rosario

Domingo, 28 de diciembre de 2014

OPINIóN

Relatos salvajes (o el ciudadano vengativo)

 Por Juan José Giani

En la sociedad de masas se destaca un debate cultural particularmente atrayente: establecer en cuanto la aceptación social mayoritaria de una obra otorga a la misma sólidas credenciales de calidad estética.

Este interrogante tiene una dimensión conceptual y otra empírica. Respecto de la primera, sabemos que cada arte tiene reglas de ejecución que le son inherentes, procedimientos canónicos de valoración, técnicas de diseño cuya destreza se adquiere con preparación comprobable. El autor tiene en su haber esas experticias o carece de ellas, cumple ciertas rutinas del talento o las vulnera malogrando aquello que crea; y, al menos en principio, su mérito es independiente del proceso posterior de recepción a cargo de ese imprevisible sujeto colectivo llamado público. Ese público puede (suele) desconocer la ruta de acciones que lleva a la correcta conclusión de una obra determinada, y su vínculo perceptivo tiende a ser por tanto emotivo, existencial, regido menos por el manual de buenas técnicas que por la expectativa social que anida en cada corte sincrónico de la trama cultural.

Respecto de la segunda, abundan los ejemplos de incompatibilidad manifiesta. Excelsas ofertas artísticas confinadas a una lapidaria indiferencia, o formidables éxitos de venta para películas, libros o discos que escandalizan el paladar de cualquier crítico medianamente exigente. Ese cortocircuito no es absoluto, pues muchos artistas se esmeran programáticamente por soldar ese hiato (de hecho no son escasas las imbricaciones entre jerarquía estética y simpatía popular), pero sí habitual, dejando establecido un objeto de esmero analítico que sigue suscitando tanto interés como perplejidad.

No obstante, si bien es cierto que la extendida repercusión de una obra no es sinónimo de aptitud estética del autor, la sociología de la cultura invita a prestar atención a los contenidos temáticos o simbólicos de ese éxito. Quiero decir, la atendible descalificación de una obra por su raquitismo formal rozaría el autismo intelectual si quitase el ojo a la manera en que un palpable consentimiento multitudinario refleja un clima de época; los hábitos, ideas u horizontes de esa sociedad que despliega su entusiasmo. Algo puede ser entonces técnicamente brillante y socialmente prescindible o técnicamente mediocre pero socialmente relevante. Nos interesa aquí ese punto, la napa misteriosa de sentido que el arte traduce, aún con variopinta calidad expresiva.

Detengámonos para eso en el cine. A partir del siglo XX el arte de masas por excelencia, apuntalado básicamente por dos elementos. Su mecanismo industrial de producción y distribución, y su pretendida vocación totalizante; combinatoria de texto, imagen y sonido, con el consiguiente efecto sensorial y cognitivo que esa irrepetible articulación despierta en el espectador promedio.

Ejemplos mundiales proliferan, pero quisiera detenerme en dos películas de taquilla abundante que marcaron fuertemente la vida cultural argentina, en tanto dieron cauce a singulares estados de ánimo colectivos. Me refiero a "Juan Moreira", filme de 1973 dirigido por Leonardo Favio y "Camila", dirigida en 1984 por María Luisa Bemberg.

La primera retoma a un héroe de la mitología popular y lo inserta en la épica liberadora que acompañó el retorno del General Perón a la Argentina, combinando una versión tardía de la gauchesca con un proceso político que encuentra así un impactante linaje simbólico. Una operación similar (aunque con menos circulación) llevó adelante Fernando Solanas con "Los hijos de Fierro", con dos diferencias en el caso de Favio. Un lenguaje impresionista mucho más excitante y la elección de un personaje que a diferencia del Fierro de "La Vuelta" mantiene hasta el final una impronta rebelde que lo condena a la muerte. Emblema entonces de una sociabilidad agitada, que yuxtaponía insurgencia social, nacionalización discursiva y compromiso militante.

El segundo caso que citamos es claramente distinto, pues si bien también elige el siglo XIX como territorio de anclaje narrativo, lo hace no para rememorar la gesta del gauchaje acosado por la legalidad oligárquica, sino para relatar un episodio en el cual el estado rosista termina fusilando a una adolescente y un sacerdote por haber mantenido intolerables contactos amorosos. Eran por cierto tiempos marcados por otras obsesiones, ya que en 1984 la ciudadanía posdictatorial había archivado en el desván de una incómoda memoria el patriotismo emancipador, para hacer hincapié en las más primordiales libertades civiles conculcadas por el gobierno genocida de las Juntas Militares. El estado ya no era el agente ejecutor de un socialismo nacional supuestamente en puerta, sino el responsable del exterminio del más mínimo desarrollo de la autonomía personal.

Obras con millones de espectadores entonces, aunque de dispar envergadura cinematográfica; apenas discreta la de Bemberg, impecable la de Favio. Lo que importa sin embargo es que hurgar en ellas supone desentrañar códigos, husmear sobre conflictividades latentes o explícitas, asumir las pistas de una idiosincrasia históricamente situada.

Estos acontecimientos vibrantes no ocurren a menudo, pero es evidente que uno de ellos se está verificando en estos días, a partir del notable éxito del filme "Relatos salvajes". Salas insistentemente llenas y candidatura promisoria al Oscar invita a observar con detenimiento que nos ofrece el director Damián Szifrón. La estructura se organiza en torno a seis historias breves que trabajan casi sin fisuras sobre una lógica común. La denuncia de una situación ominosa, un personaje que se siente damnificado y una destemplada reacción final que procura restañar el daño ocasionado. Un joven fracasado del que la sociedad se burla, dos camareras enfrentadas a un cliente de averías, un automovilista agredido con una cuota de clasismo, un ciudadano maltratado por un estado ineficiente, un crimen oculto con la complicidad de la justicia y una joven que se entera del adulterio de su novio en plena fiesta de casamiento. Oprobio, indignación y venganza es el plexo axiológico que se nos propone, apuntalado en un fresco sociológico en la cual las instituciones muestran homogéneamente su peor rostro. Los empresarios son arteros, el matrimonio una farsa, los políticos venales y los funcionarios arbitrarios, lo que desata una furia que en ese contexto parece siempre bien justificada.

La película tiene, creo, dos problemas. Uno de ritmo textual, pues la tesis termina sofocando la consistencia narrativa. Quiero decir, en desarrollos cortos con final drástico casi ningún episodio logra un adecuado crescendo dramático; lo que transmite la sensación de que importa mucho más lo que se quiere decir que como decirlo, restando verosimilitud a una expansión de escarnio y violencia que no logra evitar los riesgos de una filosofía del simplismo. Y otro, digamos ideológico. Szifrón se ha preocupado evidentemente por construir una película "antisistema", radicalmente disconforme con un orden globalmente injusto que sólo deja como salida una antropología del estallido. La del ciudadano colérico que ante la falta de mejor remedio acuchilla, acogota, golpea o pone bombas. Una ética abrumada por la insanable negatividad del poder combinada con un neoanarquismo del individuo furibundo.

En los días previos al estreno, llegó a sugerirse que esta sería una película orientada a describir la insoportable crispación alentada por el ciclo kirchnerista. No lo parece, pues Szifrón se cuida de introducir referencias más inmediatamente temporales, para manejarse con cierta suspensión de la conexión contextual, como si esa simbiosis entre decadencia moral, desquicio institucional y consentida explosión ciudadana involucrase a la modernidad capitalista toda, aunque con tonalidad criolla.

En el filme abundan el destrato, la mentira y las putrefacciones del poder, pero ni la más mínima referencia a la solidaridad o el agrupamiento militante como un terreno más placentero y menos temerario para eliminar aunque más no sea gradualmente esas patrañas que tanto molestan a los guionistas de "Relatos salvajes" (y a cualquier argentino de buena voluntad). Es cierto que abunda el recurso al humor negro como herramienta corrosiva, pero ese humor no funciona en un sentido autoparódico del extremismo que constantemente se pregona, sino como solaz lúdico frente al escenario tremebundo que campea en el relato. ¿Es reprobable una obra por lo incorrecto de sus tesis? No, si se deja algún resquicio para el dilema moral, la ponderación de alternativas o el gesto dubitativo del propio director. Si, en el caso de presentar como verdad absoluta un camino de acción improcedente y ostensiblemente reaccionario.

¿Con qué profunda vibra identitaria sintoniza con notable olfato la película en cuestión? Si fuera la de una sociedad robustamente consciente de la opacidad de sus instituciones, y la de un temperamento que se resiste a convalidarlas, debemos darnos por satisfechos. Si fuera el de un cierto civismo enfadado que autoproclama sus facultades para ajusticiar por mano propia, debemos retomar la preocupación frente a la vigencia de atávicos pero latentes espejismos culturales. Y sino, basta con preguntarle a la familia de David Moreira.

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"Relatos salvajes" recurre al humor como solaz lúdico frente al escenario tremebundo que plantea.
 
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