EL PAíS › OPINION

El pueblo

 Por Horacio González *

Alrededor del concepto de pueblo se rehace incesantemente la vida política. Pero no hay un pueblo homogéneo, ni siquiera una historia homogénea del pueblo. Las teorías políticas contemporáneas han escapado elegantemente de las palabras vulgo o plebe y, en verdad, la sociedad contemporánea se funda sobre este abandono de las tesis más notorias de la ilustración del siglo XVIII (esto es, lenguajes como los de Mariano Moreno o Echeverría, con sus mayores o menores matices). Pueblo no es lo que crea una capa generosamente ilustrada de una sociedad, sino un saber compartido y emancipado que surge del interior mismo de los estratos desfavorecidos y ofendidos del vivir común. Todos nuestros nacionalismos populares surgieron de la tesis de que el pueblo se constituye con su saber ya emprendido, con un saber de sí mismo y un saber general que sale de su misma condición popular, asimilado a lo genérico nacional. La disputa por la interpretación de la literatura gauchesca en la Argentina –entre Ricardo Rojas y Jorge Luis Borges– tiene ese sentido. O el pueblo preexiste en su sapiencia y orienta los significados que se refieren a él y a los otros. O el pueblo es una creación que necesita para forjarse de un “alma exterior”, por así decir, y los actos políticos que a él se refieren, como la literatura a él dirigida y desde él emanada, son “géneros como cualquier otro”.

En la polémica entre Sarmiento y Alberdi –la más grande y encarnizada justa de saberes que se conozca entre nosotros y que deja hechas un poroto las confrontaciones posteriores y actuales–, este último defiende a los gauchos enrolados en el ejército de Urquiza en un intento sociológico de romper por fin las ambigüedades sarmientinas respecto de la cuestión popular. Eran dos ilustrados que discutían sobre sus propias obras y estilos y buscaban lo que hoy llamaríamos un “sujeto social”, Sarmiento en la actividad de la escritura periodística de combate, Alberdi en las corrientes sociales expresadas en la “realidad efectiva” de las fuerzas que se movían en un país, con sus personajes concretos, sus fuerzas armadas reales, sus triunfadores positivos.

Bastante tiempo después de derrocado Rosas, José Hernández escribe su fastuoso panfleto sobre el asesinado Chacho Peñaloza y todavía puede decir “los salvajes unitarios están de fiesta”. Luego, Sarmiento, el acusado de salvajismo y mucho más, sería el encargado de insinuar, incluso producir actos de renunciamiento étnico –la expresión es de Darcy Ribeiro, no de algún nacionalista argentino–, casi sustituyendo un “pueblo” por “otro pueblo”, grandioso y oscuro momento que originó un vastísimo aparato pedagógico de grandes vocaciones sociales y educacionales en torno de la creación de ciudadanía, y también un gran número de incisivos ataques a esta sólida configuración cultural por parte de una corriente intelectual destacada, denominada “revisionista”, que contravenía enérgicamente los mandatos del astuto Ernst Renan –en los que Sarmiento se basaba–, respecto de que los historiadores no debían remover el pasado y aceptar el “error histórico” como contribución a la formación de naciones.

Surgida la Argentina moderna con sus intelectuales suicidas, sus caballeros conservadores escindidos entre progresistas y represores, sus sindicatos anarquistas y socialistas, y gracias a figuras como la de Lugones, que en su anarquismo coronado llamaron a cultivar la memoria del gaucho gracias a tallarlo como un personaje de la antigua Grecia desaparecida, el país ya tenía lo que faltaba, un denso y convincente “culto a los muertos”. Surgen de la nueva mutación político-literaria del sector ilustrado –en los años ’30– dos nuevos intentos de organizar la memoria nacional en torno de los grandes textos del siglo XIX, el del cordobés Saúl Taborda y el del santafesino Ezequiel Martínez Estrada. Proponen que los textos del pasado están vivos en el presente, tal como Sarmiento había declarado que Facundo “vive aún entre nosotros”. Y fundan una crítica a la ilustración desde la ilustración, con criterios basados en las voces profundas de los derrotados, lo “facúndico” en Taborda, los “demonios de la llanura” en Martínez Estrada, y en Scalabrini –retraduciendo hacia una imaginería social concreta todo ello– en el “subsuelo sublevado de la patria”.

Dígase lo que se quiera, pero el peronismo no quedó conforme con nada de esto, a pesar de que algunos prominentes representantes del sector ilustrado propusieron que el surgir de esa fuerza, aun con su latido plebeyo, era parte sustancial del “pueblo del Himno”. El peronismo, pues, necesitaba redefinir al pueblo para recubrir sindicalmente la versión anterior que había creado el socialismo, introduciendo una crítica no tan vehemente como se cree a la ilustración (al fin y al cabo, Perón era uno de sus hijos, aunque sus fuentes eran un sector alternativo de las bibliografías circulantes, la del pensamiento estratégico militar), pero poniendo al Estado como sujeto de una movilización, cuyas dimensiones chocaron con los ya muy pacatos restos de la ilustración –muchos se tornaron “gorilas”–, por rechazar un activismo que emanaba desde instituciones públicas que debían permanecer achicadas o adormecidas (Sarmiento no hubiera concordado con ello) y por desconocer el nuevo vocabulario que recreaba la idea de pueblo como algo que una persona específica se “había sabido conquistar” y a cuyo ejemplo había que imitar. No obstante, el filósofo Carlos Astrada, en su momento desde las mismas entrañas del peronismo –fines de los ’40–, supo hacer una crítica a este concepto de movilización.

Ya la vida popular había sido pasada por los cedazos de los grandes inventos comunicacionales –el cine y la radio, de donde esencialmente sale la voz de Eva Perón–, y por las grandes tesis sobre el mundo popular alrededor de la política, ya sea por la vía de ser escuela del coraje (Jauretche, Borges), ya sea por ser memoria tumular de los muertos por un destino injusto (Yrigoyen, Gardel), pero estos hechos formaban parte de citas nostálgicas que sólo muchos años después, y en contextos sumamente adversos (la adversidad es inspiradora), pueden recrear convincentes crónicas y fábulas convocantes, en los relatos de Operación Masacre (Walsh) y de El Eternauta, de Oesterheld. Y luego, en el mismo sentido, Megafón y la guerra, de Marechal. En ellos se percibía claramente que nuevamente querían “saberse conquistar” al pueblo para situar otra vez en el corazón de su épica una idea dolorosa que parecía propicia para la reconstrucción popular: la proscripción, la larga marcha, el solicitante descolocado, el sufriente que escapa y cuenta su memoria a unos pocos oídos receptivos, clandestinos.

El terror militar fracturó mortalmente esta historia, como bien lo estudió Halperín Donghi, afirmándose algo así como la forma de un quiebre en la secuencia nacional que exigía criterios nuevos de enjuiciamiento colectivo y grupal, por más que supervivieran convicciones y relatos del ciclo anterior. Por otro lado, lo popular se vio intensamente retrabajado por los medios de comunicación, no porque sean perversos y manipuladores, sino porque siempre había sido ésa su misión, y porque ahora ya estaban maduros para producir una sola unidad civilizatoria entre el lenguaje de la apelación política y la lengua simbólica de la apelación a la mercancía. Los eventos de Papel Prensa de los años ’70 tienen, sin duda, gran significación por la alianza oscura que los constituye, pero no menos que la elaboración nueva de la hipótesis de lo popular, visto forzadamente como suma asociada de partículas, forma atomística ya despojada de la máxima fundación moderna de la “voluntad general”, que el peronismo había respetado, aunque cambiando su lenguaje. Ya no eran los tiempos de Gramsci, que no había pensado el pueblo ni siquiera desde los efectos de la radiofonía, sino del teatro de Pirandello y la resurrección –como en la ilustración popular argentina– de los textos del pasado.

El terreno intelectual argentino, quizás un poco a destiempo, recreó en la posdictadura las áreas respectivas de lo “nacional-popular” y de la “ilustración popular”, con sus llamativas deformaciones (Menem), con sus respetabilísimos fracasos (el Club Socialista, haciendo un recordable esfuerzo para repensar a Alfonsín, sin duda generosamente seguido por éste en relación a repensar, él, al propio radicalismo) y después los intentos de intermediación pegada con alfileres (Chacho Alvarez, Frente Grande). La lengua política, todos lo percibían sin que hubiera grandes textos que efectivamente fijaran el hecho, intentaba balbuceantemente que la forma escrita y hablada de la política popular tuviese momentos donde tomaban la voz proyectos de fusión entre la “línea nacional” y la tradición “ilustrada”. Pero giraban un tanto en el vacío ante la formidable recreación política en curso, oficiada por los medios de comunicación, apoyada o reclamada por contingentes masivos de lo que comenzó a llamarse la “gente”, como símil de un consumo general de valores culturales homogeneizados con imágenes unificadoras (y compulsivas) para la esfera política y la esfera específica del mercado de bienes. Son imágenes provistas por nuevas codificaciones de la subjetividad alivianada. Se impuso la necesidad de una apelación que superara las frágiles pero necesarias membranas del habla, las que establecen distingos, diversidades, confianzas, lejanías, trabajosas articulaciones que hacen de lo político un hecho con históricas mediaciones y no una ilusión aldeana de “face to face”.

Pero tanto como la vida social universal se complejizaba, los medios marchaban hacia un tipo de interrelación nostálgica basada en la intimidad forzada, una suerte de colonialismo de la primera persona rehecha en gabinetes de publicidad, fábricas de contenidos simbólicos y usinas de significantes de alto consumo. Surge un nuevo “voseo”, no el que democratizó la lengua rioplatense, sino el que reinventaron las manufacturas lingüísticas que rehicieron la figura del político, con poderosos alicates que ya nada tienen que ver con la vida popular, ahora vulnerando los tabiques prudenciales que hacían del pasaje a la política de los hombres de pueblo y de cualquier profesión, un tránsito dramático, un camino de espinas pedagógicas, que suponía aprendizajes y abandonos, en un profundo juego de identidades en traslación. Entonces, sin que haya ningún mesianismo real en escena, el lenguaje evangélico se propuso ser el molde general de la expresión política.

La formidable votación obtenida por la presidenta Cristina Fernández de Kirchner obliga a repensar todo este inmenso caudal de hechos históricos pasados y recientes. Mejor que las divergentes interpretaciones de la razón de esta señalada montaña de votos, es ver este generoso montículo electoral como el síntoma de un cambio de los armazones de la política popular, recreando las apelaciones con acentuaciones autonomistas y buscando punto de religamiento entre las vocaciones nacional-populares y las de la ilustración popular. No la “comunión de todos los santos”, como decía el recordado David Viñas, sino los puntos comunes de inflexión de quienes saben que debe haber confrontación de ideas en el seno del pueblo (y ellas constituyen en ultima instancia a los pueblos, como bien lo señala la obra de Ernesto Laclau), pero que esa confrontación obedece a lúcidos préstamos mutuos e intercambios paradojales.

Es hora de que vuelvan a juntarse en la misma escena intelectual, moral y reflexiva –el tribunal de la historia– los hechos con los que siempre contaron la apelación nacional popular y la de la ilustración popular. Mariano Moreno es tan citado hoy como Monteagudo, Rosas, Perón, Alfredo Palacios y Evita. A muchas de esas tradiciones y nombres no le fue ajena la palabra socialismo, y está casi desde el principio de la historia nacional. Con más razón, al socialismo nunca le pasó a una distancia irrecobrable la circunstancia de lo popular-nacional. Lo popular, por otra parte, debe ser intensamente revisitado a la luz de vastos replanteos de la tarea de los medios de comunicación. Estos replanteos y revisitas surgen de adentro de las cosas y también de su “exterior constitutivo” (me permito otra vez citar a Laclau). Los que los realicen serán los que tengan el derecho de decir que hicieron entrar al país, a los trabajadores y al pueblo, en un nuevo camino de verdad, memoria y justicia.

* Sociólogo, director de la Biblioteca Nacional.

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Imagen: Leandro Teysseire
 
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