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Viernes, 27 de agosto de 2010

PD

Sopa de letras

cartas a [email protected]

Que la discusión me huela un poco a naftalina no significa que carezca de actualidad sino que por mucho que se recicle en el tiempo el péndulo que oscila entre literatura gay sí o literatura gay no mantiene su eterno movimiento. Puedo entender tanto a quien preferiría sacarse de encima la etiqueta –o quitársela de encima de su obra– como a quien reivindica el guiño hacia los pares que significaron ciertas obras, cierta estética, cierto modo de usar la pluma sobre en todo en tiempos en que gays y lesbianas y trans (última palabra dicha con un resto de pudor porque su existencia en mi vocabulario es más reciente) éramos considerados un grupo de personas despreciables, todos iguales como iguales les parecen todos los chinos a los latinos y todos los bolivianos a los gringos argentinos. Para no irme de tema, sólo quería reivindicar un recuerdo de juventud que tal vez haga a la cuestión: tenía 21 cuando entré por primera vez a la librería del Castro, ese barrio de San Francisco, California, donde nadie se cuestiona por los contras del gueto porque son felices juntos. Me hubiera quedado a vivir ahí, la verdad es que tuvieron que echarme para cerrar y volví al día siguiente para revisar todo lo que despertaba mi curiosidad y no hubiera podido comprar -o quizás ni hubiera querido-; era tan extraña la sensación de que todo o prácticamente todo hablara de mí que no me hubiera llamado la atención si a La importancia de llamarse Ernesto le hubieran puesto un cartelito que dijera que contenia temática heterosexual.

Así de útiles o de inútiles pueden resultar las etiquetas.

Diego Ciarduto

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