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El cuento por su autor

Siempre me he interesado por la infinita complejidad con la que se tejen las relaciones humanas. En particular, esa suerte de piedra basamental que hace que una amistad se convierta, imprevistamente, en un lazo de sangre. ¿Hasta dónde es capaz, esa red que en algún momento parece indestructible, de resistir las tensiones de la vida cotidiana, el paso de los años, las frustraciones, los logros no necesariamente compartidos, los distintos modos de dialogar silenciosamente con la muerte?

Pero más allá, es posible que no haya ningún obstáculo tan duro de traspasar –al menos para los parámetros de la amistad masculina, de esa camaradería que aparenta siempre tener reglas tan claras–, tan difícil de dejar atrás, que el rasgo posesivo que define a la relación de la mayoría de los hombres para con las mujeres de su vida. En principio, las mujeres del otro, la de ahora pero también aquellas que ocupan un espacio protagónico en su memoria emotiva, son para nosotros casilleros tachados. Y sin embargo sabemos que las emociones pocas veces pueden controlarse, que las pasiones se imponen a menudo, fatalmente, a cualquier prerrogativa.

Hay millones de mujeres, nos gusta decir a los hombres, y creer que el asunto se reduce a eso: una elección consciente. No vamos a poner los ojos justo en ésa. Nada más incierto, con todo, que las relaciones amorosas, y nada más falso o equivocado que esa ley de hierro: existen millones de mujeres, sí, pero no millones de mujeres a las que conozcamos, hasta cierto punto, en profundidad. Mujeres a las que hayamos visto caer y reponerse, mujeres que puedan volverse hermosas inesperadamente, mujeres que superen con un gesto las angustias a las que se someten debilidad o culpa, mujeres que se ocupan de seducirnos en ese límite impreciso que ambos géneros hemos fijado con distintas reglas.

La literatura se ha dedicado en extenso a trabajar con esos nudos: de John Barth a Sándor Márai, de Ford Madox Ford a Graham Greene; no tiene sentido seguir, la lista es interminable. Pero tal vez haya siempre algo más que decir. No hablamos de infidelidad, claro, sino de esa mecánica arrasadora que es la del triángulo amoroso. Un universo que se apaga, tal vez, y tal vez otro que se abre. De otro modo: el futuro intentando abrirse paso a través del pasado. Un campo minado, del que necesariamente todas las partes se llevan algunas marcas indelebles.

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