VERANO12

Borscht

 Por Juan Martini

Eduardo Grosman entra en su departamento. Son las seis y media de la mañana. Enciende la luz del comedor y vacía los bolsillos sobre la mesa: un paquete de cigarrillos americanos, un encendedor Ronson de oro, monedas, un pañuelo blanco que tiene sus iniciales bordadas con hilo azul, tres o cuatro billetes de diez pesos, tickets, pastillas de menta y un bolígrafo. Deja también las llaves, sobre la mesa. Enciende un cigarrillo. Sopla el humo. Se mira en un espejo. Se mira los ojos. Se pasa una mano por el pelo. En la piel de la cara se ve ya el despuntar de la barba. Entonces se sienta en una silla, frente a la mesa, golpea suavemente el cigarrillo en el borde de un cenicero de cristal y se afloja la corbata.

El departamento no es suyo. Es de su mujer. O está a nombre de su mujer. Es un departamento chico. Tres ambientes, cocina, baño y un trastero. Su mujer está durmiendo. En otro dormitorio duermen los hijos de su mujer. Dos varones. Una hora más tarde ella se levantará y los despertará para que vayan al colegio. Después se volverá a acostar. El y su mujer duermen en camas separadas. A los dos les gusta dormir y que no los molesten. Que no los toquen, que no los despierten, que el sueño sea un refugio, o un lugar a salvo.

Entonces Eduardo Grosman apaga el cigarrillo, se incorpora, deja el saco en el respaldo de una silla, va al baño, se lava los dientes y la cara: se tira agua en la piel de la cara, en los ojos, se frota el cuello y la nuca con agua fría. Trata de no hacer ruido. Cierra la puerta del dormitorio de los hijos de su mujer y abre la puerta de su dormitorio. Huele el olor ligeramente ácido y familiar. Ella, es posible, tomó un par de copas la noche anterior. Su mujer llegó al departamento a eso de las once. Venía de bailar tango en una milonga de la calle Junín, a cuatro cuadras del departamento. Los chicos estaban dormidos. Les apagó el televisor. Se sirvió un whisky con hielo, se sacó los zapatos y miró el cielo desde la ventana de su dormitorio. Después cerró las persianas, se sirvió un poco más de whisky y se echó en la cama con el vaso a mano.

El, ahora, cierra la puerta. Se dejó la camiseta que tenía debajo de la camisa y se pone un pantalón pijama de color celeste. Se sienta en la cama. Ve, en la penumbra, el vaso que su mujer dejó en el suelo. Le queda todavía un trago de whisky. Ella duerme cubierta con una enagua negra de satén. Tiene las piernas largas, el pelo ondulado, la cintura angosta. A sus 37 años es una mujer atractiva. Parece un poco más joven y en las milongas los tipos hacen cola para sacarla a bailar. A él le gustan las enaguas de satén. A él le gusta su mujer. A él no le molesta el olor un poco ácido que deja en el aire, por las noches, la respiración de su mujer. Si él quisiera, ahora, se acostaría en la cama de ella. Le acariciaría el cuerpo envuelto en satén. La despertaría apenas, lo suficiente para que ella se entere de que él le está separando las piernas y empieza a entrar en ella. Lo indispensable para que no sea, técnicamente, un asalto o una violación. Y ella se dejará. Todavía dormida, casi con placer, ella lo dejará hacer sobre ella. Lo dejará jadear, empujar, tocar, y le acariciará la nuca, el pelo húmedo de la nuca, el cuello, mientras él se mueve sobre ella, gime, y termina.

Pero no lo hará. No sería justo. Y tampoco le quedan muchas fuerzas. Está cansado, Eduardo Grosman, cansado y vencido. Necesita hundirse en la almohada, en la oscuridad que queda de la noche, no fumar más, olvidarse, y dormir. Pero sobre todo necesita no hacer cuentas. No hacer más cuentas. La vida se le ha convertido en un cálculo de probabilidades, por un lado, y por otro en un balance continuo. Está harto de esa vida. Se recuesta en su cama. Acomoda la almohada. Mira, boca abajo, en la penumbra, la pared. Y antes de dormirse, Eduardo Grosman se acuerda de su abuelo, el padre de su madre. Y siente, o recuerda, en este momento, el olor inconfundible y pesado del borscht. También piensa en las piernas de su mujer cuando ella baila tango. Y piensa en cómo le miran las piernas, a su mujer, los tipos que quieren bailar con ella. Pero el olor a borscht, o el recuerdo del olor a borscht, lo lleva enseguida a la figura de su abuelo. Un hombre alto, flaco, siempre vestido de negro, que se llamaba Sasha. Su abuelo lo iba a buscar los sábados a la salida de Hebraica. El nadaba en la pileta de invierno de Hebraica y a las seis de la tarde su abuelo lo esperaba en la salida. Con su traje negro, su camisa blanca y la kipá. Sasha, su abuelo, jugaba al poker. Su abuelo le ponía una mano en el hombro y los dos caminaban por la calle Sarmiento.

“¿Cuántos largos hiciste?”, le preguntaba Sasha. Y él mentía: Cuarenta. Su abuelo sabía que él mentía, pero nunca le dijo nada. “Está bien”, decía su abuelo. Pero yo a tu edad me hacía cincuenta o sesenta largos en el mismo tiempo. Y Eduardo Grosman también sabía que Sasha, su abuelo, mentía.

Cuando suena el reloj y su mujer se levanta para despertar a los hijos, él ya duerme. Abrazado a la almohada. Con una respiración suave y pareja. No es, o no parece, la respiración de un fumador empedernido. Ella se levanta cubierta con su enagua negra de satén, se pone un pullover de hilo y sale del dormitorio. Descalza. Los pies delgados, que los zapatos para bailar tango desnudan y ocultan al mismo tiempo. Las piernas firmes, largas, que los tipos no pueden dejar de mirar cuando ella hace firuletes en la pista. Pero hoy, ella, no quiere despertarse del todo, quiere seguir durmiendo, hasta el mediodía, y al mediodía le gustaría que él se despierte, se dé una ducha, y la lleve a comer un revuelto Gramajo en el restaurante Río Bamba. Un revuelto Gramajo y un balón de cerveza muy fría. Entonces sería feliz. Por eso despierta con cuidado a sus hijos. Los ayuda a vestirse. Les pide que no griten. Se asegura de que lleven todos los útiles en los portafolios de cuero. Les da plata para que desayunen en el bar de la esquina. Y les pide que miren a los dos lados antes de cruzar la calle. Después cierra la puerta con llave, vuelve a su pieza, se acuesta y se duerme. Eduardo Grosman, en la cama de al lado, hace rechinar los dientes. Ella está acostumbrada y no le presta atención. Ya no. Pero hace tres o cuatro años el bruxismo de él la ponía nerviosa y la despabilaba.

Alejandro Feuer, Sasha, jugaba al poker. Jugaba en clubes. Perdía mucho dinero. Se endeudaba con usureros. Prestamistas goim, porque no podía o no quería pedirle dinero prestado a un judío. Pero de vez en cuando ganaba. A veces ganaba mucho. Y entonces pagaba sus deudas, o parte de sus deudas, y salía a festejar con su mujer. Iban, por ejemplo, a comer cualquier cosa en La Emiliana para después pedir de postre un omelette surprise.

Eduardo Grosman hace lo mismo. Juega al poker en un club que está cerca del Hospital de Clínicas. Con los años fue perdiendo sus cargos directivos en dos o tres compañías de seguros. Ahora vende por su cuenta seguros de vida para una empresa americana. La noche pasada perdió 3150 dólares. Pagó con tres cheques, la cifra que perdió más los intereses. Un robo. Pero ganó tiempo.

En la planta baja del edificio hay un restaurante. Nunca comieron allí, ellos. Es un local chico, humilde, oscuro, del que sale siempre olor a borscht. A su abuelo le gustaba el borscht. A él no. Pero el olor a borscht, el olor caliente y fuerte del borscht está ligado a su memoria como un código. Puede pasar mucho tiempo sin recordarlo, pero cuando lo hace, las imágenes y las sensaciones se deslizan como las huellas de una premonición. La infancia nunca es transparente. Esther, su abuela materna, hacía borscht una vez por mes. El nunca supo el porqué de esa frecuencia, pero era una costumbre más, o una manera de darle el gusto o de honrar a Sasha, su abuelo, y la casa de la calle Viamonte se llenaba de olor a repollo, zanahorias, remolacha, papas, cebollas, tomates, apio, perejil, porotos y carne hirviendo largamente en un caldo espeso y rojo. El recuerda, por ejemplo, que su abuela Esther revolvía la sopa con un pañuelo en la cabeza y una mano en la cintura, y lloraba. Si él, cuando tenía diez años, le preguntaba a su abuela por qué lloraba ella meneaba la cabeza y no respondía.

Poco después de las dos de la tarde su mujer, despierta desde una hora antes, aceptó que él seguiría durmiendo y se levantó, se dio una ducha, se puso un vestido liviano, zapatos de tacos bajos, un saquito de lana y salió. Se encontraría con Julia, una amiga, caminarían por la avenida Santa Fe, tomarían el té en el Petit Café, comerían tostados de jamón y queso, fumarían, y la tarde iría pasando con la intensidad y la mansedumbre de una primavera anticipada en la que todavía no florecieron ni los lapachos ni los jacarandaes. Por supuesto, ellas hablarían de hombres y de milongas, de historias entreveradas entre el amor y las conquistas fugaces, entre deseos y trivialidades.

Por eso, cuando los hijos de ella vuelven del colegio, encienden el televisor, se preparan la merienda y se pelean, Eduardo Grosman, boca abajo en su cama, la cara hundida en la almohada, destapado, abre los ojos y se frota, uno contra el otro, los pies desnudos, cortos y anchos. Después, como si el cuerpo le reclamase lentitud, se incorpora, se despereza, toca con los pies el suelo de madera y mira la luz que se filtra por las persianas de hierro. Sabe entonces que es una tarde radiante, que su mujer no está, y que los hijos de ella no miran el televisor en blanco y negro, encendido y con el volumen alto: escuchan, en cambio, por la radio, las aventuras de Tarzán. Eduardo Grosman abre las persianas y mira el cielo. Dos meses atrás, desde allí, se veían subir y bajar, ir y venir, a los aviones de la Marina y de la Fuerza Aérea que bombardeaban la Plaza de Mayo. Era el comienzo del fin de Juan Perón.

En la cocina se prepara café y saca un cigarrillo del paquete que encuentra en una repisa. Lo hace girar entre los dedos y lo huele. El tabaco está fresco. Se llena los pulmones de humo. Tose. Se sirve una taza de café humeante. Le pone azúcar. Y con el cigarrillo entre los labios, la taza en una mano y el diario que su mujer ha dejado en la cocina en la otra se dirige al comedor. Los hijos de ella escuchan la radio y han desplegado sobre la mesa sus soldaditos de plomo. No juegan. Mueven un jeep o una moto con sidecar o un caballo. Pero están distraídos. O sólo le prestan atención a la radio. Eduardo Grosman apaga el televisor y se sienta. Los hijos de ella lo miran. El mayor tiene once años y el menor ocho. El les hace una mueca, con la lengua bajo el labio inferior, imitando a un mono. Los hijos de su mujer se ríen. El toma su café, fuma, hojea el diario. Siempre ha leído ese diario. También lo había leído su padre. Y, antes, Alejandro Feuer, su abuelo materno. Cuando termina de leer hace los crucigramas. Casi nunca los resuelve por completo. Pero siempre le faltan, para lograrlo, apenas tres o cuatro palabras. Les dice a los hijos de ella que cuando termine Tarzán hagan los deberes. Y se va al dormitorio. Elige la ropa que se pondrá: un traje liviano de lana gris, una camisa celeste, una corbata azul con rayas verdes, medias grises y zapatos marrones. Después se afeita y se da una ducha.

Cuando sale, su mujer todavía no ha vuelto. Son las siete de la tarde. No tardará mucho. A esa hora ella les prepara el baño a los hijos y un poco más tarde les cocina algo. Después los acuesta y cuando se quedan dormidos se cambia y va un par de horas a la milonga de la calle Junín. Esa es su rutina, las cosas que hace casi todas las noches. Eduardo Grosman camina por Corrientes, pasa frente a los cines Cataluña y Radio City, llega a la avenida Callao y en el bar El Ciervo toma otro café y hace dos llamadas desde un teléfono público. Después, en la mesa del bar, repasa su agenda. El día siguiente, a primera hora de la tarde, tiene una cita de trabajo. Un cliente. Un hombre de 62 años al que piensa venderle un seguro de vida en dólares. Lo ideal sería acostarse, esta noche, a las dos, máximo a las tres de la mañana...

Ya son casi las ocho cuando toma un taxi. Podría ir caminando hasta el club, pero le gusta viajar en taxi, mirar la ciudad desde la ventanilla de un auto, fumar, sin sobresaltos, imaginar con quiénes se sentará a jugar, proponerse hacerlo con calma, esperando las cartas favorables, por un lado, y por otro las ocasiones ideales para mentir, para apostar con seguridad cuando intuya que los otros no tienen juegos o que no están dispuestos a pagar para ver si él lo tiene o no.

Sasha Feuer murió en septiembre de 1925 mientras esperaba un taxi. Salió de un club en la calle Rivadavia, caminó hasta la avenida de Mayo, encendió un cigarrillo y esperó. No hacía frío. Había perdido. La semana siguiente celebraría Rosh Hashaná. El ya tenía 70 años y Esther, su mujer, 67. Ella prepararía knishes, arenques marinados, vareniques con cebollas salteadas, y muchos postres: leicaj, strudel y rugelach, el preferido del único nieto que tenían, Eduardo, hijo de Ruth Feuer y de Daniel Grosman, un buen muchacho de 19 años que nadaba croll y había ganado algunas medallas en torneos estudiantiles.

Esa noche, Sasha, de pronto, cayó fulminado en la esquina de avenida de Mayo y San José. Lo asistió Renée Lightower, una norteamericana que había llegado a Buenos Aires antes de la Gran Guerra, había puesto una joyería en la calle Maipú, y jugaba al poker todas las noches en el mismo club que Sasha.

Las versiones sobre su muerte nunca pudieron aclararse. Esther, su mujer, sostuvo siempre que había sido un infarto. Ruth, su hija, creyó en cambio en el relato de un ajuste de cuentas que le contó un año después, en 1926, David Podolsky, el mejor amigo de Sasha, un judío ucraniano dueño de una peletería. La mujer de Podolsky, Sarita, le había enseñado a Esther a hacer el borscht. Y Podolsky le contó a Ruth que a su padre lo había envenenado un goi que no podía cobrarle una vieja cuenta.

Ahora Eduardo Grosman tiene tres nueves en la mano y pide dos cartas. Una pantalla, alrededor del foco que ilumina la mesa, deja los rostros de los jugadores casi en penumbras. El recibe las cartas que pidió. Mira el tapete verde y sus manos sobre el tapete, los puños de la camisa, el reloj de pulsera. Se ha sacado el saco para jugar y le gusta ver el reflejo de la luz en sus gemelos de oro. Orejea las cartas. Tiene un cigarrillo entre los labios.

Su mujer y sus hijos no son judíos. Son goim. Y Esther, su abuela materna, y Ruth, su propia madre, no le han perdonado nunca que se casara con una cristiana. Gracias al cielo, piensa, su padre y su abuelo ya no están en este mundo.

La primera carta es un siete de corazones. Aspira, en medio de una nubecita de humo, el cigarrillo y continúa lenta, devotamente, la tarea de orejear las cartas. Se toma demasiado tiempo para hacerlo y el jugador que está a su derecha le roza el brazo izquierdo con el codo. Es una mesa redonda, de madera y felpa, la misma mesa de todas las noches.

Esther, su abuela, siguió, después de la muerte de Sasha, haciendo borscht una vez por mes. Y siguió revolviendo el borscht, de vez en cuando, con una cuchara de madera, con la otra mano en la cintura, y con un pañuelo en la cabeza.

La segunda carta que recibe es el cuarto nueve, un nueve de tréboles con el que su trío se convierte en poker. El, con un gesto habitual, apuesta. Ni a su mujer ni a los hijos de su mujer les gusta el borscht. Y a él no le importa. A él tampoco le gusta. El olor del borscht es fuerte y flota, denso, en el aire de la cocina de la casa de Esther.

Entonces decide retirarse. Gana esa mano con un poker de nueves y completa así una noche de suerte. La mesa termina, él se levanta de la mesa, cambia las fichas, habla con un par de compañeros de juego. No se jacta. Sólo habla, comenta dos o tres incidencias propias del poker. Piensa que pagará las deudas y que ordenará un poco su vida. Sale a la calle. Es temprano, apenas las diez y media de la noche. Toma un taxi. Pasará por la milonga de la calle Junín. Le dará una sorpresa a su mujer. Su abuela lloraba. Revolvía el borscht y lloraba. Es un viaje corto. Paga y recibe el vuelto. El chofer le dice: “Se cae Perón, ¿no?”. Entra en el local. Escucha una grabación de la orquesta de Osvaldo Pugliese que toca sin Pugliese porque Pugliese es comunista y Perón no lo quiere ni ver. En la barra pide un whisky con hielo. Enciende un cigarrillo. Su mujer está bailando. Eduardo Grosman la mira bailar. Es una mujer atractiva. Y los tipos le miran las piernas mientras ella hace firuletes. Alberto Morán canta “No me escribas”.

Treinta y cuatro aviones North American AT-6, Beechcraft AT-11, Gloster Meteors y Anfibios Catalina tiraron bombas de fragmentación de 50 y de 100 kilos sobre la Plaza de Mayo a lo largo de cinco horas.

Desde la ventana de su dormitorio, el 16 de junio, Eduardo Grosman vio, a lo lejos, los aviones subir y bajar contra un cielo nublado. El tipo que baila con su mujer la abraza demasiado, la estrecha demasiado contra su pecho, y él cree ver en los ojos de ella un relámpago de disgusto. Entonces deja la copa sobre el mostrador y camina hacia la pista. Se abre paso entre los bailarines con suavidad. Llega junto a su mujer y al hombre que baila con ella. Con un gesto le pide disculpas al hombre. Toma del brazo a su mujer y se aleja con ella. El tipo, en el centro de la pista, se toca la traba de la corbata, y vacila. En los altavoces Morán desgrana versos de “No me escribas”. Ella le pregunta qué hace allí tan temprano, y se le nota en la voz que está complacida. El le dice que tenía ganas de verla, de hablar con ella, de caminar con ella. Y ella le dice que recoge su abrigo en el guardarropa y se van. El termina el whisky en la barra, paga, se acerca a la puerta, y espera.

Cuando por fin salen a la calle son apenas las once de la noche. No hace frío y en el aire hay olor a jazmines. De pronto, frente a ellos, un hombre insulta a otro y comienza un forcejeo. Se suman tres hombres que salen de la milonga. En el tumulto, alguien los empuja desde atrás, a Eduardo Grosman y a su mujer. Se golpean contra un tipo que huele a fijador para el pelo y contra una rubia que tiene corrida la pintura de los ojos. El sabe qué pasa. Lo sabe de inmediato. Por eso se saca a otro tipo de encima. En la mirada del hombre que usa una traba de oro reconoce el rencor. Abre la puerta de un taxi. Ella sube primero. El se deja caer en el asiento: se lleva una mano al vientre. Con la otra busca los cigarrillos y enciende uno con el Ronson. Abre la ventanilla y sopla el humo. El tumulto quedó atrás. Ella se queja. Recibió un codazo en la espalda. Saca un espejito de la cartera y se mira. No ve que él sangra. No ve que la sangre se desliza entre los dedos de él y que le mancha la camisa, la corbata y el saco. Ella no ve que Eduardo Grosman sangra. Por eso no grita.

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