Viernes, 28 de febrero de 2014 | Hoy
JORGE POLACO (1946-2014)
Por Diego Trerotola
En una plaza porteña, Margot Moreyra acuna a una muñeca sin ojos. Una vieja en una escena infantil filtrada por la cinta ondulante del Súper 8 en el final de la dictadura, en ese lugar, la plaza, donde inminentemente se va a comenzar a reescribir la historia de la democracia. Pocas imágenes del fin de la dictadura más sociológicas que ésa. Pero hay más en ese corto de Jorge Polaco, Margotita (1983), un nombre en diminutivo de su actriz fetiche que señala su impronta infantilista geriátrica, un gesto donde los extremos se tocan hasta enamorarse, hasta acabar adheridos a toda la obra futura con poder corrosivo. Los ojos arrancados a la niñez por donde mira la cámara de Polaco para desfigurar los rostros de lo pedestre, el juego de lo rutinario. Una niñez inaceptable, claro, incluso prohibida, donde no se estiliza ni domestica la ternura, lo espontáneo y lo inocente, sino que se vuelve salvaje, seductor, anárquico, orgiástico. Las necrológicas insisten en la vejez como un fetiche del cineasta, pero son inexactas: es la estética infanto-geriátrica, un lugar de indeterminación, donde a Polaco le gusta enredar el tiempo del principio y del final. O, si se quiere, la vejez contada como cuento de hadas, entonada como canción de cuna. La penúltima película de Polaco, Arroz con leche (2008), transcurre en un geriátrico que remeda un jardín de infantes, un Kindergarten. El garabato del infante es también el mohín gagá del geronte: una estética del mamarracho, informalista a más no poder, sin control de esfínteres y sin pañal, porque en su barroquismo deja al descubierto que el trayecto de la vida es un círculo abismal, un ojo hueco que parpadea, un ano dilatando, lente de una cámara activada que guarda imágenes en movimiento como un juguete óptico que se reproduce en loop.
En ese boquete de extremos en colisión que es su cine, al borde de las pestañas sobremaquilladas de Margot, en ese desequilibrio de rimel, Polaco pudo manchar al cine argentino con su visión queer, cuando esa palabra aún era impronunciable en cualquier lengua, al menos con el sentido crítico con el que comenzó a detonarse en los ’90. En esa madriguera queer caía Margotita masturbándose con un conejo en Diapasón (1986), una Alicia en el país de las pesadillas, zoofilia nac & porn que arrastrará en su caída mucho más: el taller de muñecas monstruo de Ariel Bonomi de En el nombre del hijo (1987); el niño tenso en la bañera con Graciela Borges y Arturo Puig travestido en Kindergarten (1989); Ignacio Quirós en bata untando una escopeta con vaselina mientras se desfigura en tics en Siempre es difícil volver a casa (1992); Edgardo Nievas tiene sexo travesti gritando bajo la ducha o el chico trans haciendo malabares festivos en La dama regresa (1996); Julio Bocca en un blanco y negro lustroso manchado de rouge, sueña una mujer en danza linyera entre rosas maquilladas en El milagro (2001); dos niñas hacen una danza siamesa en el patio de un conventillo en Viaje por el cuerpo (2000); la Coca Sarli remixada en estampita hereje ultracamp en Arroz con leche (2008). Cada quien recordará la fábula queer que quiera en su montaje del cine de Polaco, evocando sus propios momentos de éxtasis. Como los dos viejos putos de El príncipe azul (2013), que recuerdan sus glorias en la adaptación de la obra de Teatro Abierto con que Polaco se despidió del cine para siempre.
“Cada vez que se abre la puerta de la casa en Diapasón hay un ruido de un balazo, pero no se sabe nunca si es de afuera o de adentro. Esa ambigüedad a mí me parece de una belleza muy grande. En general me interesa mucho la ambigüedad en el arte, me parece un tema en sí mismo”, me dijo Polaco en una entrevista en 2000, cuando terminaba el siglo pasado o cuando empezaba éste. Muy pocos cineastas se arriesgaron a sostener que la belleza era disparar contra toda seguridad. Pocos cineastas como él pudieron abrir esa puerta de la ambigüedad para ir a jugarse todo.
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