SOCIEDAD › EL ADOLESCENTE QUE ERA BUSCADO DESDE EL MIERCOLES FUE ENCONTRADO MUERTO EN EL CUARTO VAGON DEL TREN SINIESTRADO

Lucas, el nombre que resumió la tragedia

La policía encontró el cadáver a la tarde. Estaba en la cabina del conductor del cuarto coche, un sector vedado al público y un lugar que se convirtió en trampa mortal en el momento del accidente. Las víctimas fatales suman 51.

 Por Soledad Vallejos

La vigilia terminó alrededor de las cinco de la tarde. Un poco antes, el padre de Lucas Menghini había reconocido a su hijo en el video que registraba los movimientos del andén de San Antonio de Padua: el que subía al tren 3772 por la primera ventanilla del cuarto vagón era él. Con ese dato y el auxilio de perros, peritos de bomberos revisaron el fuelle entre ese vagón y el tercero. Primero dieron con la tira; luego, con la mochila. Paolo Menghini y María Luján Rey, su padre y madre, reconocieron que ese bolso y el contenido eran de Lucas. Suyo era el cuerpo que los perros habían hallado en el tren detenido desde hacía dos días en el andén 2 de Once.

Poco después de las nueve de la noche, al terminar la autopsia, la Morgue Judicial lo confirmó oficialmente: los restos hallados ayer pertenecían al chico. Presuntamente, habría muerto apenas sucedido el choque. Sus padres y su hermana Lara estaban en la estación cuando conocieron la noticia. Cerca de un centenar de jóvenes, amigos y conocidos de Lucas y su familia, también. Un comunicado del Ministerio de Seguridad explicó que el chico estaba en la cabina del conductor del vagón “vedada a los pasajeros, que se hallaba en desuso y sin comunicación con el interior del mismo por hallarse las puertas clausuradas”.

El hallazgo del cuerpo trascendió horas antes que la confirmación oficial. Para entonces, la estación de Once era el territorio en que convivían dos universos, o quizá tres. En el hall central, un centenar de jóvenes sostenía en silencio volantes con la foto, el nombre de Lucas, los teléfonos a los cuales llamar. A su lado transcurría el trajín cotidiano de los pasajeros, pero en el aire pesaba la congoja, y mezclada entre chicas y chicos, una estructura de cartones y cinta adhesiva recordaba, entre fotocopias que repetían la sonrisa de Lucas, que “somos frágiles como el cartón”.

Metros hacia adentro, los molinetes servían de tarimas y un grupo de personas con fervor creciente cantaba consignas ante las cámaras alternando entre el sector de andenes no vallado y el segundo hall (ver aparte). Desde detrás del cordón de seguridad, de las vallas, de las tres líneas de oficiales de la policía de uniforme y chaleco fluorescente, de los agentes de infantería con escudos, sólo llegaba el silencio. Tapiados los andenes 1 y 2, allí era donde todo sucedía.

Desde el hall podía intuirse, apenas, el ir y venir de personas identificadas con uniformes de la Policía Científica, de la División Criminalística. La salida por ese espacio al que daban todas las cámaras, todas las miradas, de dos hombres de overol blanco y barbijo, y otros tantos cargados con una caja de herramientas coincidía con el momento en que, a más de doscientos metros, al final de la estación, bomberos custodiados por policías retiraban el cuerpo de Lucas. Faltaban quince minutos para las ocho de la noche.

El camino que condujo al hallazgo del cuerpo había empezado a desandarse en la mañana. Ya el jueves los bomberos de la Policía Federal habían buscado nuevamente en el tren y entre las ruedas de la formación “por las dudas”, según indicaciones de la ministra de Seguridad, Nilda Garré, explicaron sus voceros. Por allí, antes, también habían pasado los rescatistas del servicio de emergencias, miembros de Defensa Civil, bomberos, el juez Claudio Bonadío y hasta las cámaras de un canal de televisión. Sin embargo, Lucas estaba allí, en un “reducto”, según explicó el comunicado del Ministerio de Seguridad, que había sido “totalmente deformado por el impacto entre el tercer y cuarto coche, producto de la incrustación de aproximadamente 60 cm entre uno y otro”. El pedido de revisar nuevamente ese lugar lo elevó al juez Bonadío el jefe de la División Cuartel IV Recoleta, encargado del operativo por la ministra Garré. Luego de la autorización judicial, y sirviéndose de “elementos de efracción”, personal de la Superintendencia de Policía Científica y la Superintendencia Federal de Bomberos rompió la puerta.

Mientras tanto, en el andén 3, en el 4, en el 5, los trenes seguían llegando, seguían saliendo. La rutina de una estación de tren un viernes al caer la tarde no se inmutaba ni por la nube de silencio que reinaba en el hall central ni por los cánticos y ruidos, como de percusión contra carteles, contra paredes, contra molinetes, que arreciaban cada vez más cerca de los trenes, de las cámaras. Por los parlantes, incomprensibles en el bullicio, entre las charlas y los gritos, una voz seguía dando anuncios del servicio. Por el aire, para superar los molinetes y los grupos que repartían panfletos y cantaban, subían y bajaban brazos con bicicletas, con cochecitos de bebés, algún bolsón cuadrado de colores.

En silencio entre el gentío, desde media tarde, también aguardaba Elbio, el treintañero que hace años llegó de Bolivia y ahora trabaja en construcción. El también había viajado en el tren 3772. Como si fuera una nueva carta de identidad, aclaraba: “En el tercer vagón”. Se cayó, se golpeó fuertemente el hombro, una pierna; en el Hospital Ramos Mejía lo atendieron, le dieron medicamentos y le advirtieron que debía volver el viernes por la tarde. Pero estaba allí, entre los molinetes, el silencio y la fila de policías. ¿Por qué? “Quiero saber qué pasó con este chico.”

Al otro lado de las tapias altas, en el andén dos, los peritos de Bomberos separaban los fierros. Entonces, “se pudo verificar que en el espacio comprendido entre el tablero de maniobras y la pared que había sido achatada por el impacto, se encontraba sobre el suelo y debajo del tablero un cuerpo sin vida dentro del punto de impacto entre los dos vagones”, informó el comunicado oficial al filo de la medianoche. “Los policías abrieron las paredes a fin de liberar el cuerpo que luego fue remitido a la Morgue Judicial”, donde fue oficialmente identificado como el de Lucas Menghini Rey.

Mientras en el sector de molinetes y andenes los cánticos recrudecían, el centenar de jóvenes se puso en pie, marchó hacia el andén 10, una puerta más allá del lugar que suelen usar para partir los trenes de larga distancia. Allí, una puerta de madera era custodiada por otros amigos del chico cuyo hallazgo, todavía, no había sido reconocido oficialmente.

“Sólo amigos y familiares, por pedido expreso de la madre. Chicos, mírense, fíjense que sean sólo ustedes”, apuntaba un hombre de seguridad a un lado. Pasaban chicas abrazadas y enjugando lágrimas, un chico con un redoblante y una botella de agua a medio tomar, otros que cargaban la estructura de cartón. Todos sostenían la foto de Lucas.

Al cabo de unos minutos, la puerta se cerró; cobijados por el techo del andén, por la altura que, de frente a la calle Perón, los separaba de la prensa y los curiosos que pasaban, por la puerta y el vidrio que volvía lejano el inminente conflicto en el centro de la estación, los amigos seguían en silencio. En blanco y negro, la sonrisa de Lucas se repetía en volantes pegados al borde de la baranda. Minutos después, Lara, su hermana, bajaba la escalera, entraba en la comisaría de la estación. Sobre la plaza seguían algunos incidentes. Al cabo de unos instantes, ella y sus amigos subieron a una combi del gobierno porteño; sus padres ya se encontraban en camino a la Morgue Judicial.

La autopsia, comenzada poco después de las ocho de la noche, duró una hora. Pasadas las nueve, mientras el hall de la estación, cerradas todas sus entradas, era una niebla en la cual sólo sobresalían gritos, la Morgue confirmaba oficialmente que el cuerpo era de Lucas Menghini.

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Durante la tarde, los amigos de Lucas se sentaron en el hall de la estación de Once y se mantuvieron en un doloroso silencio.
Imagen: Leandro Teysseire
 
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