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Viernes, 21 de junio de 2013

Duros como un flan

De la promiscuidad, el proletariado y otros grandes proyectos de los años setenta, ¿sólo nos queda lo pro? A las versiones apocalípticas que describen a la comunidad como trágicamente integrada, le responde el sueño de la transversalidad. Si no será corrosiva ni revolucionaria a la antigua, la expresión de la disidencia sexual tiene hoy la gran oportunidad de contribuir con su discurso, sus reclamos, sus prácticas e incluso sus logros institucionales, a ampliar el horizonte de lo vivible.

 Por Alejandro Modarelli

Ahora que con los días se fue apagando en los medios el afectado registro de su habla, y su aplomo de clase, llegó la hora de bajar las persianas del kiosco y sacar cuentas sobre lo que dejó el paseo finito frente a las cámaras de aquel chico mariquín crecido en cuna neoliberal de oro y rosas, que milita entre los jóvenes de la derecha republicana y todavía comulga los domingos en San Isidro. “Me gustaría que me recibiera el papa Francisco”, largó una tarde. Es que en el juego de celebridad del mes, Píter (él lo escribe así) Robledo ganó mucho más de lo que apostó, que era el confortable anonimato de su homosexualidad. Y entonces pudo ofrendar el premio de su frescura a su partido, que hasta echó a rodar la versión de una candidatura suya a diputado.

Al principio de su carrera mediática, su imagen apareció como la de un ícono propio de la sensibilidad gay, un San Sebastián –a la violeta–- atravesado por las lanzas de la realidad: pertenecer a la clase alta no es siempre un salvoconducto contra la homofobia. Cuando vimos su cara deformada a golpes por aquellos dos hermanitos de apellido de plazoleta y afanes ultracatólicos, que crecieron tan cerca suyo, en su mismo San Isidro, se me ocurrió en broma una consigna que voy a atribuir en forma apócrifa al Frente de Liberación Homosexual (FLH) de los años setenta: “No hay revolución verdadera sin putos revolucionarios ni putos verdaderos sin revolución”.

Es difícil que un joven gay paquete entienda el sentido de la consigna inventada ni por tanto la broma, porque el mismo término revolución le debe sonar a animal prehistórico o a estampado de remera jipón: la mayor rebeldía en favor de mi verdad es andar en una fiesta de la mano con mi chico, porque a lo único que teme ahora San Isidro es a los vecinos de La Cava y a que no funcionen las cámaras de seguridad. Además, a esta altura de la soirée, lo gaylésbico ha sido en buena parte de Occidente desalojado del catálogo de las Grandes Amenazas; no hay algo así como un programa de universalización homofílica por la cual cada ciudadano heterosexual libere de sí mismo “lo homosexual reprimido”, como querían Néstor Perlongher y sus subversivos del FLH, ni está asegurada una verdadera fraternidad de los humillados basada en el estigma, a pesar de las diatribas de Francisco contra el lobby gay. Cada uno en lo suyo, los cabecitas negras a La Cava y los píter en las fiestas sobre pasto, aunque las locas vayamos juntas en la Marcha del Orgullo, bajo las reglas de la democracia liberal. ¿Será por eso que resultó incompensiblemente demodé para el discurso mediático de la diferencia la reacción cavernícola de los agresores del Niño de San Isidro, cuando le gritaron que en el país del Papa ya no hay lugar para los putos?

LA DIVERSIDAD BIEN ENTENDIDA

En todo caso, no hubo ni habrá revolución, se dirá, y la sociedad tiene que enterarse de que los homosexuales no somos siempre progresistas –el humillado puede ser humillador– sino que apenas compartimos una orientación sexual, unas diferencias dentro del maremagno de los deseos y las culturas, solo un punto de partida para distintas opciones ideológicas, incluso de extrema derecha. El Partido Popular de España, una especie de PRO del mundo desarrollado, tiene su departamento de asuntos gays, aunque voten en contra del derecho al matrimonio, y pienso en aquel líder político holandés, xenófobo y maricuela, asesinado por un musulmán que no hizo sino lo que Europa hoy espera de un musulmán, que es encarnar el concepto de peligro globalizado. Judith Butler, sabia ella, nos viene advirtiendo al movimiento gltbiq en sus últimos libros contra las trampas del imperio: las minorías sexuales somos ya a menudo utilizadas como herramienta política positiva en su “guerra de civilizaciones”. En Holanda, el organismo de admisión de los inmigrantes hasta hace muy poco obligaba a los postulantes musulmanes a observar imágenes de personas gays y lesbianas besándose, para analizar su grado de apertura mental para la convivencia, trámite que jamás debieron atravesar, por ejemplo, los cristianos evangélicos fudamentalistas.

Es en ese contexto que surge la escena de un Pedro Robledo en su encuentro tête-à-tête con Mauricio Macri. Justo Macri recupera para la campaña el discurso contra la discriminación cuando la víctima es un chico que defiende su diferencia desde las posiciones menos solidarias con los excluidos del contrato social. No es que imagine a los gays del PRO en un uniforme de las SA de Röhm ni con Biondini contra los indocumentados. Ni mucho menos. Pero me acuerdo de que ante una de las represiones más brutales y novedosas ordenadas por el gobierno de su partido, contra enfermos y profesionales del neuropsiquiátrico Borda que resistían un desalojo, el Niño no quiso ensayar la menor crítica: hay que esperar lo que determinan las investigaciones. Si para el PRO hay un derecho humano superior a cualquier capricho populista, a cualquier filmación como prueba de lo evidente, es el derecho inmobiliario. Así, hay diferencias asimilables y útiles en el universo neoliberal y otras que hay que barrer con gases lacrimógenos y balas de goma.

A medida que pasan las semanas, y la imagen del chico republicano de clase alta va quedando apenas en mi memoria para este artículo, esas versiones inclusivas de sus jefes partidarios se desvanecen como un polvo en un baño público. El PRO paga, pero no tanto. Pero su recuerdo, que parece tan banal, viene bien para reflexionar sobre lo que queda de aquella pasión setentista por la revuelta dentro de las comunidades glttbiq, y dentro del programa de prácticas sexuales. En fin, que el ejemplo de la lucha robledana por obtener la copa individual gay lleva a la pregunta de si es pensable hoy la transversalidad en las luchas de los humillados. Si resta algo, sino revolucionario al menos desestabilizador, en el deseo homosexual y su búsqueda de reconocimiento jurídico al cabo del largo proceso de liberación iniciado en la década del sesenta. Reflexiones que nos debemos como movimiento, como comunidades. De todos modos, más allá de las desavenencias ideológicas, un joven de derecha y otro como yo, varones gays, varones locas, tía y sobrina por los azares de la edad, coincidiremos siempre en un afán que para el universo mayoritario no deja de ser inquietante: el gusto por la pija. Ese deseo sexual compartido, es cierto y basta con recorrer las historias personales y colectivas, nos obliga a ciertas mínimas épicas, a fugarnos –tantas veces– de nuestra propia familia, de nuestro propio medio social, y a desandar el camino que fatigamos desde la infancia, cuando empezamos a ser sujetos y a fichar bultos.

ACA TENES LOS PUTOS PARA LA LIBERACION

En los años setenta, mientras se esperaba –ay, ilusión– la vuelta emancipadora de Perón a la Argentina, activistas del Frente del Liberación Homosexual local habían ya leído aquel manifiesto del comandante supremo de los Panteras Negras de Estados Unidos, Huey P. Newton, donde advierte a sus compañeros de lucha que “no deben actuar con los homosexuales como el racismo blanco contra los negros y los pobres” y convoca a “formar una coalición de trabajo con los grupos de liberación homosexual y femenina”. Un homosexual “puede” también ser un revolucionario, escribe “aunque esto no significa respaldar cosas en la homosexualidad que no sean revolucionarias” (una de esas cosas, se vio más tarde, eran las denuncias de gays de los campos de trabajo forzado donde solían recluirnos en Cuba).

El FLH experimentaba así su época, en versión nacional y popular. La fraternidad revolucionaria entre los oprimidos y excluidos, hacia dentro de la organización, fue un ensayo más o menos exitoso. Hacia afuera, una frustración tras otra: la izquierda contestataria no nos quería en el mismo vagón y si nos aceptaba cada tanto en alguna movilización era detrás de una especie de cordón sanitario. Puertas adentro, en el FLH convivían intelectuales, sindicalistas, feministas, anarquistas; hubo también prostitutas y hasta unos cristianos para los cuales la jerarquía de la Iglesia Católica era el anticristo. La confluencia de sectores colecciona anécdotas –el combate de panfletos contra el Día de la Madre, por burgués y patriarcal, y contra los edictos policiales– y en aquel momento dio a luz una consigna iluminadora: “Machismo=Fachismo”, otra mucho más ambiciosa “Liberar no al homosexual sino lo homosexual”, y la más conocida, escrita en registro Eva: “Amar y vivir libremente en un país liberado”. Mis reclamos particulares son entonces inseparables, así, de los reclamos universales. Todo desposeído se halla inscripto en mi propia experiencia de opresión.

Los antecesores de los gays del PRO hubiesen salido disparando del FLH como de la peste bubónica. Y no es que no hubiesen tenido sus razones, porque al cabo el programa liberacionista no prendió, vino la dictadura y solo recién con el MAS de Luis Zamora, de 1983, la izquierda hizo un lugar a los homosexuales comprometidos en el mismo tren. Tuvimos que esperar, píters y no píters, una agenda nueva de reivindicaciones donde poder reconocernos todos o casi todos. En seguida llegaron las pompas fúnebres del sida, y cada cual nos convertimos en víctimas, en sobrevivientes, en deudos. Nunca antes nos habíamos hecho tan visibles.

En vista de los derechos civiles que sobrevinieron en la Argentina de estos últimos años, no nos fue nada mal ni a unos ni a otros. Si la institución del matrimonio tiene una tradición que produce arcadas, no deja de ser interesarse draguearla con nuestros aportes, o fertilizarla con nuestras propias necesidades reproductivas. Y ni hablar de una ley como la de Identidad de Género. Que en esto hasta la Robledo se jugó; en Infobae se anotó a la izquierda de la página, y escribió que el país debía sentirse orgulloso no tanto del Papa, de Messi o de Máxima de Holanda, sino de habernos situado a la vanguardia de los derechos. Lo cual no deja de ser gratificante para quienes creemos haber tomado conciencia desde jóvenes sobre el lugar subalterno que nos reservó la sociedad. El artículo de Infobae revela que el chico, al menos, por su condición de marica y quien dice también de oportunista, tuvo que reflexionar sobre “su anomalía”, como nunca tendrán que hacerlo sus compañeros hétero de clase, convencidos de estar siempre dentro de la ley.

¿Nos asimilamos hoy, entonces, gays y lesbianas, a la sociedad que nos condenaba? ¿Ha de cumplirse, de ese modo, el programa que denunciara Néstor Perlongher en La desaparición de la homosexualidad, cuando escribe que se han dispersado las concentraciones paranoicas en torno de la identidad sexual? La antigua loca abyecta, que devenía mujer en su tránsito social y por eso era tan temida, hace ya demasiado tiempo que cedió su cetro a otras opciones mucho más dóciles, como el gay blanco, decente y masculino. Hasta podemos ofrecernos a los jueces de familia como “futuros padres o madres adoptantes como cualquiera”, sin repensar como el FLH a la familia misma como institución. Una vez que los miedos fantasmáticos contra ese Otro sexual se van desvaneciendo (nunca del todo, de ahí su carácter de fantasma), queda en pie esa legión que me interpela en la calle cuerpo a cuerpo y muchas veces con un chumbo en la mano: los excluidos del sistema económico. Al lado de ellos, el costo de nuestro peaje de clase media a la ciudad democrática no es muy alto; la aceptación social –mercado de consumo mediante– se puede sumar a la cuenta de la no discriminación jurídica (bienvenido sea) y, como recuerda la Butler, en ocasiones hasta llegamos a ser convocados para la defensa de las murallas imperiales.

No obstante la celebrada proliferación de lo open minded, uno ve que la paranoia contra prácticas sexuales divergentes reaparece apenas nos corremos un poco de la escena tolerada. Muy pocos se bancan la cultura BDSM, por ejemplo. Unos compañeros heterosexuales de oficina leyeron un artículo mío en SOY sobre el SM y me dijeron, presas de la angustia, “pero si eso del puño es cierto, ya me parece demasiado”. La pasión por las teteras –repudiada– persiste, a pesar del largo proceso privatizador del mercado del placer. Sobre el estiércol de los retretes todavía se cuecen habas, florecen periferias. De pronto una orgía de gordos peludos en un cuarto oscuro motiva la pregunta de los agrimensores del buen gusto: cómo puede ser que esos cuerpos que cosechan grasa abdominal hayan producido toda una estética deseante. Jóvenes que sueñan compartir su vida y su cama solo con un viejo medio desvencijado, porque rechazan el amor de otros muchachos. Hay quien abandona la dieta del sexo penetrativo, y encuentra otros puntos de goce, que bien pueden incluir el dolor físico, lejos de lo bíblico genital. ¿Dejará alguna vez de ser políticamente inquietante, incluso para propios, un varón que cambia patria masculinista por deseo de ser solo pasivo y renuncia así a penetrar? ¿Dejarán de ser inquietantes las personas trans, las intersex? Hay terrores subjetivos que amenazan nuestra constitución desde demasiado niños y seguirán alimentando los divanes y agresiones como las que sufrió el Niño de San Isidro.

Queda a las políticas glttbiq tomar nota de las reflexiones de Judith Butler: no aportemos nuestra diferencia a la guerra de las potencias occidentales contra el Islam, que no deja de ser un combate por la supremacía económica, además de cultural. Nuestro frente de combate tiene que seguir siendo –de modo transversal– el mismo de todos los humillados, y contra toda humillación. En el origen de nuestra lucha está el deseo de todas las libertades, vieja consigna que hoy pertenece a la CHA, y que renace siempre marcando la hora cero de la revuelta de Stonewall cada vez que nos ponemos a pelearles el territorio a los machos alfa de la cultura.

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Imagen: Sebastián Freire
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