CULTURA › OPINION

Andersen, rey de los cuentos

 Por Juan Sasturain

El de Hans Christian Andersen es un caso extraordinario. Cosa de cuento, como no vaciló en definir –acaso irónicamente– su propia y mentirosa autobiografía. Nacido pobre al borde de la marginalidad, prácticamente analfabeto hasta los quince años y célibe hasta los setenta cuando murió, era flaco, desgarbado, narigón y –se sentía– tan feo que sólo accedió a aceptar su imagen ya de grande, cuando la incipiente fotografía lo mostró aplomado, prócer, de vuelta. Quiso cantar y bailar –le tiraban las tablas– y no pudo; las letras vinieron después. Además, según el testimonio de sus contemporáneos, visto como advenedizo e inclasificable, no fue de salida respetado en el gremio intelectual –Kierkegaard lo detestaba– y el reconocimiento sólo le llegó a partir de su éxito popular, sobre todo en Alemania, cuando tras intentar otros géneros para el lector adulto y el público en general la pegó con los cuentos para niños, a los treinta años. Y ahí sí, no paró hasta la gloria: después de Hamlet, es el danés más famoso. Y él no tuvo quién lo escribiera, se hizo solo.
Andersen parece haber sido un hombre complejo: “Asexuado, intemporal, inocente y sabio, quisquilloso y vengativo fue, como todos los niños del mundo, profunda, inmaculadamente egoísta” lo define, con precisión de genuina admiradora, Ana María Matute. O sea: no es que le gustaran los chicos, sino que era y fue siempre uno de ellos. Vanidoso, cholulo, se jactaba de la proximidad de reyes y nobles, importunaba a Dickens, cuidaba su fama. En fin, el piadoso y bonachón Andersen debe haber sido, en muchos aspectos, realmente insoportable.
Ahora bien: este hombre ambiguo resultó un escritor genial, de los imposibles de dejar. Superadas las lecturas pobres hechas desde los lugares comunes del buen sentido –la preservación de una supuesta salud infantil, por ejemplo– o con las anteojeras psicoanalíticas o socioideológicas puestas, Andersen se impone como un narrador notable, absolutamente original en su desmesura. Basta compararlo con otros grandes: el lejano y didáctico Perrault, tan francés, y los cuasi contemporáneos y modélicos hermanos Grimm, que hicieron folklore decantado maravillosamente. Frente a ellos, el incorrecto, desordenado e incontinente sentimental Hans Christian Andersen tiene la convicción y la llegada directa a los pibes –y a los grandes– de nuestro cercano Roal Dahl, de un cine clásico de Hollywood sin happy end obligatorio.
Porque con cualquier base argumental, sea historia tradicional recogida o invención propia, Andersen deja la impronta de su estilo conversado, brillante, lleno de humor y acotaciones irónicas a veces feroces que las traducciones chatas o las versiones tontamente simplificadas dejan pasar. Hay que leerlo ahora, de grandes. Si escribió más de 150 cuentos, tiene por lo menos veinte que son obras maestras y una decena que se pueden comentar acá: la prodigiosa invención y los personajes de La Reina de las Nieves, el consabido y alevoso Patito feo, la sutilísima ironía de El traje nuevo del Emperador y de El ruiseñor, esa brillante “chinoserie”, uno de sus cuentos más perfectos; sus pavorosas historias de amor desgraciado: La sirenita inmortal; El soldadito de plomo y su combustible bailarina y –sobre todo– la escéptica parábola de Enamorados, crónica del desencuentro sentimental entre el trompo y la presumida pelota. Para final, dos de madurez cuya calculada crueldad nada tiene que ver con los golpes bajos de La niña de los fósforos: el antológico La sombra, digno de una pieza de Harold Pinter, y la patética parábola de El abeto, hecho leña con la madera de sus sueños.

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