Miércoles, 3 de abril de 2013 | Hoy
Por Víctor Maini
Nunca fui de quejarme mucho. Más bien siempre fui un agradecido, incluso ahora. Disfruto que no haya mosquitos a pesar del calor y de paso agradezco que alguien haya hecho un buen trabajo de fumigación. No puedo entonces, echarle la culpa a estos insectos de mi insomnio, ni tampoco a los ruidos de la calle ya que estamos a mitad de semana y el tránsito es casi nulo, mucho menos a los gritos de los pibes que salen de los bailes y parecen que sus voces estallaran dentro de mi dormitorio.
Es culpa de un recuerdo, de una imagen que se instaló en una parte de mi cabeza y no la puedo apartar, sé que el sueño está detrás de esta pared pero no puedo sortearla ni traspasarla. En estos últimos tres años, he tenido el tiempo suficiente para ver mi vida en imágenes una y mil veces, de adelante para atrás y de atrás para adelante, pero nunca se me había fijado una secuencia descontrolada en mi mente.
Es una parte dura de mi vida, fue la única vez que vi llorar a mi viejo, hasta allí pensaba que los hombres no lo hacían, que él no lo hacía. En realidad hubo otra vez, fue cinco horas antes de su muerte, estaba inconsciente y creí que no me escuchaba cuando le dije por primera vez que lo amaba, le rodaron dos lágrimas por sus mejillas. Pero en aquella oportunidad fue presa de un profundo llanto que nunca pude saber la causa. Lo veo sacar su silla de madera como todas las tardes a la puerta de casa, yo me veo sentado en una silla de paja a su lado con mi pierna izquierda enyesada, producto de una caída desde la terraza de la Marita, con una pollera negra de mi hermana atada al cuello, parte del disfraz de Batman. La gente, por aquel entonces, no había perdido la dicha de la conversación, la disfrutaba, la necesitaba. Mi padre hablaba lo necesario, decía que hablar era fácil, que lo difícil era escuchar, pero cuando uno lograba hacerlo comenzaba a aprender más rápido. Guardaba el diario de la mañana para los linyeras que paraban en lo que hoy es el patio de la madera. Al "poeta" Aguirre solía prestarle libros. En una oportunidad en que golpeó la puerta para devolver un ejemplar, lo anuncié con un grito "papá, te busca un croto". Se equivoca jovencito, me corrigió el lector, lo busca un Aguirre. Tenía un afecto especial mi padre por aquel hombre, no dudaba de su bondad porque era al único que lo seguían los perros, y decía que los niños y los animales nunca se equivocaban cuando seguían a alguna persona en especial. Durante aquel mes de mi pierna rota quedamos solos con mi progenitor por una semana. Organizó un asado para todos sus amigos, el poeta se bañó y afeitó en mi casa y a los postres, para la sorpresa de todos dio una misa en latín. Allí contó que había estado a punto de convertirse en cura pero que no había podido traicionarse del todo. Que siempre prefirió una mente abierta al asombro a una encerrada en la cárcel de una creencia hecha dogma. Parecía otra persona el sr. Aguirre aquella noche, vestido con ropa del anfitrión fue el eje de la velada, recitó versos de García Lorca, cantó tangos y recordó versos completos del Martín Fierro. La noche terminó con una sola canción anónima y cantada a coro "tómese otra copa, otra copa de vino".
Fue esa misma noche en la que le pregunté a mi papá por qué dormía en la calle el sr. Aguirre. "Porque no hay yeso para el alma", me contestó antes de ponerse a llorar como un chico. Lloró por él, por su amigo, lloró por mí o por quien, ¿tuvo una premonición o tenía el alma a punto de quebrarse de tantas penas? Nunca se lo pregunté, nunca lo supe y después de tantos años es lo que hoy no me deja dormir. Deben ser como las seis, el sol ya debe estar subiendo y a mí el sueño no me baja. Aunque tenga los ojos cerrados sé lo que pasa a mi alrededor, un pibe en la mejor edad del por qué, está matando a preguntas a su madre en la parada del 107. Lo imagino con un algodón en su bracito pegado con cinta adhesiva producto de una extracción de sangre en el hospital Alberdi. Seguramente negoció su llanto por una revista de Batman comprada en el kiosko de diarios. "Mamá, ese hombre por qué duerme en el refugio", pregunta una voz cercana. "Porque es un vago, no trabaja ni estudia, y vení para acá, a ver si te muerde alguno de esos perros que tiene alrededor, lo único que me falta", contesta una madre gritona. "¿Pero má, siempre vivió acá?", insiste. "No nene, seguramente lo echaron de la casa por borracho", enseña parada en la intersección de la ignorancia y el prejuicio.
Mientras pienso cuánto tiempo más llevará el invento de un yeso para el alma, siento el deshielo de mi recuerdo, lo veo caer como un glaciar que se parte, que se convierte en agua, en lágrimas y como una ola de llanto me desborda, me explota en los ojos. Me acurruco en un rincón de la garita y me lloro todo, en forma descontrolada como no recuerdo haberlo hecho alguna vez. En medio de mi desahogo, escucho la voz del niño, que desde arriba de un colectivo en marcha grita, "mirá má, el viejo borracho está llorando".
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