SOCIEDAD › OPINIóN

La segunda condena

 Por Cledis Candelaresi

Quien imagina que es posible erradicar un problema sin atacar sus causas es, por lo menos, un necio. O intelectualmente deshonesto. O ambas cosas.

Sobran prueban estadísticas que muestran cómo la violencia crece en la medida que lo hace la desigualdad. Los mismos registros dan prueba de otra verdad casi de Perogrullo: cuando disminuye la inequidad, también merma el delito. Pero la pobreza, como causa madre de la delincuencia, brilla por su ausencia en el airado debate público acerca de cómo combatirla. El foco está puesto en enmascarar el síntoma pero no en fulminar el germen de la enfermedad.

Es lógico tentarse con la comodidad de la vía rápida. La “limpieza” a cualquier costo, quizás a semejanza de la razzia cosmética que intentó el ex intendente neoyorquino Rudolph Guliani con su fórmula de “tolerancia 0”. Pero es inconducente ni siquiera animarse a discutir sobre el origen del fenómeno que tanto preocupa.

El chico abatido en Flores el domingo tenía apenas 14 años. Acuchillado por el dueño de casa, buscó en vano refugio en una casa próxima mientras su amigo ensayaba explicaciones ante sus víctimas. Su papá, balbuceó, hace nueve años que está preso. Es decir, desde que él apenas tenía seis. Cuando otros chicos se reconfortaban con el chocolate caliente y gozaban en la TV la acción de los Power Ranger o la ternura de los Pokemon, seguramente él debía ingeniárselas para mordisquear un pedazo de pan.

Los jóvenes cuyo ajusticiamiento muchos reclaman provienen de cunas del dolor y alimentan las cárceles que sólo los empujan a seguir delinquiendo.

Pero éste parece ser es un detalle menor, que ningún vecino justamente asustado tiene en cuenta a la hora de su relato. La desesperación del delincuente no cuenta. Aunque ése es el fundamento de su agresividad. ¿Por qué habría de respetar la vida ajena si no tiene ningún aprecio por la propia? Ni siquiera muerto recupera su estatus de persona. Es el abatido. El occiso. O, simplemente, el delincuente.

Hace casi dos años que dos muchachos entraron en mi departamento y a punta de cuchillo se llevaron las cosas de valor que, en algunos casos, aún no repuse. Experimenté la angustia de las víctimas. Y pude ver sin intermediarios el temerario arrojo de esos pibes, ladrones improvisados en el metier, empecinados en llevarse la Play Station de los míos.

Imaginarlos ajusticiados en una vereda sería anhelar una segunda condena. La primera está acusada por las estadísticas: pertenecen a esa legión de jóvenes ubicados debajo de la infranqueable línea de pobreza.

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