rosario

Viernes, 2 de septiembre de 2016

CONTRATAPA

Pablo

 Por Víctor Maini

Hay un momento en el día en donde todo es confuso, borroso, impreciso. Los objetos concretos parecen dibujos en el aire, los hombres, siluetas de humo. Un ejército de perdedores, bohemios, linyeras, policías, ladrones, canillitas, enfermeras, alienados, sabihondos y suicidas, simulan una caminata lunar descontrolada, deambulan en medio de una niebla espesa esquivando peligrosos restos oníricos. Los ganadores no pisan dicho escenario. Descansan tranquilos detrás de rejas, perros, llaves, cámaras y alarmas. Consumidores de Viagra, cumplen mecánicamente, concilian el sueño contando cuotas impagas de sus tarjetas, los meses necesarios para volver a consumir bienes que ya poseen o no necesitan. Son los normales. El sistema los ama, protege y promueve. En ese preciso instante, propicio para equivocarse, en el que todos presienten un nuevo amanecer, pero a pocos les importa, Pablo canta en voz alta canciones populares personalizadas. Antes de oírlo, pensaba que la mejor versión de una canción estaba en boca de su compositor. Después de escucharlo entonar "no tengo amores/ no tengo vida/ ya no me puedo matar", me quedé pensando si alguna vez Antonio Tormo pudo imaginar semejante abismo. Sólo canta mientras las aves duermen, durante el día conversa y discute con sus "amiguitos imaginarios" que lo persiguen, contienen y retienen. Me siento un privilegiado al ser una de las excepciones, un ser de carne y hueso con el que dialoga de vez en cuando. Tal vez le pese la culpa de aquella tarde lluviosa en que me contestó de mala manera cuando me acerqué con mi paraguas intentando brindarle protección. "No uso esa porquería, símbolo individualista y capitalista si los hay, nunca me quise salvar solo. La lluvia es como el arte, como el amor, detienen el tiempo. Lo que no pueden ver ustedes es caer los días en forma de lluvia matándonos de a poco. Nadie se ataja de ellos, los esperan, los cuentan, los nombran, los archivan en venerados almanaques. En épocas de sequías, añoran el agua que les falta". Aunque sostiene que la queja no alivia el dolor, sólo lo expande hacia terceros inocentes, lo he escuchado reiteradamente quejarse por la falta de autos abandonados en la vía pública. "La última casa que tuve fue un Renault 12 que estuvo tirado por calle Uriarte al 300, con vista al río, un lujo. Los barcos siempre me dieron la razón, el horizonte se mueve. Los nombres suelen ser puertos. Navego a la deriva en medio de un mar de amnesia". Hijo del Topiramato y el Clonazepan, cortó el cordón umbilical con su psiquiatra cuando sospechó que intentaba robotizarlo. "Nunca me entendió. Siempre me ponía el mismo ejemplo. En una pizza cortada en dieciséis porciones, su mujer es sólo una parte del todo. Ella era mi todo y a mí jamás me gustó la pizza". Se entretiene bautizando pájaros. Los distingue por su canto. Cuando escucha a Osvaldito, un zorzal madrugador, su rostro se ilumina. "Canta para marcar el espacio o llamar a su compañera. Ignora mi presencia por completo, sin embargo, su silbido me enamora día tras día. Lo que mata siempre son los efectos colaterales". Recuerda que alguna vez fue otro ladrillo en la pared. Un débil que no soportó el peso del muro. No cree que existan mortales con vocación de oficinistas, sólo héroes que resisten aferrados a un escritorio. En la actualidad se define como un hombre detenido en la contemplación, un observador de cosas simples y cotidianas al que una mente intratable le obliga a volar de pensamiento en pensamiento hasta aterrizar en los vastos desiertos del delirio. Si bien envidia del hombre mediocre, su resistencia al tedio, la capacidad de no dudar, el embanderamiento en causas secundarias e intrascendentes y su esfuerzo cotidiano de dar y recibir órdenes, también se apena del mirar que porta cuando lo mira. Detrás de un aparente desprecio, anida un pánico a convertirse en lo mirado. Escribo estas líneas sobre una de las mesas del bar Mediterráneo, mientras miro a mi amigo descansar plácidamente en un banco de la plaza bajo una lluvia torrencial. Decido olvidar deliberadamente mi paraguas colgado en el respaldar de la silla. Camino debajo de una pesada cortina de agua sin apurar el paso. Las palabras incoherentes de Pablo en algo se asemejan a las gotas de lluvia, apagan fuegos ocasionales visibles mientras avivan la llama interior que nos mantiene vivos.

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