VERANO12

La ribera

 Por Enrique Wernicke

Desperté bruscamente, totalmente lúcido.

Era imposible demorarse en la inconsciencia: la mañana estallaba en la ventana de la piecita y me había penetrado el cuerpo cuando apenas entreabrí los párpados.

Me senté en la cama apoyando la espalda en los duros barrotes. La luz invadía la reducida habitación y su impertinente desenfado señalaba los más graves defectos de mi vida: soledad, desorden, pobreza. Sábanas arrugadas y sucias. Ropa en el suelo. Una botella de vino, vacía. Un libro abierto y manchado. Puchos de cigarrillos.

Estigmas de una noche como tantas.

Pero la ventana me ofrecía un nuevo día y resultaba grato recomenzar a vivir.

Me vestí distraídamente. Miraba las ramas del sauce recién brotado que se interponía entre mi casa y la calle. Cuando di unos pasos buscando mis alpargatas, el piso cedió bajo mi peso con esa blandura que suele tener la tierra fresca. Sonreí. No siempre soy capaz de sentir las cosas.

Di otros pasos por sentir nuevamente la elasticidad de la madera. Y recordé la sensación que se experimenta al subir a un bote y la liviandad de la marcha sobre un muelle de madera.

Recordé un mar lejano. Y de pronto me sentí feliz.

Al fin de cuentas, una vez más vivía en una ribera, y el río, si no el mar, estaba a unos metros de mi casa.

La soledad concede despertares puros. Cuando se vive solo, se es mucho más virgen y al levantarse de la cama es común azorarse de sí mismo. Se es más auténtico, más sincero.

Me digo que viviendo solo es imposible mentirse de mañana y aun las trampas que aceptamos rotundamente por la noche, con la luz, con la inepta carne que llevamos al despertar, quedan ridículamente en descubierto.

Comienza hermosamente mi día.

Salí de la pieza y busqué el diario que, como de costumbre, el repartidor había tirado entre las hortensias. Al hundir la cabeza en el follaje el rocío me lavó la cara. Y allá en la sombra de las hojas descubrí la noche que había perdido. La tierra olía a humedad y se negaba al día.

La calle estaba llena de sol. Me dejé tentar. Abrí el portoncito de alambre y salí a buscar esa caricia tibia que se desparramaba en la mañana.

No, no pienso nada. Siento.

El terraplén del tren me cerraba el paisaje con su hirsuto lomo de tierra. Le di la espalda y volví a casa. A través de los árboles, caminando con los ojos todo el largo de mi terreno, anduve, anduve hasta que llegué al río. Pero para entonces ya estaba detenido ante la puerta de la cocina. Y había que prepararse el mate.

Vivo en la ribera. Mi casa da frente a una estrecha calle de tierra que corre paralela a un alto terraplén de ferrocarril. Los fondos de mi terreno son como el mismo fin de la tierra porque dan de boca, entre abruptas toscas, contra el río.

El terraplén del ferrocarril es un muro inaccesible que nos tapa la vista de la ciudad. El horizonte del río, por lo contrario, nos invita a todas las ansias.

Necesariamente, mi paisaje me niega la amistad cercana y me entrega a las ridículas apetencias de todos los que sueñan imposibles.

El edificio que habito es uno de los tantos, típicos de la ribera: paredes de tabla machimbrada, techo de cinc.

Cuatro pilares de ladrillos levantan los esquineros a un metro del suelo, en prevención de las crecientes.

Por eso mi casa vibra y resuena como los muelles y las ramblas.

Al frente tengo un sombrío jardincito de dos metros. Hortensias, agapantus, un ceibo retorcido, dos álamos y la gran rama de un sauce que se alarga desde el terreno vecino.

Se entra en mi casa por un costado del lote. Y de quererlo, se continúa por una especie de camino hasta las grandes toscas del río. Antes, mirando al pasar, de lado, se ve un patio de tierra sombreado de mimbres y sauces donde una casilla mucho más levantada, mucho más vieja y decrépita, me sirve de taller.

Hace apenas unos meses que estoy aquí; pero ya me he hecho a vivir sobre la costa. Bueno, he conocido esta ribera desde niño: nací en la loma de Vicente López.

De cualquier modo, una ubicación oportuna puede ser la salud de un hombre. Y yo me digo mientras escribo esta página: parezco o debo ser mucho más feliz de lo que creo.

Entré en la cocina sin prestar atención al perro que dormía cruzado en el umbral. Casi me fui de narices cuando se levantó para saludarme.

Mientras encendía el primus y preparaba el mate observé al pobre y viejo animal que, seguramente arrepentido de haber comenzado con tan mala estrella el día, me miraba con ojos de pordiosero y meneaba el rabo dulcemente.

Los perros, ¡malditos sean! –me dije–, me son tan necesarios como un espejo. En ellos veo mi mal humor, como las canas cuando me afeito.

La pava comenzó a cantar.

Los chicos abrieron el portón, pasaron frente a la ventana de la cocina y treparon al taller en cuatro saltos.

Saqué mi silla de paja y en un rincón habitual cebé mis mates mirando el río.

Desde aquí se aprecia bien la línea de la costa. Las ramas de los sauces, apenas verdecidas, no llegan a tocar el suelo y forman un marco perfecto para mirar la mañana y la lejanía del agua.

Uno mira, se distrae y siente como si goteara la vida.

En el taller –a muy pocos metros, allí arriba en la casilla–, las zapatillas de Miguel Angel dieron contra una lata. Escucho el ruido, chupo mi mate. Es como si un fantasma transparente de mí mismo entrara sonriendo en el taller.

Susana debe estar sentada derecha en su silla. Tiene las manos quietas y piensa en el trabajo que debe acometer.

Y entretanto, yo, otra vez en mi comienzo, en mi mañana, abandono el río; abro el diario y enciendo un cigarrillo.

El diario, sus telegramas, quieras o no son en mi caso una picana que toca olvidados recuerdos y amargas comprobaciones. El solo nombre de París me altera todo. Vivo, pues –y esto se repite cada día–, un instante descentrado: no estoy donde parece ni alcanzo a estar donde yo quiero.

París se desangra. Esto es brutal y duele como un golpe.

Poco después, me descubro sentado en mi silla de paja.

Ya está la brisa entre los sauces. Luego de algunas horas será sudeste.

Pequeños detalles que me afianzan el día.

Dejo el diario, dejo el mate. Subo al taller.

Son mis manos las que me dan de comer. Y esto puede decirlo sólo un hombre que no tiene un origen proletario.

¡Es tan burgués el hacer hincapié entre las manos y la cabeza!

Cuando un burgués cae –ésa es la palabra histórica– en la artesanía o en el proletariado, como burgués es un desclasado.

Lo compruebo en mí mismo.

Hace tres años que he renegado del periodismo. Hoy –aunque un poco literariamente– me enorgullezco del humilde oficio que practico. No sé bien si corresponde llamarme fundidor o cincelador. Utilizo ambos procedimientos para crear pequeñas figuras de metal que luego se pulen y se pintan.

Mis clientes son coleccionistas y anticuarios.

Es común en mis noches de ribera regocijarme con la minúscula historia de mi taller artesano. Parece una adaptación escolar de la historia del hombre primitivo: torpezas, asombros, descubrimientos. Un lento derrotar pequeños contratiempos. Una lucha silenciosa y vergonzante contra la propia ignorancia, alentada por el afán de bastarse a sí mismo.

–¡Inconcebible, ridículo! –comentaba un amigo–. En esta época, en este Buenos Aires, un hombre solitario inventando un oficio...

Es evidente: desde cierto punto de vista, todo mi taller es absurdo. Pero ser un pobre aprendiz frente a sí mismo, monologarse lecciones noche tras noche y llegar por fin a ser dueño de las propias manos, lograr lo que uno quería de sus dedos, es tan dulce como un cuento para niños donde todo es simple, doloroso y bueno.

–Es como si vivieras desconectado de todo.

–Es verdad. A veces pienso que no vivo.

No puedo compararme sino con lo que fui. Viví en Europa, fui periodista. Vestí bien, comí mejor, anduve los bulevares, estuve entre la gente, en un mundo caliente y terrible.

Hoy soy un hombre de la ribera que se arremanga los pantalones para no embarrarse las bocamangas.

Soy más feliz. Puedo, al menos, llegar a ser más feliz. Reconozco, sin embargo, que hasta la más completa paz que llegue a brindarme esta existencia tendrá un perfume casi desvanecido de desastre.

Porque los sauces, el río, el cielo, el solitario ajetreo de mis manos, no bastan para darme el sentido del hombre.

Miguel Angel ha estado pereceando. Lo adivino en el apresuramiento con que toma una lima y un particular encogimiento de su espalda, gesto automático de quien se siente en culpa.

Además, desde hace días yo también observo lo que distrae al chico: un hornero se ha puesto a construir su nido en el árbol seco que se ve desde su ventana.

Pero está mal, me digo, que el trabajo se atrase; es justo que me irrite. Y al calificarme de justo me doy el derecho de ser cruel.

Susana ve que su hermano no hace nada, pero es incapaz de hacerle la mínima observación. Ese deber corresponde a su patrón.

Me detengo ante la mesa del chico, le pongo una figura en la mano y le digo:

–Vamos, a trabajar, rápido... –y lo zamarreo cariñosamente.

Voy hasta el otro extremo de la habitación, donde pinta Susana.

Resulta extraordinario que esta casilla de cuatro por cuatro nos brinde un taller tan amplio. Tal vez se debe a que tiene tres ventanas y una puerta con vidrios, o a la disposición de las mesas, una contra cada pared. Los tres nos damos las espaldas y, cuando hablamos, las voces suenan lejanas.

Alguna vez sucedió que, ante la inminencia de una tormenta, cada cual ha opinado de acuerdo con la visión de su ventana. Un cielo distinto. Para mí “las nubes van”, para Susana “vienen”.

Es raro que nos levantemos en las horas de trabajo, nuestro oficio no reclama trajines y sí, en cambio, una quieta y permanente atención. El trabajo nos atrapa, las horas se van rápidamente, y al terminar la jornada, uno comprende con asombro y tristeza que se ha perdido un pedazo de vida en un mecánico esfuerzo manual.

Por eso somos distintos al comenzar el día. Y por eso nos parecemos tanto cuando nos despedimos.

Pero Miguel Angel es muy joven. Sólo tiene trece años y no participa íntegramente del clima del taller. El tiene una vida aparte con su sauce seco, su hornero, sus travesuras y sus modorras de muchacho; Susana, en cambio, deja su personalidad en cada objeto que toca y recibe a su vez, espesamente, el silencio del taller. Su adolescencia sin pasado se entrelaza en nuestras horas. Es que tiene un espíritu fácil a la vida, de esos que no clasifican ni pesan los actos. Para ella todo parece ser importante, y trata de hacerlo todo bien. Con sus largos silencios habituales nos ha hecho silenciosos a nosotros. Ella dice lo contrario, que ha sido la casilla, el trabajo, lo que apagó su voz.

Susana es severa en su oficio. Cuando yerra levanta la cabeza, suspira y sin una sola observación borra la pintura para comenzar de nuevo.

Yo podría decir sin mirarla si está conforme o no con cada pincelada.

Conozco los crujidos de su silla y, cuando se recoge el pelo con un gesto de muchacho, siento en el aire que ha levantado la mano.

Es que el taller se ha vuelto demasiado íntimo. Y eso pese al deseo que tuve alguna vez de hacer de mi trabajo una ocupación mecánica y anónima. Pensaba que era bueno trabajar sin entregarse, sin gastarse, sin poner el corazón, la alegría, la vida de uno, en fin. Porque los resultados no lo merecen. Nuestras figuritas no son más que tantos adornos de salón que sobran en este mundo donde tantas cosas faltan.

Pero no está en mi carácter lograr esa indiferencia. Y menos aún cuando como ayudante tengo a esta muchacha que aprecia tanto su trabajo y que me empuja, con buenos adjetivos, a que me esmere y logre lo mejor.

Y bien. No debe uno empecinarse cuando la vida impone toda su fuerza.

Tal vez no estoy maduro para vivir sin secretos; tal vez yo necesito, como un chico el calor de la escuela, este misterio de artesano medieval; tal vez, me digo por fin, sólo sirvo para esto y nada más.

La ventana de Susana es la más verde de todas. Cuando llegue el verano, las hojas de los sauces llegarán hasta su mesa y sus pinceles. Sobre ese verde exuberante, Susana recorta de espaldas su figura: una nuca delgada, larga, conmovedora, los hombros anchos pero un poco tristes.

Se sienta erguida en su silla de paja y trabaja con elegancia, sin despegar los codos del cuerpo. Sus movimientos son suaves, controlados.

Cuando esta chica tiemble, será como si toda la vida temblara.

–¿Está bien así? –pregunta sin volverse, adivinando mi presencia a sus espaldas.

–¿Qué?

–Esto... –insiste, señalando un detalle en el grabado y alza la figura que lo copia. Se trata de un complicado vendedor de velas que litografió Bacle. Los ponchos se superponen en los hombros del mulato.

Explico como puedo el porqué de la vestimenta con el fin de descubrirle la ubicación de los colores. Me escucha con el pincel en alto, en absoluta inmovilidad.

–¿Comprendés?

–Sí –responde. Y su larga mano desciende lentamente como si fuera a desplomarse muerta sobre la mesa.

En mi banco se amontona bastante trabajo atrasado. Me siento decidido y tomo las herramientas. La mesa es todo un mundo de buriles, cortaplumas, pinzas y limas. Las figuras comenzadas parecen esperar mi intervención. Como iniciando el ensayo de una comedia, tomo una, la reviso y por fin comienzo a trabajarla.

–¡Qué linda va a ser esa figura! –dice Susana, desde su distancia. Yo sé que se refiere a esta pieza que tengo en las manos.

Su observación me interrumpe.

Miro por mi ventana. Recuerdo la mañana en que estos dos chicos llegaron por primera vez a casa. Susana vestía la misma pollera que ahora tiene, y tal vez la misma blusa de muchacho.

Me pareció frágil aquel día. Y no lo es. Entonces no la encontré bonita. Ahora me atrae hasta su nariz filosa y osada.

–¡Ya terminé! –exclama Miguel Angel, con ese tonito de mal alumno que quiere hacer rabiar a la maestra.

Estoy distraído. Trato de recordar por qué me impresionaron los ojos de la muchacha.

–¿Qué hago? –insiste el chico.

–Limpiá la figura. Buscá el ácido –respondo malhumorado.

Arrastra la silla. Camina y el suelo vibra. Otra vez la sensación de barco. Hoy, desde temprano vivo un mar. Pero mi mano derecha empuña el buril y me obliga a retornar a mi mesa.

Nono. Sí, es Nono que llega de visita.

Se ha quejado el portoncito de alambre. El perro ha lanzado dos ladridos desganados. Estiro el cuello y veo al amigo, al pie de un sauce. Acaricia al cuzco y mira mi ventana. Lo saludo con la mano.

–Esperá, Nono, ya bajo –digo, aunque sé que no me oye.

No trabajaré más esta mañana.

Miguel Angel se mueve en su silla. El tampoco hará nada más.

Susana, como si no me hubiera oído.

Mientras bajo la temblona escalera, Nono me observa silencioso. Recién cuando toco tierra, dice:

–¡Buenos días! –y me tiende la mano como si hiciera días que no nos vemos.

Pero Nono es vecino cercano y su alto corpachón pasa frente a mi casa varias veces por día. Para Nono, un encuentro es cosa de la casualidad y una visita, en cambio, es una evidente manifestación de su deseo de verme. Las visitas, y más aún éstas de mañana, tienen su ceremonia.

–No me ha llegado el material –explica–, y aprovecho el rato para verte.

–Me alegro; tomaremos un traguito de vino.

Yo voy hacia los hombres como quien visita un nuevo paraje. Me gusta, necesito el paisaje de almas distintas, y si fuera pintor haría cuadros monumentales con sus historias. Al fin y al cabo, todo lo que a uno “le ha sucedido” no es más que el moblaje que llena ese hueco que es la existencia.

Nono es de otro mundo que el mío. Estoy en viaje, lejos del taller, de sus figuras. Casi podría decir que los chicos son un recuerdo, aunque estén a dos segundos de distancia.

Entro en mi pieza y traigo dos sillas y una botella de vino. Ceremoniosamente nos sentamos frente a frente, bajo los sauces.

Cuando sirvo en los vasos, Nono escarba en el bolsillo y me entrega un buen pedazo de queso.

Mientras masticamos nos miramos seriamente. Y casi al mismo tiempo comentamos:

–Muy bueno, excelente.

Ahora bebemos un buen trago.

–Pasable...

Es una costumbre peculiar, una especie de rito en nuestros convites.

Hincamos la atención en estos pequeños “vivires humanos” y comentamos y juzgamos todo cuanto bebemos y comemos. Cumplido el hecho, es raro que volvamos sobre el tema a no ser que merezca una comparación. “Tan bueno como el de aquel día.” Pero generalmente no llegamos a tanto. El vientre no merece más de lo que da.

Tenemos el río allí no más, a cincuenta metros. Y sobre el río el cielo amplio, dueño del tiempo. Y decimos algunas cosas simples como quien tira piedras al espacio inmenso.

–¿Cómo marcha tu obra?

Nono es maestro albañil, especie de constructor.

–Adelantando... de a poco.

Ya lo sé. No podría ser de otra manera. Pero no puedo ahorrarme la pregunta.

–¿Y el taller? –dice a su vez.

–Andando.

–¿Los chicos?

–Trabajando.

Nono asiente con severos movimientos de cabeza. Sus ojos, hasta ahora, no se han detenido en los míos. Pero de pronto alza la cara y todos sus rasgos resaltan como inmovilizados en un retrato. Su gran nariz, sus ojitos azules, su boca débil.

–Ayer estuve en Barracas.

Esto ya no forma parte del preámbulo. Nono tiene algo que decirme. Hablará él, desplegará su paisaje. Me aflojo en la silla y aguardo. Como si se oscureciera el cine.

Los sauces hamacan el aire que respiramos.

Susana ha abierto su ventana y su blusa florece en el desgastado color de la casilla.

El río, allí no más, ha de estar maravilloso.

Nono habla.

Y entre distraído y atento, yendo y viniendo con sus palabras, voy y vuelvo por una pequeña aldea italiana que en estos días vive la totalidad de la guerra, con bombas y hazañas de guerrilleros.

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