rosario

Martes, 31 de octubre de 2006

CONTRATAPA

El viento de la vida

 Por Miguel Roig (*)

No se acordaron ni los perros.

De esta manera se despachaba la portada de una revista ﷓sería Siete Días o alguna de las que salían en Rosario, etcétera o Boom que mi padre solía comprar﷓ un año después de que la nave Apolo XI llegara a la Luna.

Cuando Neil Amstrong pisó suelo lunar yo estaba durmiendo. Por entonces mis mayores preocupaciones eran ganarle a mi padre al ajedrez y ver al primer hombre de la historia pisar la Luna.

No dormía por decisión propia. A los diez años tenía un solo destino a partir de las nueve de la noche: la cama. Esa noche, la del 21 de julio de 1969, como estábamos en vacaciones escolares de invierno, me dejaron un rato más, pero como la espera se hacía eterna nos fuimos todos a dormir. Yo, obligado. No recuerdo la escena pero estoy seguro de que así como a los tres o cuatro años, según cuenta mi madre, me monté en el triciclo y me escapé de casa en busca de mi padre que estaba en España, esa noche, también habría querido partir, pero para abandonarlo por tamaña injusticia.

Nada de esto vendría a mi memoria ahora si no fuera porque acabo de leer la última novela de Antonio Muñoz Molina, El viento de la Luna, en la que un adolescente narra el vuelo de la Apolo XI desde su despegue en Cabo Cañaveral el 18 de julio hasta el alunizaje, tres días después. Setenta y dos horas de contrapunto entre el diario vivir de este joven en una ciudad española bajo la oscuridad del franquismo y una de las mayores aventuras del hombre. La voz del joven no es la suya, claro, es la del adulto que está recuperando la memoria, que está acercándose a su padre.

Un crítico ha encontrado similitudes de intención entre la novela de Muñoz Molina y Patrimonio, el libro de Philip Roth. No soy crítico; sólo un lector y como tal no termina de convencerme este vínculo. El padre de Roth ﷓el mismo escritor se asume como narrador dándole un carácter autobiográfico﷓, el padre del escritor, decía, sufre una enfermedad terminal y este le acompaña durante todo el proceso. Esto es lo que nos cuenta. En algún tramo se excusa de estar convirtiendo en literatura, de estar escribiendo a pie de obra ﷓o de tumba﷓ el final de su padre, como pidiendo indulgencia al lector por esa forma personal de elaborar su duelo. En otra parte, conversando con una amiga le dice, refiriéndose a su padre: "No hay que olvidar nada. Ese es el lema de su escudo de armas. Estar vivo, para él, es estar hecho de recuerdos. Para él, quién no esté hecho de recuerdos no está hecho de nada". Al final, para cerrar el libro, Roth asume esa frase: "No hay que olvidar nada". En su día este texto me conmovió, y lo sigue haciendo ahora que lo retomo para citarlo. Sin embargo siento que Roth usa el libro para redimirse mientras que Muñoz Molina realiza una operación distinta: el narrador redime al padre. Un padre que al contrario del de Roth no quiere recordar nada porque el recuerdo amplifica un áspero e inmóvil presente, cautivo de un pasado que no merece la pena menear. Hablando de su padre, de los suyos, dice el narrador de El viento de la Luna: "De la vida y del trabajo ellos no esperan novedad, sino repetición, porque el tiempo en el que viven no es una flecha lanzada en línea recta hacia el porvenir, sino un ciclo que se repite con la pesada lentitud con que gira la muela cónica de piedra de un molino de aceite al ritmo demorado y previsible con que se suceden las estaciones, los trabajos del campo, los períodos de la siembra y la cosecha. Lo que a mí me aburre, me impacienta, me exaspera, a ellos les depara una serenidad apacible que seguramente hace más llevadero el agotamiento del trabajo y el fruto mezquino e inseguro de cualquier esfuerzo".

A quien sí me llevó la lectura de El viento de la Luna es a un pequeño y luminoso libro de Richard Ford: Mi madre, in memoriam. Ford, también asumiendo la identidad del narrador, recorre la vida de su madre ﷓la de él junto a ella﷓, llena ﷓como la de todos﷓ de infinitas y múltiples contingencias. Pero al final del libro, al final de la vida de su madre, Ford encuentra y desvela el sentido de su escritura; narra la etapa final de la enfermedad y concluye "(...) y el resto es estrictamente privado; los momentos y los mensajes que yo pudiera contar no harían que el mundo fuera mejor". Y agrega más adelante: "(...) de alguna forma ella me hizo posible expresar mis afectos más auténticos, como lo haría un pasaje de gran altura literaria con un lector devoto".

Muñoz Molina utiliza la herramienta de la memoria, como indica Roth, para alcanzar el fin que propone Ford: contar aquello que nos hará mejores. Hablar de un padre que con la punta de la navaja extrae las semillas de un tomate y se deslumbra con el misterio inmenso que representa que cada semilla tenga dentro una mata entera, o decirse, decirnos, que deberíamos conservar el recuerdo de la última vez que caminó uno de la mano de su padre.

Ese padre con la navaja en la mano frente a las semillas. El mío, jugando al ajedrez o caminando delante de mí mientras yo me demoraba en algún escaparate o juntando piedritas y luego corría para alcanzar su mano que había quedado abierta aguardando la llegada de la mía.

Mi padre me enseñó a jugar al ajedrez en diez minutos, como quien te enseña a jugar a las damas, a comer fichas. Me ganaba una y otra vez. Con el tiempo me di cuenta de que lo conseguía porque yo no pensaba. No me había enseñado a pensar; pretendía, supongo, que lo lograra solo, que me diera cuenta por mis propios medios.

Tardé una vida en ver que no espabilaba y buscaba estrategias para ganarle al ajedrez porque en el fondo no me interesaba el juego; lo que quería era estar con él y conversar de cosas que poco tenían que ver con un enroque a tiempo o la defensa siciliana.

Ese padre, el mío, el tuyo.

En la Luna no había nada. Quizás por eso todos nos fuimos olvidando de la gesta de aquellos tres astronautas. Por no haber, ni viento hay. Hasta las más ínfimas partículas de polvo están inmóviles, eternamente quietas. El primero en inquietarlas, quizás, fue Neil Armstrong. Puede que en nuestra memoria pase algo similar ﷓de ello habla El viento de la Luna﷓ y haga falta la aparición del padre, de repente, para agitar el suelo de la infancia, de la adolescencia; el suelo de nuestra vida. Una vida que sí se mueve y va de prisa, como lo señala Cervantes ﷓otro padre﷓ en el Quijote (tal como lo transcribe el propio Muñoz Molina en otro de sus libros, Ventanas de Manhattan): "Sola la vida humana corre a su fin más que el viento".

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