CONTRATAPA

Ceylán

 Por Juan Forn

Cuando sólo se podía llegar por barco a Ceylán, la primera mañana en que podía avistarse la isla desde el agua, los marineros esparcían canela molida sobre cubierta, bajaban a despertar a los pasajeros y los invitaban a subir, para que pudieran “oler la isla” en el horizonte. Ceylán era el paraíso: además de canela, daba al mundo la mejor pimienta, seda, sándalo, índigo y coral. Sí, Ceylán era el paraíso: entre las cuatro y las ocho de la mañana, cuando no llovía. En la época de los monzones, mientras diluviaba en Ceylán dieciocho horas al día, Neruda escribía enloquecido sus poemas de Residencia en la tierra y después, para rescatarse, se mamaba leyendo a gritos el Don Segundo Sombra que le había mandado su amigo Eandi de Buenos Aires. En la época de sequía hacía tanto calor en Ceylán que el reloj de bolsillo de DH Lawrence se detuvo, y sus anfitriones le insistían que para hacerlo arrancar debía sumergirlo brevemente en un vaso de gin. En Ceylán era habitual ver coches salidos del camino y hundidos hasta la manija de las puertas en los arrozales, con gente vestida de fiesta adentro, beatíficamente dormidos (a veces el coche era depositado de nuevo en el camino por monjes budistas que pasaban, sin que sus ocupantes se despertaran). En Ceylán, un gobernador fue destituido por culpa de su jardín: el tipo tenía las plantas más hermosas de la isla, una parejita le pidió permiso para sacarse una foto, el gobernador siguió paseando por sus dominios, al rato vio a la chica con las polleras alzadas y al muchacho con la cabeza hundida entre los muslos femeninos, la chica sólo alcanzó a musitar “¡Picadura de víbora!”, el gobernador hizo a un lado al muchacho, se sumergió él en la entrepierna, el muchacho levantó la cámara de fotos y al día siguiente el gobernador no tuvo cómo explicar la foto y el titular que aparecían en primera plana del diario de la oposición: “¡Picadura de víbora!”.

En Ceylán, escribió Leonard Woolf, la única ocupación que podía desviarlo a uno de la bebida y el adulterio era el juego. En la India, sólo las castas superiores podían apostar. Ceylán había pertenecido a la India, como había pertenecido a China, a los árabes, a los portugueses, a los holandeses y a los ingleses. Por esa razón, en Ceylán podía verse a un pescador hombro con hombro con un banquero apostando compulsivamente en un bar o un callejón. Era bueno para evitar las huelgas, decía el gobierno: la gente prefería trabajar para tener dinero para jugar. Hasta que el ejército incautó todos los mejores caballos, las carreras movían en Ceylán tanto dinero que no estaba mal visto que una mujer respetable se acostara con un jockey para sacarle información sobre un caballo (las damas decían que no calificaba como adulterio porque los jinetes eran demasiado pequeñitos). En Ceylán había un juego de cartas llamado ajhuta, que nunca duraba menos de ocho horas y por lo general se extendía durante días: los portugueses se lo enseñaron a los nativos para distraerlos mientras conquistaban la isla.

En Ceylán, la abuela de Michael Ondaatje heredó a los 68 años una casa en un pueblo de montaña a medias con su hermano, que tenía 65. Decidieron jugársela en una partida de ajhuta, que duró dos días. Fueron en la motocicleta de él hasta allá, con el sidecar lleno de botellas de gin. Jugaron y bebieron de tal manera durante esos dos días que no registraron que se había desatado un diluvio que desembocó en inundación. La abuela de Ondaatje perdió, salió a la veranda resignada a tomar un cochambroso ómnibus que la llevara de vuelta a la ciudad y sintió con alivio que no haría falta ni esperar ni viajar apretujada: la corriente de agua la levantó en el aire y la llevó como una alfombra mágica, ella creía que a su casa. La encontraron tres días después, finada y sonriente, sentada como en un trono en las ramas más altas de un jacarandá azul, donde la habían depositado las aguas. Cuando preguntaban a la familia de Ondaatje de qué había muerto la abuela, ellos contestaban: “De causas naturales”.

En Ceylán, durante la Segunda Guerra, ya había ferrocarril, y un único regimiento inglés para proteger la isla, así que las tropas iban y venían en los trenes nocturnos de un punto a otro de la isla donde hubiera riesgo de invasión japonesa. El padre de Michael Ondaatje era oficial pero bebía a la par de la abuela, así que cuando cerraban los bares se subía al primer tren nocturno para seguir bebiendo. Su sitio favorito en el tren era la locomotora, así que luego de agenciarse un par de botellas de gin en el vagón comedor enfilaba hacia adelante, a emborracharse con el maquinista. Para no despertar a los soldados ingleses, pasaba por el techo de ese vagón en sus trayectos hacia la locomotora y de retorno al vagón comedor en busca de más bebida. Cuando se acercaban al primer túnel en la montaña, el maquinista ya estaba borracho y el padre de Ondaatje frenaba el tren y se internaba desnudo en las tinieblas del túnel a lidiar con su delirium tremens. Tenían que ir a buscar a su esposa hasta la ciudad para que se internara ella en el túnel con la ropa del marido bajo el brazo. La señora necesitaba entre una y dos horas a oscuras, recitando en voz baja rimas infantiles, hasta que el borracho entregaba su arma y aceptaba vestirse y salir. La señora Ondaatje resistió once años antes de dejarlo. El día del entierro del padre de Ondaatje acudieron millares de personas de todas las razas y clases sociales de Ceylán. Ricos, pobres, tamiles, singaleses o europeos, apostadores públicos o borrachos privados, todos explicaban con las mismas palabras su presencia allí: “El tenía tanta fe en mí que yo también lo quería”. Incluso en la muerte su generosidad excedió lo físicamente posible: había donado su cuerpo a los seis hospitales de la isla.

Michael Ondaatje se fue de Ceylán a los once años y terminó viviendo en Canadá. Una de sus hermanas se había quedado en la isla y Ondaatje fue a visitarla veinticinco años después, el día en que se preguntó dónde empezaba una familia y dónde terminaba. Llegó con algunos apuntes sobre sus recuerdos y se proponía juntar más, hasta tener lo suficiente para un libro. Una noche en casa de su hermana con amigos, le piden que lea algo. Ondaatje comienza: “Mis padres y mis abuelos son para mí un libro al que le faltan hojas, que yo sigo leyendo aunque lo sepa”. Como le pasó a Kafka cuando leyó La metamorfosis en casa de Max Brod, todos rieron y celebraron cada frase. La hermana le dijo con lágrimas en los ojos: “Yo creía que nuestra infancia no pudo ser más desdichada. Me has devuelto el sentido del humor”. Afuera llovía y la noche era un túnel, y dice Ondaatje que no encontró valor para internarse en él.

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Michael Ondaatje.
Imagen: AFP
 

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