rosario

Lunes, 21 de junio de 2010

CONTRATAPA

Prendas íntimas

 Por Sonia Catela

Tuve que crear la Fundación a efectos de cumplir con el loable cometido: adquirir esa ropa que deviene entre residuo, remordimiento y materia sacra (como que pertenece a alguien al que sobreviven sus sudores, los huesitos de los perfumes que usaba, las manchas que dejara en textiles casi parte de su cuerpo) ropa que desborda colgada en roperos, que sigue reclamando al ido y tanto perturba a los deudos. Se la compra para derivarla a geriátricos, "¿incluida las prendas interiores?". "Tanto da, señora, en la Fundación esterilizamos el vestuario completo. Por kilo, nuestro presupuesto reconoce..." y pronuncio la cifra respetuosa y holgada que se acepta sin objeciones.

(Estiro sobre el acolchado estas enaguas de raso, acampanadas, las bragas que hacen juego, rosas, enormes; pertenecieron a la pobre señorita Carola Vincenti. Vinieron en la misma caja, un revuelto de vestidos, delantales e intimidades. Pobre señorita. Fue mi maestra en aquel lejano sexto grado. Pudorosa. Recatados cruces de piernas, faldas largas que apenas mostraban las rodillas -las abría y cerraba como un abanico- algo rosado al fondo. No se afeitaba las piernas. Qué tela tan suntuosa con la que confeccionaron estas bombachas. Quizá de gusano de seda. No, no se afeitaba las piernas. No se acostumbraba.)

Compras que husmeo en el barrio, y que levantarían murmullos si no mediara la filantropía. Ya de por sí, el malicioso caserío se pregunta: "¿Por qué la Fundación selecciona la ropa según quién, y no adquiere la de todos? ¿Discriminan?".

(Sedosas, raso verdadero. Puntillas bordeándolas, tejidas a mano. En el centro de la entrepierna, una faja de algodón algo gastada por el roce). Se infiere que debe ser un conocido el que ocupe el trono horizontal revestido en raso y orlado de gladiolos, que se yergue en el centro de la sala mortuoria, para que la Fundación se interese en la operación de compra. Alguien con identikit sabido. ¿Se entiende?

En el flujo de muertes y ríos revueltos donde concreto mis cuidadosas exhumaciones, cuento con eventuales contactos, uno, en un sanatorio y, ocasionalmente, alguien de la policía (de esa fuente obtuve ciertas prendas empapadas con la vida del pobre Alexis, horrible accidente de moto a los 21 años, ex alumno libre de mi cátedra, prendas que dejé intactas, sin pasarlas por la canilla, y que tendí a mi lado, en el lecho durante atardeceres prolongados y noches de estremecimientos, plegaria de cuerpos. Alexis resurecto, a mi costado. Sus espasmos. Los míos).

"Si usted supiera el estado de abandono y miseria que padece esa gente de la tercera edad... cualquier atención los alegra, les renueva la fe... me refiero a los desharrapados, pobrecitos, a los que proporcionamos abrigo". El deudo asiente. "Imagínese... tan solos se deja a los adultos mayores, aislados en ese ghetto que eufemísticamente se designa como hogar".

(Una faja de algodón gastado por la fricción de la vagina. Pobre señorita Carola).

Arrojo una flor al féretro, traslado mi pesar a los parientes, y entrego mi tarjeta de la ONG (que me reconoce como fundador y presidente), a alguno de los deudos más cercanos al óbito, uno que ostente impasibilidad. En el velorio del barrio o aledaños donde me hago presente, ya que, se presupone, un conocido debe presidir post mortem el ritual fúnebre, velorios de los que me entero por las necrológicas de "La Urbe".

(Exhibe una tonalidad amarronada, pero debida al tiempo, y no por el contacto con los pétalos de su medusa íntima. Pobre señorita Carola)

Como pagamos por kilo esta ropa viva de gente que se vuelve olvido, recibimos la mugre por containers. De la clasificación me encargo yo, a solas. Pronuncio algo adecuado, al proceder a la ceremonia de corte de las cintas scocht o las cuerditas de la caja, abro las aletas de cartón, y, solemne, recibo en el rostro la corriente del aliento liberado. (Alexis. Mojé la punta de su empapada camiseta de friza, y con la vida de Alexis amado me crucé la frente, las muñecas, el vientre; marcas rojas. Tendí a mi costado su ropa, la encimé a mi piel, mis piernas; se abalanzaron en descargas los últimos espasmos de Alexis sobre los míos).

Las donaciones se mantienen en el anonimato, "hay que evitarles una humillación extra a los habitantes de esos ghettos; pero conservamos recibos en forma y con los requisitos de ley, depositados en los archivos de la Fundación, por si alguien autorizado reclamara una auditoría".

(Saco de a uno cada tejido que enjugó el cuerpo de Carola Vincenti, y absorbió sus abluciones de perfumes y cremas. Me sumerjo en el olor natural que despide la piel, aroma del que se apoderan otros y que el propio gestor ignora. Hay también un antiguo corpiño de mi pobre maestra; es de algodón, con dos tazas armadas como corazas, y pespuntes. Ostenta una amarillenta orla de sudor).

En la Fundación me piden un servicio. Acepto. Colaboraré con el cuidado del señor Fischer. Él ha sido un enemigo tenaz, un perseguidor, al que perdono. Te perdono, Helmer. Hablo con doña Estela, la viuda en ciernes. Me ofrezco a velar al enfermo durante el lapso nocturno, ya que la pobre mujer se halla exhausta. Caigo a diario al sanatorio con un periódico que me ayude a pasar las horas. A las dos de la madrugada la enfermera Celia le inyecta morfina y controla sus signos vitales; no vuelve hasta las seis, salvo emergencia, "si la hay, toque este timbre", "de acuerdo". Yo le hablo a Helmer. Se sabe que lo escuchan a uno, aun en coma. Cerca, para darle aliento. Me asquea el suyo, es mi deber. Los bigotes son tan ásperos como los vellos pectorales. Con un alicate le corto las pezuñas de los pies. Guardo estas suciedades en una ziblog, y al portafolios. "¿Te acordás de aquellos vaqueros del día que me corriste, Helmer... armaste ese escándalo que tanto me costó... Van a destinarse a un fin generoso cuando se produzca tu lamentable deceso. Pero te perdono, Helmer".

A las 6, puntualmente, la enfermera regresa para cambiarle los pañales y colocarle encima un par de calzoncillos limpios. Le entrego la prenda de recambio (nueva) y embolso la sucia, que llevaré a casa para.... Sudarios que me envolverán en el preciso momento de la trasposición de Helmer. "Buen día doña Estela, Helmer pasó la noche como un angelito. Hasta mañana".

(Me quito la camisa; me coloco el antiguo corpiño de tazas armadas como corazas. Me calzo las bombachas rosadas. Me calzo su sexo. Pobre señorita Carola. Cómo le gustaba tocar El claro de luna en el piano, para nosotros, sus ignaros alumnos.)

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