sobre la balaustrada. A su par, las manos de él se superponen, se enciman juntas en oración. Dicen lo que se espera: "por favor". Consuelo se vuelve hacia el mensaje que luego de siete años de retraso llega por fin a ella, su destinataria. Deja que la mano derecha del amigo de papá revolotee sus alas y las pose sobre un bretel del vestido. Que la atraiga hacia el resto del mensaje retrasado y la entere. Por qué no. Pegan sus labios. Se internan paso a paso en Las mil y una noches.

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