rosario

Miércoles, 9 de noviembre de 2005

CONTRATAPA

Voces del Martín Fierro

 Por Víctor Zenobi

En alguna oportunidad, interrogado acerca de por qué escribo, dije: "Escribo para dejarle una letra a mis hijos". No advertía en mi declaración el influjo directo del Martín Fierro. Sus grandes lectores lo exaltaron, Lugones lo canonizó destacando los valores de la épica; ciertamente ese valor se aprecia, pero me parece que deja a un costado el tema de los hijos. Un tema tan crucial que envuelve a los protagonistas del texto, a Fierro y a Cruz y también al narrador que por momento deja de ser Fierro y se vuelve impersonal, anónimo. Esto no parece casual; si pensamos en el nombre propio del libro, inmediatamente sentimos que algo se juega a nivel de la identidad personal. Por supuesto, podemos extender la idea de que el libro fue escrito como una respuesta al Facundo (otro nombre propio), que ostenta la influencia de la novela histórica y se presenta como una biografía, estrategia literaria que intensifica la verosimilitud.

El Martín Fierro, casi por contraposición, es un extenso canto autobiográfico que tiene la sutileza de acercarnos a la intimidad del narrador o de los narradores. Es de una síntesis admirable en nuestra lengua y creo que logra el efecto de hacernos sentir mucho de nuestra propia voz. Una voz íntima, propicia para el fraseo, pausada y pudorosa en las cadencias de la entonación. No sé si hay muchos libros escritos en versos que confirman tal consideración Esa voz discurre, con un insistencia latente, en la temática del hijo abandonado, del hijo que interroga acerca de dudas originarias, ¿Quién soy? ¿De dónde provengo? ¿Quién es mi padre? Hay mucho de esto. Martínez Estrada que no es un comentarista imparcial observa que la palabra gajo, que significa hijo, ha sido alterada por la palabra jago. Por de pronto, la parte más dramática de la primera parte del Martín Fierro es aquella en la que nuestro protagonista descubre que su mujer se ha ido con otro hombre y ha abandonado a sus hijos. Fierro los busca desesperado y no los encuentra. Va a una pulpería se emborracha y mata a un negro en una pelea para nada inocente puesto que hay en juego una mujer que muestra una imagen diferente a la mujer de él. "Al ver llegar la morena, que no hacia caso de "naides", le dije con la "mamua", va...ca...yendo gente al baile. La negra entendió "la cosa", y no tardó en contestarme, mirándome como a perro, más vaca será su "madre". Negra linda dije, yo, me gusta pa la carona..." La carona es la cama que el gaucho suele armar con el apero. Cualquiera que preste un poco de atención notará el juego ambiguo que se establece y el cotexto. Una mujer que no hace caso contrapuesta a la de él, que a alguien "le hizo caso", la "mamua" que viene de "mamar", la descomposición fonemática (va...ca...) propia de balbuceos infantiles", la alusión sexual, la palabra "madre" que aparece literalmente para cerrar el canto séptimo, central entre los trece de la primera parte, a la que conocemos popularmente como "La Ida". Por supuesto hay más, incluso, notablemente, no sólo la narración de los hechos sino la intención del protagonista de confesar lo más execrable, lo que quedó en mero deseo y que no se realizó. Por ejemplo, las ganas de azotar a la negra porque llora por el marido muerto. Uno deduce que manifiesta ese deseo incomprensible y execrable, porque Fierro siente que a él, nadie lo llora.

Más allá de la complejidad, que se expande cuando conocemos al sargento Cruz y escuchamos su historia, muy parecida a la de Fierro, y nos enteramos de que su mujer lo engañaba, lo curioso, yo diría lo secreto, grave y central, es que Cruz comenta todo, menos que tiene un hijo. En la segunda parte, ya entre los indios, Cruz se contagia de viruela y muere, no sin antes pedirle a Fierro, que lo busque para "que sepa el fin de su padre" Fácilmente se puede apreciar que el tema del hijo reaparece. Es más, hay una estrofa que ha sido exaltada por la maestría con que se describe las costumbres y supercherías propias de ese ambiente: "Había un gringuito cautivo, que había venido en un barco y lo ahogaron en un charco..." Lo que no se advierte, lo que no ha sido advertido, es que la imagen retrotrae, en Fierro, a sus propios hijos abandonados y sirve de preámbulo para la última confesión de Cruz. Por si quedaran dudas, la contigüidad es tal, que cuando Cruz muere y Fierro llora en su tumba, escucha el llanto de la cautiva que esta siendo azotada frente al cuerpo despedazado de su hijito. Tiene las manos amarradas con las tripas de éste. La eficacia del horror es tal, que de nuevo se olvida que Fierro se encuentra retroductivamente ante una imagen inversa a la que tiene de su mujer. Aquí se le presenta una mujer madre, cautiva contra su voluntad, que nunca abandonó a su hijo. Una mujer﷓madre que lo mira, a él, a Fierro, "Y me clavó una mirada, como pidiéndome amparo..." ¿Cómo no anticipar que Fierro se jugará la vida?

De vuelta en las poblaciones, Fierro encuentra a sus hijos y al hijo de Cruz, pero el texto los nombra como hijo primero, hijo segundo; inevitablemente uno se pregunta por qué no se los nombra. En cuanto a Picardía, el hijo de Cruz, es elocuente lo que dice: "Y aunque con vergüenza mía, debo hacer esta alvertencia, siendo mi madre Inocencia, me llamaban Picardía." No hace falta mucho para establecer la metonimia, el oximorón: "la picardía de Inocencia". Sabemos que la mujer de Cruz lo engañaba.

Me parece que estos hijos son hijos de un estigma, ¿al fin de cuentas, una de las significaciones de la palabra gaucho, no es guacho? Tenemos más; la payada con el negro, hermano del que mató, se devela con la alusión a la madre y a los hermanos. El moreno está ahí para vengar su muerte. "Ya saben que de mi madre, fueron diez los que nacieron..." Para mayor confirmación, por si todo esto resultara insuficiente, recordemos que el texto concluye con consejos para los hijos.

Yo tengo para mí que, cuando un texto se vuelve el texto clásico de un país, como el Quijote, o la Divina Comedia, suele tenerse por muy conocido. Se da por sentado que se lo conoce porque se conoce su historia, incluso lo anecdótico de esta, lo cual es un error. En el caso de Martín Fierro esta sensación es mayor, porque su historia es bastante frecuente e incluso más sencilla que la de otros libros insignes. Además, (tal vez por la magnificencia que imprime la historia) siempre hemos sobrevalorado lo que viene de países con una tradición más extensa, con un pasado más frondoso que el nuestro. Eso, siempre y cuando se mantenga el prejuicio de que nuestro pasado es sólo América y no la humanidad. De todos modos, yo siempre me he permitido conducirme de espaldas; en Italia, en España, en Grecia o en Oriente, he sentido y he expresado, que un libro no pertenece a los habitantes de tal o cual país, un libro pertenece a quien lo lee, a quienes lo leen. La Ilíada o la Odisea, la Eneida, la Divina Comedia, el Quijote y el Martín Fierro tienen mucho en común; por de pronto, en todos ellos, el punto de partida es un viaje y en cualquiera de ellos sobresale la amistad. Eso impone la noción de que podemos ser amigos de aquellas personas que sólo conocemos por lo que han imaginado y pensado. Pero bueno, tal vez en muchos casos, es más de lo que podemos esperar de las personas que frecuentamos. Impone también la convicción de que la vida es una travesía incierta en su origen y probablemente trágica o dramática en su final. Las vicisitudes de Martín Fierro transcurren en un surco, en un margen, no en el circuito de las grandes historias, porque Fierro ha jurado ser la encarnación del mal "Yo juré en esa ocasión ser más malo que una fiera...", pero en su vida aparecen y reaparecen las contingencias y privaciones de cualquiera. Incluso, la idea de que lo que suponemos más elemental es sólo una presunción falsa. Fierro y el Moreno definen con maestría y probidad, el tiempo, la cantidad, el peso, la medida, el error... "No te trabes lengua mía, no te vayas a turbar, nadie acierta antes de errar..." Los saberes más abstractos, son definidos con simpleza, sin menoscabo de su complejidad. Hay tanto de todo esto en el Martín Fierro, que leerlo exclusivamente con los correlatos de su época, es empobrecerlo y aún diría, esencialmente, ignorarlo.

No solo por mi oficio debo volver una y otra vez al "Martín Fierro", volver incluso a expensa de las objeciones de los alumnos que lo anticipan anacrónico y pueril. Vuelvo porque encuentro (Nietzsche advierte que las aguas más claras suelen ser las más profundas) incesantes resonancias en su aparente simplicidad. Al fin de cuentas, absorbidos por las cuestiones importantes, solemos desestimar el discurrir del murmullo, el pudoroso atavismo de cualquier intimidad. Tal vez deberíamos redisponer nuestros oídos... Hay mucho que aprender de aquel que dice: "Yo nunca tuve otra escuela, que una vida desgraciada. No extrañen si en la jugada, alguna vez me equivoco. Pues debe saber muy poco, aquel que no aprendió nada".

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