VERANO12 › MARCELO FIGUERAS

El Niño del Gorro de Lana

A L. F.,
humildemente

A la noche hay tiros. Suenan encadenados, rulos de batería, esquirlas de un solo. Acaban pronto pero quedan los gritos. Que se van por un pasillo y vuelven por otro, no encuentran la salida del laberinto. Hasta que las sirenas los tapan. Pero la voz de Maco, el cartonero, se hace oír igual. Un colador, repite. Nadie hierve fideos en la madrugada y aúlla indignado, debe estar hablando de su rancho.

El Niño del Gorro de Lana no duerme. Hace tiempo que perdió ese don. La idea misma se le ha vuelto abstrusa: ya olvidó que la modorra aplasta como pila de frazadas, que las piernas bailan solas cuando se relajan, que la baba huye de la boca al primer descuido. Cada vez que piensa en ello siente tal desconcierto que se aferra a otro recuerdo, uno aún fresco. Aquel verano que se echaron al río y pataleó a lo perro, hasta que no dio más. Se iba para abajo por un tobogán. Era horrible pero lindo a la vez, como si hubiese aprendido a volar y perdido el miedo a estrellarse. De no haber sido por Sergio, que lo agarró de los pelos (en esa época no usaba el Gorro de Lana, todavía), se habría ahogado sin remedio.

No más insomnio. No más recetas. No más tiros en la noche.

A toda su familia le cuesta dormir. El único que ronca como burro es Sergio pero se fue hace cinco años, Sergio es un fantasma, baba que escapa de la boca. Mamá duerme sólo cuando está medicada, hoy es una de esas noches benditas. Los problemas sobrevienen cuando se posterga la cita médica (cosa habitual, el hospital es un hormiguero reventado) y la nueva receta no llega a sus manos. Empastillada, Mamá cae en coma. Sin las pildoritas, cabecea y se sobresalta, víctima de pesadillas o visiones. Dice que las voces la importunan, que Sergio la llama. El Niño nunca sabe a qué Sergio se refiere, si a su hermano mayor o al tipo que los concibió y se mandó a mudar. A veces piensa que su hermano se fue por esa razón: porque se cansó de que Mamá lo llamara para descubrir que era el Sergio equivocado, de no inspirar más que decepción.

“Todos los hombres me dejan”, dice Mamá a veces, cuando logra desdoblar a sus Sergios.

“Yo no te dejé”, responde El Niño.

“Pero vos no sos un hombre”, dice Mamá. Y El Niño nunca replica. Porque Mamá tiene razón, y porque no está seguro de querer serlo alguna vez.

El Golun, que es el más chico, tiene sueño liviano. Hay noches que se queda seco con los ojos entreabiertos y El Niño se contiene para no sacudirlo. Otras veces los cierra como Dios manda, pero le tiemblan los párpados. Eso inquieta siempre a El Niño. En la penumbra del rancho se acerca a su hermano y aguza la vista, todo lo que desea es confirmar que ha vuelto a equivocarse: que no es verdad que tiene bichos en los ojos, dos polillones que aletean sin parar.

Esa noche El Golun pega un salto al primer tiro.

“¿Qué fue eso?”

No necesita verlo para entender que está a su lado, El Golun sabe de la vigilia de El Niño.

“Nada. Petardos. Dormite.”

El Golun vuelve a acostarse mientras las balas repican, llamando a la ceremonia de la muerte. Y El Niño maldice por lo bajo. No le da odio esa violencia sino la otra, la del hambre que es más fuerte que aquel de la panza vacía y que, le consta, impedirá que El Golun retorne al sueño. Pronto empezará a estremecerse y a pedir la bolsita, qué te cuesta, una vez y nada más. Y El Niño se verá obligado a contenerlo y después a amenazar porque El Golun no entiende de límites, su hambre lo transfigura. ¿Cuántas veces se le ha escapado en plena noche, para golpear puertas en busca de una dosis? ¿Cuántas veces lo ató a su tobillo, en ausencia de mejor punto fijo: una pata de cama, un picaporte? Ya ni El Turco, que es capaz de venderles pasta a sus hijos, tolera el acoso. Sacame al pibe de encima o no respondo, le dijo la última vez. Y El Niño le ha hecho caso, día y noche. Si no padeciese insomnio debería comprarse uno –o robarlo–: está condenado a ser guardián de su hermano.

Cuando El Golun se desvela y Mamá está narcotizada, El Niño canta. Tiene una voz finita y melodiosa, sorprendente en esos labios que la mugre percude. A El Golun le sirve, en especial de noche, que no hay más distracciones que las balas. Escucha la canción y olvida la bolsa y aunque no se duerma, deja de estremecerse. La experiencia enseñó a El Niño que a él también le conviene cantar, porque le ayuda a matar el tiempo. Pero cuando El Golun duerme y Mamá oye voces, El Niño hace otra cosa: dice palabras raras y ella se tranquiliza. Lo descubrió una noche que ya no había pastillas y leyó el prospecto, preguntándose si, en ausencia de la píldora, podría conseguir sus ingredientes. Benzodiazepina, dijo en voz alta. Lactosa monohidrato. Sacarina sódica. Estearato de magnesio. Y Mamá se calmó, como si las palabras emulasen el efecto químico.

Esa noche canta lo que primero le sale. Una canción que les oyó a los evangelistas y se le pegó, sólo recuerda un trozo. Desciende, desciende, como lenguas de fuego, como carbón ardiente. La canta una y otra vez. Desciende, desciende. Hasta que las palabras pierden forma y sugieren un idioma nuevo. Comolén guas defue, goco mocar bonar. El Niño ya no sabe qué está diciendo, pero no importa. El Golun ronca como un angelito. La ventana del rancho se ha puesto pálida.

De día es más fácil. El Niño deja a El Golun en la escuela (se asegura de que entre y monta guardia un rato extra, por si las moscas) y acude a buscarlo a la tarde. A esa hora se le presentan variantes. Si le quedó tarea pendiente lo lleva a un rancho amigo, donde haya tele y alguien le eche un ojo. Y en el mejor de los casos lo invita al cine. Uno de los boleteros del Showcase los deja colarse, siempre que caigan lunes, martes o jueves.

Esa mañana quiere ir con Mamá al Petrona, a pedir turno. Todavía hay margen, pero El Niño no desea arriesgar la receta futura; por eso abandona la vereda de la escuela antes que de costumbre. Sin embargo Mamá remolonea. Le pesan los pies, dice que espera a Sergio. (¿A cuál?) Sería descortés, alega, que llegase a una casa vacía.

“Anoche me llamó”, se explica. Las voces de Mamá tienen una ventaja, la eximen de pagar factura telefónica. “Está preocupado. De todos sus hijos, nadie lo desvela más que vos.”

El Niño reprime el impulso de contestar. Preguntaría si cuando dice hijos se refiere a ellos tres, nomás, o también a aquellos que ha sembrado por todas partes con su pija hedionda. Pero elige callar, para no perturbarla. Por eso espía dentro de la heladera y finge que necesitan algo. (¡Como si hubiese que abrirla para saberlo!) Eso justifica la excusa, falta leche Mamá, enseguida vengo, no hagás locuras. Y que embista la cortina de la puerta del rancho: las tiras son pegajosas, tratan de retenerlo.

Fluoxetine, piensa El Niño ya en el pasillo. Cimetidine. Omeprazole.

Dice Mamá que el barrio era distinto en su infancia. Más abierto, con potreros por todas partes. Ahora es una casa pegada a la otra, o peor: casas que se ciernen sobre otras por lo alto, como aves de carroña. Y ya no hay calles sino un pasillo, tan sinuoso como interminable. En ciertos tramos parece devorar al caminante, deja de ser vía para volverse tripa. El Niño no sabría dar indicaciones a extraños, aprendió a orientarse allí en un tiempo remoto como el sueño. Pero aun así conoce la señalización del barrio. Esa atmósfera acre, por ejemplo, es clara como un semáforo: revela la proximidad de un horno de droga.

El Niño apura el paso, alejándose. Pasa ante ventanas que fungen de almacén pero no se detiene, Mamá olvida siempre sus excusas. Lo que busca es un sitio desolado: donde al menos por un rato nadie lo vea, lo interpele o lo agreda.

Sin darse cuenta enfila hacia el Playón, que de playón ya no tiene nada. (Las palabras se deprecian en el barrio, dejan de decir lo que señalaban en su origen. Sergio se ha vuelto un apelativo indefinido. David Aldo Hugo Cimadevilla Salazar ya no es quien era, sino El Golun. El Niño mismo ha extraviado su nombre, cambiando así de identidad. Y Mamá. Una palabra que el Sergio original, a quien nunca pudo llamar padre, le arruinó para siempre. ¿Qué quiere decir, verdaderamente, mamá?)

Hace mucho le decían el Playón porque era la zona más cercana al río. Se levantaron allí casas bonitas para los parámetros del barrio, donde bonito es todo lo que parece terminado. Hasta que la fábrica lindera empezó a verter despojos y el aire se tornó irrespirable. Ni siquiera la gente que venía de la Ceamse, acostumbrada a la basura, quiso ocupar las casas abandonadas. Esta baranda es peor, porque es dulce, decían. Y tenían razón. El Playón huele a selva inundada, a frutos podridos. (Especialmente en verano, como ahora.) Otras pestilencias son irritantes pero la del Playón marea, pura ponzoña.

El Niño avanza de todos modos, porque lo que a otros repele le garantiza intimidad. No les hace asco a los charcos, sus zapatillas dividen aguas aceitosas. A esa hora asesina, su sombra se le esconde debajo de las suelas.

Sin siquiera pensarlo opta por la casa que más le gusta. Ya no tiene ni puerta ni ventanas pero conserva el revoque fino, una excepción: las casas del barrio sufren problemas epiteliales, no hay fachada que no padezca acné, llagas, sarcomas.

Apesta adentro tanto como afuera, pero al menos está fresco. No hay pisos ni revestimientos, el lugar es inhóspito como una escenografía. Aun así agradece sus dimensiones. A diferencia del rancho, allí puede respirar sin temor de que otro se coma su ración de aire.

Es su nariz, precisamente, la que le anticipa que no está solo. A medida que se interna en la casa (todavía a ciegas, sus ojos adaptándose a la penumbra), la pestilencia pierde dulzura y se carga de otra cosa, no menos siniestra.

El hombre está sentado contra una pared. Debajo de una ventana con la persiana vencida, por la que el sol penetra mostrando los dientes. Tiene las piernas cruzadas como un Buda. Por debajo de la panza se le ha plegado el pantalón, recogiendo en cuenco un líquido más espeso que el tejido. Sólo entiende de qué se trata cuando ve asomar, por detrás de una rodilla, el caño morado de una pistola.

El arma reordena el universo de El Niño. El líquido estancado no es vómito, los orificios de la camisa negra no son ojales. Y el hombre no está muerto.

No se mueve, pero aun no se ha ido del todo. Sus pupilas se elevan, asomando tras la raja de los ojitos, hasta encontrar la figura del visitante.

El Niño del Gorro de Lana juega a las estatuas. Apuesta a que el moribundo acepte el código y rehúse alzar el arma, porque en caso contrario perdería.

Se quedan así, contemplándose. Durante esa pausa, en otro rincón de la galaxia, una estrella se cierra como flor y muere.

Tiene cara de indio, el moribundo. Pelo duro que se le ha pegoteado sobre la frente, mientras transpiraba su agonía. Y los brazos caídos a los costados, en un gesto que sugeriría abandono si una de sus manos no estuviese cerca del arma.

Lleva allí desde la balacera de la madrugada, seguro. Un tiempo que la Tierra aprovechó para rotar y ofrecérselo al sol en sacrificio. El Niño asume que se trata de un hombre fuerte. Cualquier otro habría muerto ya, con el vientre lleno de sangre, mierda y plomos que no paran de oxidarse.

El ídolo rompe el sortilegio, intentando hablarle. Sus labios se retuercen, para soltar más gases que sonidos. El Niño no entiende lo poco que dice. ¿Sabrá hablar su idioma? ¿Qué expresa un hombre que muere: pide, se lamenta o agradece? La duda es causa suficiente del movimiento, El Niño da un primer paso que no altera la severidad del tótem. Sus ojos lo siguen, como los del Jesús de la lámina del templo.

El contacto se rompe cuando llega a sus pies. El Niño piensa que ha dejado de mirarlo porque no puede levantar la cabeza; pero entiende al fin que simplemente ha muerto. Se hinca para verlo mejor, aun cuando todavía no se anima a ponerse al alcance de sus manos. La opacidad que ha adquirido en la muerte lo asemeja más a una escultura salvaje.

El Niño se rasca la cabeza con fuerza que es casi saña. (Sacate el gorro un rato, suele decir Mamá. Los piojos también necesitan un respiro.) Con los ojos entreabiertos a la manera de El Golun, el hombre parece dormir. El Niño no descansa nunca pero a veces entra en trance, ve cosas por encima de lo que ya está viendo: otros planos, como cuando se bizquea y se perciben nuevas dimensiones sin la ayuda de anteojos como los del Showcase. A veces son destellos, nomás, formas refulgentes que reptan delante de sus ojos y salen de cuadro. Otras ve ectoplasmas, figuras humanas que lo ignoran cuando quiere tocarlas. A menudo se descubre rodeado de agua, como si el barrio fuese una aldea lacustre: pero no la roñosa de charcos y napas sino el agua azul de las películas, que le deja ver peces de aspecto antediluviano y más allá la ciudad escondida entre los cimientos del barrio. El muerto mismo parece, ahora, una de sus estatuas sumergidas.

Pero a diferencia de lo que ocurre por las noches, esta vez estira la mano y encuentra un tope. El cadáver se le resiste, sólido como bolsa de cemento. Y al instante emite un soplido, por un orificio que escapa a su vista. Lo empuja otra vez y vuelve a soplar por otro lado. El Niño sonríe. El tercer empujón ya no repite el efecto.

Asume que el muerto es parte de las bandas que se disputan el barrio. ¿Hombre del Turco o de Moncada, buche o rati? No lleva encima documentos, lo cual lo condena al limbo.

Le vacía la billetera, quita la cruz del cuello. La cadena de la muñeca le inspira ambivalencia, porque está salpicada. Decide llevársela, si la limpia bien no le costará venderla. El ídolo es generoso, no ha conocido nada más parecido a un Rey Mago: plata para la leche, oro para Mamá, las gotas de sangre que adornan la cadena podrían pasar por mirra.

La pistola está sucia. A El Niño no lo arredra la sangre, lo único molesto es su coagulación: tan espesa que resulta viscosa. Cuando prueba a abrir los dedos no lo consigue, érase un Niño a un arma pegado, se vuelve una extensión de El Niño o tal vez al revés. Acepta que quizá se trate de un signo, necesita la pistola más perentoriamente que otras cosas: nos hace falta un arma, Mamá, enseguida vengo, no hagás locuras. Le servirá para proteger a El Golun, antes que la droga le preocupa lo que es capaz de hacer para conseguirla. Los tipos son turros, El Golun se las chuparía sin dudar, con los ojos entreabiertos o con polillones en vez de párpados. Ellos y sus pijas chorreantes, lo último que le falta es que El Golun quede embarazado.

Pero también le conviene para otros menesteres. Con el arma en la mano lo molestarán menos, hasta El Turco se lo va a pensar. Se rasca el gorro con el caño y siente placer, es mejor que hacerlo con la mano.

Está a pasos de la puerta cuando se le ocurre algo. Da media vuelta y dispara. El tiro astilla la persiana, le baja un par de dientes. La segunda vez afloja el brazo y no falla. El cuerpo ni se mueve, simplemente acepta otro ojal. El Niño cree que la bala hizo plop al llegar a destino pero no está seguro, el estruendo lo ha dejado sordo.

Lo que le gusta es el olor a pólvora. Pica rico, fragante. Es su incienso, el último de los regalos del Rey Mago.

En el umbral la luz lo enceguece. Al instante entra en trance, nunca antes le ha ocurrido en pleno día. ¿Cuánto permanece así, cuántas estrellas nacen durante esa pausa? Lo bueno es que al regresar la pistola sigue allí, pesando en su mano, adosada por un pegamento como el que desvela a El Golun.

Lo hace sentir más grande. Más hombre.

Ojo con El Niño. Si le mojan la oreja empezará a tirar hasta que no quede nada, hasta que la realidad haga plop y empiece a salir agua por el agujero, un agua de película, azul como nunca ha visto, que todo lo lave, que todo lo hunda. Qué carajo, en el peor de los casos el rancho flotará. ¡Para algo es de madera! Cunda el agua nomás, que el arca boyará con la nueva Trinidad: El Niño, El Golun y Mamá.

Mete la mano armada debajo del buzo, insinuando una panza que no tiene ni quiere tener. Y camina cantando entre dientes, algo que les oyó a los evangelistas.

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Imagen: Carolina Camps
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