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Viernes, 16 de octubre de 2009

EPA!

La enfermedad imaginaria

Cuando a principios de año la Asociación Americana de Psiquiatría anunció que revisaría su manual de desórdenes mentales —Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders (DSMIV), según su nombre y sigla en inglés—, un instrumento de referencia para el tratamiento y diagnóstico de enfermedades psiquiátricas en el mundo, parecía que cierto viento de libertad finalmente iba a soplar: uno de los puntos en cuestión era la posible remoción de esta lista de la transexualidad y de cualquier “trastorno” (la palabra es potestad de galenxs) relacionado con la identidad sexual y de género. Un evento que sin duda quedaría grabado en el calendario tanto como quedó el 17 de mayo de 1990, cuando la Organización Mundial de la Salud, finalmente, dejó de considerar como una enfermedad a la homosexualidad. Claro que la elección del director del grupo de trabajo formado para esta revisión del manual convirtió rápidamente esos aires de libertad en un bufido. El doctor Kenneth Zucker, el elegido para ese puesto, es un reconocido militante a favor de la normalización, tanto que entre sus mayores logros se cuenta una terapia para “adecuar” a niñxs intersex a la identidad de género que les asignaron sus mayores, apoyados por la supuesta imparcialidad de la ciencia. Es más: para el doctor Zucker, la transexualidad no es más que una mala salida del closet y la felicidad para estas personas está a la vuelta de su clínica en la que ha dedicado una vida de esfuerzos a consagrar la sexualidad normativa; sólo hay hombres y mujeres y para cada lado de esta moneda de dos caras hay un cuerpo, ni más ni menos. Por supuesto, las organizaciones trans e intersex reaccionaron y en este mes de octubre se está llevando una campaña internacional para denunciar la actuación de Zucker y para exigir que se termine de patologizar a las personas trans e intersex. Stop Patologización Trans: objetivo 2012, marcó ese año en la agenda para conseguir, por fin, la soberanía de cada cual sobre su cuerpo y también para exigir otras medidas revolucionarias como que se elimine la identificación de sexo en los documentos de identidad. Porque aun cuando, como en Uruguay, se legalice la posibilidad del cambio de sexo, no deja de ser cierto que este trámite exige la humillación de someterse a diagnósticos en los que se debe afirmar un malestar hacia el propio cuerpo tal que sólo la compasión por alguien enfermo pueda autorizar a que el resto del mundo reconozca su propia identidad. El diagnóstico, entonces, sentenciará disforia de género, una forma elegante, académica de llamar a la transfobia, al miedo que genera que el mundo se desarticule en muchas otras identidades, además de las tranquilizadoras categorías de hombre y mujer que, más allá de lo que digan los manuales, ya han sido puestas en cuestión por esos cuerpos e identidades ineludibles que abren el abanico de posibilidades para ser y estar en este mundo.

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