EL PAíS › OPINION

Qué es ser hija de desaparecido

 Por Valeria Sobel *

El otro día, yendo a la biblioteca de mi barrio, en Toulouse, escuché un “adiós bellezas” con evidente acento argentino. La curiosidad hizo que me diera vuelta y entonces vi que el saludo se dirigía a una mujer de más o menos mi edad y a su hija, que iban de la mano. La mujer contestó: “Chau papá”, y cada uno siguió su camino. También yo, claro. Pero con repentinos ojos nublados, con emociones y pensamientos inesperados en esa tranquila tarde de sol. A mí nunca me iba a pasar algo así: mi papá viéndome irme de la mano de una de mis hijas; mi papá en la ciudad francesa donde vivo; mi papá conociéndome a mí adulta; yo conociéndolo a él como abuelo, como señor mayor, mis hijas escuchándole decirles algo lleno de ternura...

Hace ya casi 31 años que lo “desaparecieron”. ¿O debería decir que está muerto? Es cierto y no lo es. Está muerto, por supuesto, pero no se trata de una muerte “normal”. Es una especial muerte sin muerto, sin tumba, sin cementerio, sin funeral, sin duelo compartido (casi ninguno de mis compañeros de escuela supo lo que había pasado). Una muerte sin evidencia de la muerte, sin reconocimiento, una muerte incómoda, sin casillero propio en los formularios. No murió de un cáncer ni de un accidente de tráfico. Ni de viejo. ¿Que lo mataron, que lo asesinaron? Sí, sin duda fue lo que sucedió después del secuestro, pero no hay culpables. No es suficiente que los culpables sean entidades como el “terrorismo de estado”, “la dictadura”, “los militares”, ni siquiera “la triple A”. No hay asesinos, asesinos con nombre y apellido, con un rostro. No hay lugar ni circunstancias del crimen ni cadáver, no hay castigo. ¡Cuántos no hay...! Y, sin embargo, hay ausencia y hay vacío... ¿Que está desaparecido, que es un desaparecido? Es tal vez lo que viene más espontáneamente (a condición de saber hacer frente a las caras de los que no saben qué cara poner). Pero verbos en presente para algo ocurrido hace más de treinta años... Tampoco me convence. Y además, es el perverso eufemismo que forjaron los propios militares. No, nuestros familiares no se “esfumaron” ni se fueron por ahí dejándonos sin noticias porque un día así lo decidieron o por no se sabe qué misteriosa razón.

Probablemente de esto, entre otras cosas, se trate lo de ser hijo/a de desaparecido. Lo de tener un padre muerto (o una madre muerta) y no poder simplemente decir que está muerto. Lo de no querer silencios mortíferos pero no encontrar las palabras adecuadas, las palabras que no aplasten, que no sean grandilocuentes ni reduzcan todo a héroes o víctimas, que dejen lugar para otras cosas. Lo de no querer ni poder ignorar una parte tan importante de nuestra historia, pero también lo del temor de quedarse pegado a lo trágico, al horror. Lo de tener miedo a veces de que el dolor, o la rabia, puedan sumergirlo todo. Lo de sentir a los 41 años súbitamente nostalgia por un padre que perdí a los diez, cuando él era más joven de lo que yo soy ahora. Nostalgia de todo lo que no pudo ser, de no haber podido siquiera decirle “chau papá”.

* Su padre, Héctor Sobel, fue abogado defensor de presos políticos. Desapareció el 20 de abril de 1976.

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