VERANO12 › POR MARIA ROSA LOJO

Los efímeros

A Miguel Vitagliano
A Eva y Mick Gillies,
in memoriam
A Leonor Celina Beuter

El mosquito más grande que había visto en su vida la estaba mirando, sospechosamente inmóvil, con la impasibilidad típica de los depredadores antes de atacar.

Con todo su cuerpo desgarbado y amenazante. Con sus ojos compuestos de otros ojos. Con las alas levemente plegadas pero en guardia, sus tres pares de patas, que parecían demasiado frágiles para sostener el abdomen, y sus antenas vigilantes. Debía de medir por lo menos veinte centímetros de alto. Las patas, distribuidas en precario equilibrio, cubrirían, calculó, un rango de medio metro sobre la repisa de la chimenea.

Celina se acercó igual.

–Hey, sweety, what are you staring at? D’you like the guy?

Era Mick, el dueño de casa, que siguió hablando en un castellano áspero pero correcto. Lo había aprendido bastante bien durante su largo segundo matrimonio con Eva, en las visitas recurrentes a la patria lejana de su mujer.

–Me la regalaron en Africa, cuando me jubilé. Una obra de arte, isn’t it? Aunque no la hizo un artista profesional. Fue un colega joven. Otro entomólogo, con buena mano para el dibujo y la escultura. Es una reproducción prácticamente perfecta del Anopheles gambiae.

–Suerte que no tienen esas dimensiones en la vida real –había acotado su papá.

–De todas maneras hacen mucho daño.

La explicación fue larga, pero no aburrida. Al menos para Celina, fascinada por todas las criaturas volátiles y a veces maléficas que poblaban el mundo.

Mick había estudiado a los Anopheles durante años. A pesar de su mala fama, no eran los responsables del paludismo que provocaban en los humanos, sino apenas los portadores del verdadero agente, el Plasmodium: un parásito que anidaba dentro de ellos. O mejor dicho, de ellas, porque sólo las hembras –nutritivas y hospitalarias– lo transmitían.

Esa noche les sirvieron una cena fría, con salmón ahumado, ensaladas, frutas secas y sándwiches de pepino. Los sabores prolongaban su extrañamiento. Aun en familia, todo había sido distinto no bien pisaron Europa: desde la lengua que les cantó al oído al aterrizar en Santiago de Compostela, hasta la centolla que el tío Benito había cocinado para agasajarlos y que desarmaron pieza por pieza para comerla con esmero cortés. No era menos monstruosa, por su forma y tamaño, que el mosquito Anopheles de la chimenea, aunque en la nación de su abuelo materno la considerasen un plato digno de príncipes.

Ahora estaban en Inglaterra. Habían ido por tierra, bordeando la costa española y francesa hasta llegar a Dieppe, para tomar el ferry que los dejaría del otro lado del Canal de la Mancha. Los tíos gallegos, temerosos quizá porque ya eran viejos, no querían dejarlos salir. Insistían en que le pusieran cadenas al auto alquilado, para evitar los resbalones por la nieve. Pero finalmente no llevaron cadenas y tampoco vieron nieve, aunque estaban en enero. Vieron otras cosas. Bosques todavía verdes, en las tierras siempre húmedas del norte de España, algunos castillos de cuento de hadas sobre un largo río, una aguja de hierro en la cima de una catedral alta como una montaña, que destacaba a lo lejos, desde la carretera, en una ciudad llamada Rouen.

–Por ahí andaba en carruaje Madame Bovary –había dicho su mamá.

En realidad Madame Bovary nunca había paseado por esa ciudad, sino por otra del mismo nombre, adentro de una novela escrita por el señor Flaubert, un francés de mejillas infladas y bigotes tristes. Era difícil saber cuándo su madre hablaba de personas que habían caminado de verdad sobre la tierra y cuándo de los personajes que habitaban sólo en los libros. Algunos habían estado en los dos lugares al mismo tiempo, o continuaban vivos bajo la tapa móvil de un relato, aunque ya hubieran enterrado sus cuerpos materiales en algún otro sitio.

Como Lucio Victorio Mansilla, que peleó en las guerras del siglo XIX, que nació en Buenos Aires y murió de viejo en París, antes de que empezaran otras guerras peores en el siglo XX. Sin embargo había resucitado en una novela, esta vez la de su propia madre, y era el responsable de muchas cosas, buenas y no tanto, que les habían ocurrido a ellos. Por culpa de Mansilla, para que pudiera ver el presente con sus ojos de fantasma, habían hecho trabajosamente el mismo camino que él, cuando avanzó por el centro de la pampa argentina hacía más de un siglo y firmó con el jefe de los indios un tratado de paz que no sirvió para nada. Salvo para escribir el libro Una excursión a los indios ranqueles, y para que su mamá inventara La pasión de los nómades, donde el ex coronel, turista del Tiempo envuelto en su capa roja, podía seguir existiendo como un vampiro trasnochado.

Por culpa de Mansilla, Lucio, el hermano menor, nacido casi un año después del viaje pampeano, llevaba ese nombre, y era probable que lo apodaran “Lucio, el sucio” al menos durante toda la escuela primaria. A causa de Lucio Victorio, también, habían recorrido miles de kilómetros por un territorio plano, de vegetación espinosa, que en el siglo anterior describían caprichosamente como “desierto” y que la había defraudado. La pampa seca no tenía pirámides ni olas de arena escalonadas, formando dibujos que pronto dispersaba el viento. Pero en el revés de esa pampa había cielo. Caerse al cielo era muy fácil y lo transformaba todo: de espaldas, abriendo los ojos, la realidad se licuaba en la deriva de las nubes flotando hacia un espacio apabullante siempre mayor que la tierra, en expansión perenne.

También por Mansilla habían llegado ahí: a la casa de campo de Sussex, en el sur de Inglaterra, donde vivía Eva, que estaba terminando de traducir Una excursión a los indios ranqueles. Las cartas habían ido y venido entre Sussex y el oeste de Buenos Aires por más de un año. La última llegó hasta Galicia, en medio del viaje de retorno a la patria que el padre de su madre nunca había podido cumplir. Entonces Eva les propuso que no tardaran un minuto más en conocerse.

Le costó entrar al sueño esa noche, aunque le habían dado un dormitorio para ella sola, en el altillo, mientras que sus dos hermanos se acomodaban juntos en una habitación cargada de libros y sus padres en el verdadero sector de huéspedes, con un baño independiente. La casa era grande, hecha de rincones y recovecos, un poco laberíntica. En un ala, hacia el fondo, estaba el estudio-laboratorio de Mick, donde escondía o custodiaba sus colecciones, sobre todo las mariposas del Africa. En cierto modo, ese laboratorio se extendía y se multiplicaba por toda la casa. O al menos, se multiplicaban las reproducciones de insectos. Los había pintados en azul, sobre el empapelado de la pared contra la bañera: parecidos a langostinos, con el abdomen curvo como un bote y la cola hecha de largos filamentos. Pululaban en la cocina, en la sala y en los dormitorios, en todas las formas, especies y tamaños. Como las libélulas de madera pintada que colgaban delicadamente del techo, justo sobre su cabeza, y se chocaban en el aire con ruidos leves como roces de seda, que sólo una insomne podría percibir.

A lo mejor ella y su familia también eran insectos atrapados en la casa-red, rodeada por un jardín semisalvaje. Cuando se durmieran, la cama se convertiría en un capullo y ellos en larvas. Y cuando el sol saliera o el invierno terminara en los campos de Inglaterra, despertarían transformados en otro ser: quizás en la más bella de las mariposas del trópico o en una cucaracha que se arrastraría rápidamente hacia los zócalos, en busca de cualquier agujero donde no la molestase la luz.

Sin embargo, al abrir los ojos todavía estaba dentro de su cuerpo humano de once años y el cielo seguía siendo de invierno gris en la ventanita que quitaba la claridad, pero dejaba intacto el misterio de las cosas.

La cocina olía a café recién hecho, aunque sus padres, como lo hacían siempre, estaban tomando el mate de la mañana.

–¿De veras nadie se acordaba? ¿De nada? ¿Ocurrió así como aparece en tu novela?

Era Eva la que interrogaba a su mamá.

–De nada. Como si el Lucio V. Mansilla del siglo XIX no hubiese existido. Como si nunca hubiesen vivido los ranqueles en esas tierras. Como si no hubiese habido indios en la Argentina y todo hubiera sido un cuento de comadres. O un mito de la era prehistórica.

Peones de campo, algunos tal vez hijos de gringos, otros con caras de piel oscura en la que nadie parecía dispuesto a reconocer la herencia de antepasados indeseables, les habían abierto el paso por las estancias, tranquera tras tranquera, mientras los miraban con la condescendencia tolerante que se aplica a los locos inofensivos. O a hippies inexpertos –decía su madre–, anacrónicos en los años ’90 del siglo XX, cuando ya casi todos se habían vuelto yuppies.

Ellos no. Pobres y aventureros, buscaban tesoros que no podían encontrarse porque no eran cosas, no eran bienes que se acumulaban. Eran lugares que se iban aprendiendo con todo el cuerpo, y se cargaban de sentido con las claves guardadas en los libros.

Su mamá había traído las fotos de la excursión para mostrárselas a Eva y a Mick.

El Mercedes Benz del año ’53 que los llevó a la pampa estaba en casi todas. Aumentaba la extravagancia del pequeño grupo familiar pero también simbolizaba su resistencia. Era de color gris plata, con los guardabarros pintados de bordó; el único auto que tuvieron durante mucho tiempo. Su papá lo había comprado, casi destruido, por el poco dinero que entonces podían pagar, y lo había restaurado con habilidades de ingeniero y casi de orfebre. El solo hecho de que siguiera funcionando era un triunfo sobre el tiempo. No estaba arrinconado en los lugares previsibles: el museo o el depósito de chatarra. Por el contrario, inventaba caminos. Despertaba, con su motor ruidoso, huellas ancestrales en terrenos inhóspitos que sólo era posible transitar con ese modelo más alto que los coches nuevos.

–Cuando llegamos al final, no había nada –acotó Oscar, su hermano mayor, el que más se había quejado durante la expedición mansillesca–. Sólo bichos que te picaban por todas partes.

Los insectos estaban en cualquier lado, afuera del vehículo y también adentro. Entre los penachos altos de la paja brava y en todos los ojos de agua playos y fangosos donde se metían para seguir escrupulosamente los pasos de Mansilla. Oscar se había hartado de caminar entre renuevos de chañar y de espinillo y de atorarse en aguas mezquinas, donde no era posible tirar una línea para pescar algún ejemplar de carne aceptable y de tamaño decente.

Sin embargo sí hubo algo al final, en Leubucó. Aunque el mayordomo de la estancia donde se encontraba la laguna chata, en forma de ocho, hubiera calificado como fábulas sin sustento todas las historias que adjudicaban a la tribu de Mariano Rosas el haber levantado sus toldos en torno de aquellas aguas solitarias.

Mientras caminaba en la corriente tranquila y fría, a última hora de la tarde, Celina supo que muchos pies, otros pies invisibles, caminaban con ella, hundiéndose suavemente en la tierra mojada. No podrán morir nuestras almas. Cambiar sí que pueden, pero no apagarse. Una sola alma somos, como hay un solo mundo. Eso decía el poema que su madre les había recitado cuando empezaron el retorno por la pampa donde ya se apagaban todas las luces y las aguas de la laguna se ennegrecían tanto como el cielo mientras ellos avanzaban a rumbo, guiados por el mapa de las estrellas.

Los días fueron pasando demasiado rápido también en Inglaterra. Cuando comenzaban a habituarse al olor de la casa y a la población de insectos artesanales, cuando ya conocían de memoria las sendas perdidas del jardín, llegó el momento del regreso a Galicia, así como llegaría, muy pronto, la partida hacia Buenos Aires.

Poco antes, como un regalo de despedida, Mick invitó a Celina a su laboratorio. No sólo le mostró la colección de mariposas del Africa que la deslumbraron con sus alas de colores inverosímiles. También, y sobre todo, le habló de los Efímeros.

–En inglés los llamamos Mayflies y en latín Prosopistoma. De Prosopion, que quiere decir “máscara”. Porque las ninfas viven enmascaradas debajo de un caparazón protector parecido al de algunos moluscos. Hasta que salen y abren las alas. Así.

Mick le señaló varios frascos donde ella pudo reconocer los insectos pintados en la pared del baño.

–Son muy difíciles de capturar en esta forma adulta, porque viven muy poco. Pero yo reunía las condiciones. Siempre fui madrugador. Y además muy terco. Oh, yes, quite stubborn! Por eso llegaba a tiempo para atrapar unos cuantos, cuando ya se habían desvestido de las máscaras, y estaban preparados para el vuelo nupcial. Pero casi nadie quiere estudiarlos. Creo que sólo debemos de ser unas cuatrocientas personas en todo el planeta.

–¿Por qué?

–No transmiten ninguna enfermedad, no producen dinero para las empresas de medicamentos. Sólo viven un rato. Siempre menos de un día. Se reproducen y mueren inmediatamente. Un minuto de gloria sobre la tierra. Por eso les dicen Ephemeroptera. Las Efímeras. O los Efímeros.

Celina se quedó mirándolo. Y Mick la miró a ella, sonriéndole. A veces parecía realmente un científico. Pero también un brujo sabio. Y por momentos, un compañero de banco que le contaba un chiste gracioso sobre la maestra o la directora de la escuela.

Se fueron al día siguiente. Mick le regaló a Celina un folleto sobre los Mayflies, ilustrado por él mismo. Y a su padre un manual para hacer vino, como el que él fabricaba con edelberries y kiwis a falta de buenas uvas mendocinas. Su papá sí las conseguiría cuando volvieran a casa, y construiría una bodeguita en el jardín del fondo. También eso, después de todo, se lo deberían a Lucio V. Mansilla.

Mick le guiñó un ojo cuando le entregaba el folleto.

–Hacen lo que deben. Aprovechan su minuto. A su manera, son fieles a la memoria. Inmortales en el cosmos, para la especie. Generación tras generación, abren las alas, vuelan y desovan otra vez en la corriente del río.

No verían nuevamente a Mick. Iba a morir pocos años después, como el tío Benito. Eva los seguiría. Habían dado su medida, habían cumplido su tiempo, les tocaba hundirse en el agua fluyente. Aunque ella, Celina, no pensaba olvidarlos.

Tampoco podría volver a verse o a ver a los seres humanos de la misma manera. Cada vez que se mirara en el espejo temería adivinar, creciendo incontenible desde su espalda, el brote de las alas de los Efímeros.

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Imagen: Guadalupe Lombardo
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