VERANO12 › POR ARIADNA CASTELLARNAU

Siberia

Ya lo veo.

Rudo está de pie ahí, fumando, y tiene el mismo aspecto de siempre. El mismo gesto impaciente al llevarse el cigarrillo a la boca y esa presencia que aplana todo lo que hay alrededor.

Rudo es tan apuesto que se hace un vacío de aire ahí donde va. No sé cuántos años tiene. Nunca se lo he preguntado. Muchos más que yo. Muchos más que Antártido y Africa. Él ya era grande cuando nos encontró. Yo creo que él siempre fue grande.

Regresamos a casa ya de madrugada, cansados después de trabajar toda la noche y con el olor de los Rezadores pegado a nuestra ropa. Antártido y Africa vienen discutiendo por el camino por algo que recogieron. Esto lo encontré yo, dice uno. ¿Estás loco? Esto es mío. Y así hasta que a lo lejos vemos la punta roja del cigarrillo de Rudo y nos quedamos callados. Entonces levanto la mano en un saludo torpe y él no me devuelve el gesto.

–¿Qué hay hoy? –pregunta cuando llegamos junto a él cargados con los sacos.

Sin decir palabra, sacamos todo lo que hemos recogido esa noche y lo ponemos en el suelo para que pueda verlo.

–¿Qué más?

–Nada nada más –le respondemos.

Rudo lanza un bufido.

–Todo porquerías –dice.

–Mira esto –le digo yo.

Y le doy un aro que brilla.

–¿Sabés qué es? –me pregunta.

Le digo que no con la cabeza.

–Una pulsera de oro –dice.

–¿Y para qué sirve? –pregunto.

–Para nada, pura basura.

Avergonzada, bajo la mirada y busco entre las cosas que hemos traído algo que pueda gustarle. Algo que de verdad le sirva.

–Quédatela –oigo que me dice.

Y me pone la pulsera en la muñeca.

Con un gesto de la cabeza, Rudo nos ordena que entremos. La casa huele a comida caliente. Antártido y Africa se meten a toda prisa y yo atrás de ellos, haciendo bailar el aro que brilla alrededor de mi brazo.

Trabajamos de noche porque oscuro no nos ven.

Hay personas que duermen a los costados de la carretera. Caen de rodillas al final del día, agotadas de tanto caminar. Y se quedan ahí, con las rodillas hincadas en la tierra. Rudo las llama los Rezadores porque se balancean y murmuran en sueños como si oraran al dios de antes.

Los Rezadores se dirigen al norte porque creen que ahí no encontrarán el mal. Que hay grandes lagos rebosantes de peces y que la tierra todavía es fértil. También los hay que ya no se dirigen a ningún lado, que simplemente un día empezaron a caminar y se olvidaron de su destino, incluso se olvidaron de que están caminando. Los Rezadores duermen tan profundo que no nos oyen llegar y nosotros les quitamos todo. La comida y los zapatos son lo más importante. Rudo tiene un lugar donde guarda lo que recogemos para él, a la espera del día que pueda cambiar todas sus cosas por algo muy muy valioso. Pasa ahí la mayor parte del día, mientras nosotros dormimos. Me gusta espiarlo por la ventana cuando él cree que duermo. Veo cómo se carga los sacos al hombro. Lo veo alejarse a pie. Rudo es tan moreno que mirarlo es como mirar el mundo a través de una fina capa de tierra. Hay un momento en que se confunde con el paisaje y lo pierdo de vista. Regresa al atardecer para despertarnos y hacernos la comida antes de mandarnos a los caminos.

A veces Rudo me cuenta cosas que a los otros no. Me deja sentarme a su lado y yo me suelto el pelo para que se airee, para que el blanco no se vuelva amarillo y luego gris. Él mira mi pelo y me habla.

–Albina –me dice–, un día de estos voy a conseguir un camión.

Yo le pregunto cómo lo va a hacer si ya no quedan coches ni camiones ni nada con ruedas ni motor desde los tiempos de la Demolición, cuando la gente empezó a romper sus posesiones por miedo al mal.

–No todo el mundo obedeció las leyes –dice Rudo.

–¿Y con qué lo vas a llenar? Porque a los camiones hay que llenarlos con algo para que funcionen –digo.

–Hay bidones enterrados por todos lados –me explica Rudo bajando la voz–. Sólo hace falta encontrarlos o tener cosas para cambiar. Cosas más valiosas que los bidones. Cosas que las personas que tienen los bidones quieran a cambio.

Me quedo un instante pensativa, luego le pregunto:

–¿Y qué vas a hacer con el camión?

–Irme más rápido que nadie –contesta.

–¿Con quién?

Rudo no duda ni un segundo:

–Con mi sombra –contesta.

–¿Y nosotros? ¿Qué va a pasar con nosotros?

Entonces él ríe entre dientes y enciende un cigarrillo.

Rudo nos llamó como a lugares de antes: Antártido, Africa y Siberia. Yo soy Siberia porque él dice que de mí no puede sacarse nada bueno, que soy dura como tierra dura. Tan dura que ni color pudo salirme en el pelo. Desde que tengo memoria mi pelo es completamente blanco. Cuando le pregunto a Rudo si hay otras personas que lo tengan como yo, me contesta que sí, que los demonios o los viejos. Me río. Los demonios no existen y nadie se hace tan viejo ahora como para que se le quede el pelo blanco.

Nuestras historias son tristes, pero cuando Rudo nos cuenta de dónde nos sacó se retuerce de la risa. Antártido y Africa eran muy niños cuando Rudo los encontró. Estaban encerrados en su casa y llevaban varios días sin comer ni beber, arrastrándose tras la sombra hedionda de las ratas. Sus padres los habían encerrado en casa antes de irse y habían tapiado las ventanas. No los llevaron con ellos, pero tampoco querían arrojarlos a la calle. De modo que Rudo los agarró y los llevó consigo.

–¿Y entonces qué? –preguntamos.

–Entonces nada –dice él.

Y se calla.

Antártido y Africa hablan de irse.

Dicen que están hartos de recorrer los caminos olfateando el rastro de los Rezadores. Y que solos nos iría mejor.

Yo les respondo que soy la mayor y que por lo tanto mando. Que no vamos a ir a ningún sitio.

–Nosotros también somos mayores –dicen–. Podemos decidir por nuestra cuenta.

Antártido come todo lo que le pongan delante. Le pregunto de qué se queja, si tiene comida caliente todos los días.

–Rudo no es lo que era –dice.

–¿Qué pasa con Rudo? –pregunto.

–Rudo está viejo.

No le permito que siga. Le digo que Rudo no es viejo. Rudo es un hombre de verdad. Además ni él ni Africa saben los mapas. ¿Adónde vamos a ir sin saber los mapas? Sólo Rudo conoce los caminos. Es de él que aprendimos todo. Sabemos dos historias completas gracias a él. La historia del principio del mundo, empezando por Adán, y la historia del final del mundo, cuando el mal creció en el interior de la tierra y se esparció rápido como el viento. El cuento de la bellota es el que más me gusta. Rudo me lo ha contado cientos de veces. Yo se lo pido una y otra vez, y él primero se queja pero luego enciende su cigarrillo y me lo empieza a susurrar...

Rudo sabe muchos otros cuentos. Sabe mi historia, por ejemplo, aunque yo me pongo triste cada vez que la cuenta. Rudo, en cambio, se ríe y me dice:

–¿Qué te pasa, Albina? ¿No te gusta tu genealogía?

A mí me encontró en un bosque. A duras penas había aprendido a ponerme en pie y ya tenía este pelo blanco, larguísimo y muy sucio, algo de verdad espantoso. Rudo cuenta que casi se echa a correr del susto porque yo parecía un demonio. Pero luego lo pensó mejor. Una albina es algo excepcional y por fuerza tenía que servirle para algo. Mi madre estaba herida de bala en una pierna. Se había internado conmigo en los alrededores de una granja con la intención de robar comida y le habían disparado desde una ventana. ¡Pum! Un solo tiro certero en una pierna y la amenaza de que le dispararían otro tiro en la cabeza a ella y otro a mí si no nos largábamos de ahí en seguida. De todo eso yo me acuerdo de nada. Mi madre se lo contó a Rudo mientras mantenía apretado el jirón de camisa que le servía de venda y evitaba que se desangrara.

–Quítame la bala –le pidió ella–. He intentado hacerlo yo, pero cada vez que hurgo en la herida, pierdo la conciencia por el dolor.

Rudo destapó la herida y vio que tenía muy mal aspecto. Mi madre iba a morirse.

–Voy a ayudarte sólo a cambio de algo dijo Rudo. Esta es una de las grandes enseñanzas de Rudo. Damos algo sólo a cambio de todo.

Mi madre dijo que de acuerdo y le preguntó qué quería.

–A cambio la quiero a la albina.

Mi madre abrió los ojos bien grandes. Eran un par de ojos muy bonitos, de una belleza verdaderamente única, cuenta Rudo, de una tonalidad imprecisa que daban ganas de quedarse horas y horas sumergidos en ellos hasta adivinar el verdadero color. No como los míos, que parecen los de un ternero.

–De acuerdo –dijo al fin–. Llévate a mi hija.

Cuando llega a esta parte de la historia, Rudo me dice que no sea tonta y que no me ponga triste. Los hijos no sirven para nada, y menos a una mujer que está a punto de morir. Me hizo un favor llevándome lejos de ella, asegura. Y luego continúa:

–Hay que cortar la pierna –le dijo Rudo mirando a mi madre a los ojos.

–Pues hazlo –contestó ella. Y no había ni un poquito de miedo en su cara, ni un temblor. Sacó un cuchillo de su mochila y se lo tendió–. Corta.

Rudo tomó el cuchillo y puso el filo sobre la pierna de mi madre, que no se movió, no se estremeció, sólo tomó suavemente mi mano. Cuando terminó, Rudo me levantó en brazos y me llevó lejos. De esto sí que me acuerdo. El olor de la primera comida que me preparó y todo lo que vino después. Un no parar de nacer, día tras día, mientras frente a mis ojos se iban dibujando despacio los contornos del país que habitaba.

Una mañana nos vamos temprano de la casa, sólo Rudo y yo porque Antártido y Africa duermen. Él dice que ha encontrado alguien que puede darle una camioneta a cambio de todas las cosas que tiene guardadas y quiere que lo acompañe.

Dice que le traigo suerte.

Está excitado y camina tan rápido que casi no puedo seguirlo. Está para dentro, metido en sus pensamientos. No me mira. Trato de alcanzarlo pero él apura el paso.

–Rápido –dice.

Una granja vacía como punto de encuentro.

Cuando llegamos el otro ya está. Lo primero que veo es lo gordo que es. Y la cabeza completamente pelada y brillante, como si un perro gigante acabara de pasarle la lengua por encima.

El gordo vaca nos mira con avidez.

–¿Y ésta? –pregunta.

Rudo le cuenta que soy su ayudante.

El gordo vaca ríe. Su ayudante, claro, ¿Y de dónde he salido si puede saberse?

–De la mierda –contesta Rudo.

El gordo vaca vuelve a reírse con ganas.

–¿De qué clase de mierda? –pregunta divertido.

–De la que salen todos los niños –zanja Rudo.

El gordo vaca se acerca y se me planta delante.

–¿Cómo te llamas?

Le digo que Siberia.

–¿Cómo es que dejaste que te pusieran este nombre tan feo, Siberia?

No me gusta nada como huele, así que no le contesto.

Se me acerca un poco más. Me lanza el aliento a la cara.

Rudo no hace nada. Está de pie junto a mí y no me ve. Mira a un costado y al otro pero no a mí. Lo noto nervioso.

–¿Dónde está la camioneta? –pregunta.

El gordo vaca da unos pasos hacia atrás, se aleja, suspira y se pasa una mano por la frente que la tiene llena de sudor.

–La tengo ahí –dice.

–¿Ahí dónde?

El gordo vaca señala una puerta azul despintada.

–Guardadita para que no se moje.

Rudo quiere verla. El gordo vaca le hace un gesto con la mano para que lo siga. Rudo me ordena que no me mueva y los dos desaparecen detrás de la puerta azul. Me quedo sola, esperando. Temiendo.

Pasan los minutos. Me entretengo merodeando por el lugar. No hay gran cosa. Encuentro la caravana donde supongo que vive el gordo. Apesta. Hay una cama estrecha, con las sábanas revueltas. Una cocina minúscula con un montón de platos sucios. Un pedazo de carne pudriéndose, sobrevolado de moscas.

Regresan al cabo de un rato largo. Rudo viene con la cara distinta. Se lo ve contento. Charla con el gordo como si fuesen los mejores amigos. Se acercan. Rudo me mira de ese modo que significa que le siga la corriente pase lo que pase. Como cuando vamos a los poblados a cambiar cosas por comida y regatea y le dice a todo el mundo que soy su hija.

–Vamos a comer –dice el gordo.

Rudo asiente con una sonrisa de oreja a oreja.

No entiendo qué es lo que vamos a comer en ese lugar en el que estamos. Si será la carne que acabo de ver deshaciéndose de gusanos en la cocinita de la caravana.

–¿Qué hay para comer? –pregunto.

–La comida no se pregunta, la comida se agradece –dice el gordo vaca.

Antes de que pueda darme cuenta, ya ha plantificado frente a nosotros una mesa y unas sillas plegables. Luego saca una olla de no sé dónde. La destapa. Huele bien. No sé a qué, pero es un olor agradable. Veo que él también es un sobreviviente. Como Rudo. Como nosotros. Panza llena. Tenemos suerte. Somos de los buenos.

Nos sentamos.

–Agradecemos señor por los alimentos –dice el gordo enlazando los dedos bajo el mentón.

Rudo detiene el tenedor a medio camino hacia la boca y baja un poco la cabeza.

Yo me echo a reír. De a poco meto la cabeza dentro del plato de tanta risa. Rudo me da una patada por debajo de la mesa.

–¿Qué pasa, niña? –pregunta el gordo.

–Eso que has hecho –respondo–. Es raro.

–¿Por qué raro? –pregunta él.

Yo he dejado de reírme. Rudo come en silencio.

Rudo tiene una forma de indicarme cuando quiere que me apague. Así lo dice. Que me apague. La forma que tiene de indicarme que quiere que me apague no es algo que uno pueda percibir así como así. Percibir. Esa palabra también me la enseñó él. Percibir.

–Olvídalo –contesto al gordo para cortar la discusión.

–¿Es que nunca agradecéis la comida vosotros? –pregunta él.

–La comida no se agradece, la comida se roba –contesto.

Rudo traga y se limpia la boca con el reverso de la mano.

–Ella no sabe mucho –dice.

–¿No le has explicado nada de antes? –pregunta el gordo.

–¿Para qué? –pregunta Rudo.

–Para que no se comporte como una salvaje.

–Aquí todos somos salvajes –dice Rudo.

–Pero hay costumbres que no tienen que perderse –dice el gordo.

Paso los dedos por el plato y luego me los chupo. El plato queda bien reluciente. No entiendo qué es lo que están hablando Rudo y el gordo y además quiero irme de ahí cuanto antes. De modo que trato de apurar un poco las cosas.

–¿Para qué es que estamos aquí comiendo? –pregunto.

–Para conocernos –contesta el gordo lechón.

–¿Y para qué mierda queremos conocerte a ti? –pregunto.

El gordo se me queda mirando. Veo que está buscando palabras feas para lanzármelas a la cara. Creo que va a pegarme. Rudo deja el tenedor en el plato y se echa para atrás en la silla.

–Hablemos del precio –dice con voz calma.

–Hay tiempo –contesta el gordo.

–No. Hablémoslo ahora.

–Pero si justo estamos empezando a pasarlo bien –protesta el gordo.

–Qué me importa pasarlo bien –dice Rudo–. Yo quiero la camioneta y tú quieres venderla. Eso es todo.

–Acabas de comer en mi mesa –dice el gordo extendiendo los brazos.

–Si a eso lo llamas comer.

El gordo se queda en silencio. Ha cruzado las manos sobre su abdomen y se escarba los dientes con la punta de la lengua.

–¿Cuánto? –pregunta Rudo.

–¿No prefieres que lo hablemos tú y yo como hombres sin la niña delante?

–¿Cuánto? –vuelve a preguntar Rudo un poco más fuerte.

El gordo se acaricia el mentón. Sus ojos de pez y a la vez como de goma miran al cielo. Luego al plato vacío.

Se toma su tiempo antes de responder las palabras que me dejan helada.

–La quiero a la albina –dice y alarga una mano para tocarme, pero yo me levanto de un salto.

Rudo se echa a reír. Yo lo miro. Se ha puesto pálido.

–Ella no está en venta –responde.

–Dime una cosa –dice el gordo echándose hacia delante y poniendo los codos sobre la mesa–. ¿Cómo es cuando te acuestas encima de ella?

Rudo se mueve en su silla. No me mira, no. Pero me ordena:

–Vete. Déjanos solos.

Yo no me muevo de donde estoy. Algo empieza a bailar dentro de mí. Algo a lo que tendré que ponerle nombre porque es distinto a todo o que había sentido antes.

–Que te vayas –vuelve a decir Rudo.

–No pienso moverme –le digo.

–Así me gustan, con carácter –responde el gordo guiñándome un ojo.

–Oyeme –dice Rudo al gordo–. Tengo muchas cosas. Cosas que valen más que ella, créeme, te estoy ahorrando problemas.

–No hay camioneta sin la albina.

El aire se ha vuelto tan cortante que temo dar un paso y que mi cabeza ruede.

–¿Hay trato o no hay trato? –pregunta el gordo.

Pasan unos minutos que me parecen muerte antes de que Rudo se ponga de pie.

–Nos vamos –dice.

Pega media vuelta y empieza a andar sin mirarme. Yo obedezco tan contenta que muerdo. Muerdo, muerdo el aire y me trago el mundo. El gordo le grita a Rudo a nuestras espaldas que todavía está a tiempo. Que se lo piense. Que la salvaje no vale lo que...

Yo quiero echarle las manos al cuello a Rudo pero es demasiado alto para mí. Entonces lo abrazo por la cintura.

Él me aparta.

–Déjame –dice–. No me toques. No vuelvas a tocarme nunca más.

Igual no me asusto. Él me enseñó todo. ¿Qué va a hacer él sin mí? Le digo que no se preocupe, que ya vamos a conseguir otra camioneta.

–Voy a cortarte el cabello –dice él–. Cuando lleguemos a casa voy a cortártelo.

Pero yo sonrío.

El cabello crece.

Compartir: 

Twitter

Imagen: Akira Patiño
SUBNOTAS
  • Siberia
 
VERANO12
 indice
  • Siberia
    Por Ariadna Castellarnau

Logo de Página/12

© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina | Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados

Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.