Domingo, 22 de septiembre de 2013 | Hoy
PATAGONIA. DE VILLA PEHUENIA A TREVELIN
Un viaje de dos semanas desde el norte hasta el centro de la Patagonia, con la RN40 como eje. Desde Villa Pehuenia a Trevelin, pasando por el Camino de los Siete Lagos, Villa Traful, Villa La Angostura, Lago Puelo y Esquel, en una de las temporadas más floridas y esplendorosas del año para visitar la región.
Por Julián Varsavsky
Nadie lo ha visto todo de ella. Es decir, nadie la ha visto nunca. Es la Patagonia, esa dama esquiva imposible de abarcar, que nos provoca y huye delante del parabrisas, inalcanzable como un espejismo. Pero es inevitable salir tras ella por los caminos, mientras nos desconcierta con sus encantos de cada estación: vestida de punta en blanco en los inviernos, de rojo y amarillo cada otoño, y de verde en primavera y verano. Esta vez la escudriñaremos por la parte norte y central del mapa de su cuerpo, tomando como eje la legendaria Ruta 40, en paralelo a la Cordillera de los Andes. Asumimos de antemano la futilidad de nuestra empresa: su belleza fugaz nos rozará con la suavidad de un velo, encandilándonos con sus flashes multicolores, para ir a ocultarse en la densidad de un bosque, en lo alto de una montaña o en lo profundo de un lago. Una vez atrapados en su búsqueda, ya no podremos librarnos nunca de su misterioso influjo.
DE BUENOS AIRES A NEUQUEN Con los bártulos bien acomodados en el auto desde la noche anterior, partimos antes del alba desde Buenos Aires para llegar a dormir a la ciudad de Santa Rosa de La Pampa (610 kilómetros). Al día siguiente continuamos hacia las ciudades de Neuquén y Zapala, para tomar la RP23 hasta Villa Pehuenia (847 kilómetros desde la capital pampeana).
Al llegar a Villa Pehuenia vemos desde el camino una aldea en plena Cordillera de los Andes –en el norte de Neuquén–, con calles de tierra y casas desperdigadas entre la vegetación junto al lago Aluminé.
El primer día vamos hasta la laguna del volcán Batea Mahuida. En diez minutos llegamos a la cima del volcán y como anoche nevó a destiempo –como a veces ocurre ya entrado el verano–, los picos de las montañas están cubiertos de blanco, mientras la bruma del amanecer a ras de tierra le imprime al paisaje un aura onírica.
Al día siguiente visitamos la vecina localidad de Moquehue para un paseo en kayak. Al avanzar sobre la transparente superficie, la sensación es como volar sobre una silenciosa alfombra mágica que proyecta su sombra en el fondo del lago. Las truchas pasan por debajo como rayos plateados. Cuando los brazos se cansan nos recostamos en el kayak como si fuera una reposera, para dormir una siesta a la deriva. Después volvemos a remar, explorando los recovecos del gran espejo de agua que refleja invertidos los picos nevados de las montañas. Por último, en una playita de arena nos damos un chapuzón bastante frío y así se nos va la tarde, entre mates y facturas.
SEGUNDA ESTACION Nuestra gira patagónica tiene un rumbo marcado en el mapa y una fecha de regreso a Buenos Aires. Pero en el camino manejamos los tiempos guiados por el principio del placer. Así que el día que nos place “levantamos campamento” hacia nuestro segundo destino: Villa Traful.
En el trayecto visitamos la ciudad de San Martín de los Andes y allí tomamos el Camino de los Siete Lagos, que une esa localidad con Villa La Angostura. Pero a mitad del viaje un desvío de ripio nos lleva a un poblado de casas de madera desperdigadas sobre una ladera frente al lago Traful. Al atravesar los bosques en galería que cubren el camino, la sensación es la de haber descubierto un pueblito secreto escondido entre las montañas.
“¿Qué sentido tiene viajar a Suiza si tenemos un lugar como éste en la Patagonia?”, me dice el dueño de unas cabañas al pie de los picos nevados en Villa Traful, y no encuentro argumentos serios para contradecirlo.
El centro de atracción en Villa Traful es el lago, en la parte baja de un gran anfiteatro natural donde pacen vacas y ovejas en los prados.
El pueblo se puede definir por lo que no tiene: muchedumbres, restaurantes gourmet, hoteles cinco estrellas y banco. Abundan, en cambio, los arroyos de deshielo que bajan por la montaña para alimentar lagos transparentes, y un aire purísimo con aroma a verde que ingresa en las vías respiratorias como un torrente. También hay añejos ñires y retamas florecidas de amarillo, y hasta un bosque de cipreses sumergido, cuyos troncos se mantienen en pie en el fondo del lago Traful y asoman sus copas deshojadas en la superficie.
Villa Traful es por lo general un circuito alternativo para recorrer en el día desde Bariloche o San Martín de los Andes. Nosotros preferimos lo contrario: instalarnos aquí a descansar en una cabaña y visitar esas ciudades en el día, regresando a nuestra aldea encantada y perdida entre las montañas.
Nuestra siguiente estación es Villa La Angostura, a la que llegamos con un objetivo muy concreto: hacer un trekking por el cerro Cocinero, una de las caminatas más espectaculares de la provincia de Neuquén. El primer tramo es por agua, saliendo desde la bahía Brava en un gomón semirrígido con motor fuera de borda. En el trayecto navegamos un costado de la isla Fray Menéndez para desembarcar en una hermosa playa de aguas turquesas, un paraje idílico donde tiene su casa de madera el señor Martínez, un baqueano del Parque Nacional Nahuel Huapi nacido allí mismo.
Comenzamos a caminar en los 800 metros sobre el nivel del mar –la altura del lago– rumbo a los 1600 metros, donde hay un refugio de montaña. Nos conduce el experimentado guía Fabián Fasce, por zonas algo empinadas donde el esfuerzo no es menor.
Cerca ya del refugio, la parte alta de la montaña se vuelve árida y caminamos enterrando los pies en los restos de ceniza volcánica. Pero allí hay un impresionante mirador con vista a Bariloche, a los brazos Huemul, Machete y Rincón del lago Nahuel Huapi, a los cerros Tronador y Campana, y a los lagos Correntoso y Espejo.
AL LAGO PUELO En Villa La Angostura visitamos el pequeño Parque Nacional Bosque de Arrayanes y al día siguiente seguimos viaje –siempre hacia el sur por la Ruta 40– hasta la localidad de El Bolsón, provincia de Río Negro. Para alojarnos elegimos el vecino pueblo de Lago Puelo, aún más intimista y silencioso que El Bolsón, ya en la provincia de Chubut.
Lago Puelo vive del turismo y las plantaciones de fruta fina. Y a cinco kilómetros tiene el Parque Nacional Lago Puelo, que ocupa un valle labrado por las glaciaciones, cuyas fuerzas descomunales abrieron el paso cordillerano por donde se cuelan desde Chile la flora y fauna de la selva valdiviana. Los habitantes transcurren su vida prácticamente duplicada y pies para arriba en el reflejo de ese espejo de aguas verde-azuladas que es el lago Puelo.
En Puelo pasamos unos días en otra cabaña, de cara al lago y al pie del cerro Currumahuida, “encerrados” en un gran valle de origen glaciar. Cada atardecer las chimeneas de las casas despiden el aroma a dulce de la repostería artesanal, ya que una de las premisas en Lago Puelo es que –en lo posible– todo se haga con las propias manos. Esto incluye desde obtener la miel hasta cosechar las hierbas aromáticas para el té y las frutas para las tortas.
El viaje sigue por “la 40” y la Patagonia se nos “ensancha” cada vez más, como un reflejo de sus cielos infinitos. Ahora la “abordamos” en la ciudad de Esquel, el punto más austral que usaremos como base para nuestra gira. El objetivo es caminar los senderos del Parque Nacional Los Alerces, uno de los mejores del país para hacer trekking. Tiene 28 senderos de todo tipo y complejidad. Primero caminamos una hora y media por el sendero entablado que va al Alerzal Milenario. Y al día siguiente regresamos para un trekking más exigente al glaciar Torrecillas, uno de los más completos para tener una visión general del parque.
Comenzamos la caminata al glaciar en la pasarela del río Arrayanes, que en sí ya ofrece una gran panorámica de la zona, con las aguas turquesas del río desembocando en el lago Verde. En el camino al puerto aparecen los lagos Futalaufquen y Verde, más el río Arrayanes con su tentador color turquesa, tan intenso que rivaliza con las playas caribeñas.
En media hora de caminata llegamos a Puerto Chucao para tomar una embarcación que cruza el brazo este del lago Menéndez. Durante la navegación se levanta en cada orilla una muralla verde de árboles, al pie de una cadena de montañas. En minutos bordeamos la isla Grande –poblada por cauquenes y martines pescadores– donde el lago se divide en dos brazos. Y de repente aparece el glaciar de altura del cerro Torrecillas, que resplandece a los 2253 metros.
Desembarcamos en Puerto Nuevo y a partir de aquí comienza una caminata de complejidad media, subiendo un desnivel de 300 metros. Atravesamos un bosque de tineos, coíhues y alerces, hasta llegar a un arroyo que nace en la laguna formada por el derretimiento del glaciar Torrecillas. Bordeamos el arroyo y lo cruzamos usando como puente un tronco de coíhue caído.
Al ganar altura las panorámicas son cada vez más asombrosas y en algunos lugares los guías tienen instalados una escalerita y un sistema de sogas de apoyo ante algún resbalón, especialmente si hay un poco de nieve (aun en verano). El punto máximo de aproximación al glaciar está a 500 metros de la masa de hielo, en una pequeña península que ingresa en la laguna glaciaria rodeada de témpanos. El glaciar nos recibe con el atronador rompimiento de una pared de su frente, que cae en la laguna desde la cima de la montaña.
IDILIO CON TULIPANES Elegimos hacer este viaje entre la segunda y tercera semana de octubre por una razón muy concreta: ver la que acaso sea la postal más colorida de la Patagonia, en el campo de tulipanes de la familia Ledesma en Trevelin. Desde Esquel partimos en la mañana hacia el vecino “pueblo del molino” –tal es el significado del nombre en galés– y al llegar frente a la entrada de la cascada Nant y Fall aparece la plantación en una planicie, florecida en su máximo esplendor.
El campo de tulipanes en Trevelin es la cumbre del romanticismo entre los paisajes. Cuando uno llega y el panorama le arroja en la cara su insondable belleza, el impulso inicial es acribillarlo a disparos con la cámara. Pero lo más sensato sería relajarse, caminar la plantación y observar sus perfiles, saboreando su cromatismo hasta que los sentidos se calmen.
Estos tulipanes son una prueba compleja para cualquier fotógrafo. Hacer una foto “linda” allí es fácil. Lo difícil es agregarle la mirada propia mirada, el recorte estético. ¿Cómo adicionarle una cuota más de esteticismo a esa imponencia multicolor?
En el paisaje de los tulipanes en Trevelin –con su exuberante barroquismo– hay una explosión cromática servida en bandeja, con una montaña nevada en perspectiva y posibilidades infinitas de encuadres entre los que nos cuesta conseguir la originalidad. ¿Cómo encontrar lo que los otros no ven? La inquietante respuesta nos paraliza, obnubilados frente al paisaje inmóvil –con todo el tiempo del mundo– sin saber por dónde empezar. Pero consuela la sensación física de tener, ahora sí y por un instante, a la Patagonia hecha cuerpo, abrazada por la cintura.
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