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Viernes, 24 de enero de 2014

THOMÁS CASAVIEJA

–Tengo veinticuatro años. Nací en Colegiales y viví el resto de mi vida en Villa Urquiza. Vengo de una familia de clase media baja. Mi mamá me tuvo a los diecisiete años, soltera, con todos los estigmas que eso conlleva. Fui a un colegio de monjas, pupilo, desde jardín hasta tercer grado. Vivía con mi abuela los fines de semana y los días de semana estaba en el colegio de mujeres, en el que nunca me sentí muy cómodo con la ropa y determinados comportamientos. Una vez que salgo del colegio pupilo, donde la pasé muy bien durante muchos años, porque fui muy consentido por ser siempre el más chiquito, empecé a ver otras realidades y otras formas de tomar esos juegos.

¿Cuáles eran, por ejemplo?

–En realidad, siempre tuve un rol muy masculino. En ese momento jugábamos a la casita, donde sólo hay mujeres, y siempre fueron formas distintas de jugarlo. Creo que había una represión muy grande con respecto a masculinidades, porque en el colegio no había hombres. Es divertido cómo creen que uno va a ser o crecer de determinada forma sólo por no mostrarte algunas cosas. En ese momento, estas monjas o celadoras creían que sí podían modificar algo.

¿No te pasó que te gustara alguna chica, por ejemplo?

–Sí, en realidad sí, pero yo lo tomaba como algo normal. Uno cuando es niño o niña se enamora o le gusta gente todo el tiempo.

Eso no te perturbaba en lo más mínimo.

–No, para nada, porque aparte no conocía diversas formas de amor. Sí uno sabe que los varones se enamoran de las mujeres y demás, pero uno no sabe si está mal o está bien, porque lo desconoce, que le guste una persona del mismo sexo o del mismo género. No perturba porque en realidad cree que es completamente normal, porque es amor y a uno le enseñan que el amor está bien. Aparte eran amores platónicos que hoy es uno y mañana es otro. Salí de ese colegio y me fui a uno público, y ahí empecé a vivir en sociedad porque, al estar pupilo, el espacio y las posibilidades de sociabilizar son muy reducidos. Era muy distinto todo, desde volver todos los días a mi casa hasta empezar a conocer un poco más a los familiares. Igual, yo me fui de mi casa muy chico. Tuve un tiempo de relación muy violenta con mi mamá. Yo era una carga que no sabía cómo manejar. Aparte, mi mamá tenía relaciones muy conflictivas con sus parejas y yo no me sentía cómodo con el novio de ese momento.

¿Qué edad tenías cuando te fuiste de tu casa?

–Ocho. Fue difícil, porque venía de un año en el que recién estaba empezando a conocer el mundo exterior. Nunca había convivido con mi mamá, entonces era como un extraño. Si bien era chico, tuve la posibilidad de empezar a trabajar. Repartía volantes de las distintas casas de comida de la zona. Entonces tenía una base para decir “si puedo con esto, puedo con cualquier cosa”, y me fui. Cuando decidí irme de mi casa, estuve una o dos semanas parando en casas de amigos, hasta que encontré, en lo que en ese momento iba a ser la AU3, que todas las casas habían sido compradas para tirarlas abajo. Finalmente no se hizo la autopista, las casas quedaron vacías y la gente fue tomándolas. Y yo me metí en uno de los departamentos de esos edificios que habían vaciado. Yo nunca digo que fue una villa, pero por las condiciones, hoy en día, se podría considerar como una villa.

¿Un asentamiento?

–Sí. Pero yo nunca lo vi como una situación de extrema pobreza, al contrario. Yo tenía un departamento de tres ambientes para mí solo. Después viví con amigos y fue desfilando gente. A mí no me sacaban porque cada vez que venía alguien de por ahí a preguntar con quién vivía, yo decía que vivía con mi mamá, pero que estaba muy enferma y estaba todo el tiempo en cama. Recibí mucha protección de gente que iba conociendo ahí. Viví ahí hasta los quince o dieciséis años. Obviamente no pagaba alquiler, luz ni gas. En el colegio me anotaron mis maestras de primaria. Me dejaron anotarme sin que fuera mi mamá, para lo que también tuve mucha suerte. Eran personas que me querían mucho porque conocían mi historia. Cómo vivía y cómo me las rebuscaba. No tengo recuerdos de ningún momento en que haya hecho un “clic”. Yo siento que fui un varón toda la vida y que en algún momento dije “esto es lo que me pasa”, cuando vi a una persona que dijo que era trans. Pero yo nunca lo sentí de esa forma.

Pero si vos te sentías un varón, como decís, ¿qué te preguntabas acerca de tu aspecto físico?

–Mi cuerpo yo lo veía y lo conocía, y no era algo que me agradara, pero lo tenía que sacar a la calle todos los días.

No te agradaba, no te sentías cómodo.

–No, para nada. Pero tampoco me castigaba por eso. Si bien empecé a fajarme a los catorce años, lo hice porque vi un documental en la tele sobre un varón trans y dije: “Puta, puede que sea esto”.

O sea que ese documental te abrió la cabeza.

–En realidad no, porque no me comí la historia. Pero dije: “Usa eso para que no se le vean los pechos”, y está buenísimo y empecé a hacerlo. Lo que tiene el fajarse es que es hiperdoloroso al principio, era una tortura cada día, pero estaba bueno porque hacía que me viera de otra manera. Empecé a amigarme un poco más con mi cuerpo y a decir: “Es mío y lo voy a tener que llevar toda la vida”. Lo difícil de ser una persona trans es eso, es darte cuenta de que si vos no cuidás tu cuerpo, no te lo va a cuidar nadie y de que lo vas a tener que llevar siempre, te guste o no te guste, con tetas o sin tetas, va a estar siempre ahí y está bueno que así sea. Pero en realidad fue ése el cambio.

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