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Domingo, 27 de julio de 2003

RESEñA

Comunicado número 1

El fin del hombre
Consecuencias de la
revolución biotecnológica
Francis Fukuyama

trad. Paco Reina
Ediciones B
Barcelona, 2002
416 págs.

Por Santiago Rial Ungaro

“La verdadera libertad es la libertad de las comunidades políticas para proteger los valores que más aprecian, y es esa libertad la que necesitamos ejercer con respecto a la revolución tecnológica actual.” Con esta enigmática sentencia termina el último libro de Francis Fukuyama. El ejercicio de la libertad, la utopía liberatoria sería entonces la causa del fin del hombre.
El bajo vuelo literario de sus trabajos, sus omisiones y la endeblez de sus argumentos han sido siempre equivalentes a su entusiasmo y su perseverancia para proclamar la Buena Nueva del Nuevo Orden Global Mundial: si en ensayos anteriores como El fin de la Historia y El último hombre, Fukuyama afirmaba que los procesos históricos habían culminado para dar paso a un orden capitalista universal y democrático, en este nuevo trabajo vuelve a aparecer como el Heraldo del Imperio Sin Fin y, a pesar de los ríos de sangre que corrieron por los puentes imperiales, Fukuyama no se cuestiona en ningún momento las tesis de sus libros anteriores.
Traducido al castellano como El fin del hombre, el título original de este libro es Posthuman society. Estemos entrando o no en una era poshumana, lo cierto es que Francis Fukuyama no aspira a ser un pensador humano, sino un teórico “Post-humano” (quizá sea más acertado considerarlo “infrahumano”). El autor analiza las consecuencias de la revolución biotecnológica: la ingeniería genética, la neurofarmacología y la biología molecular amenazan, con sus potencialidades revolucionarias, cambiar no sólo nuestro modo de entender la política, sino incluso nuestra naturaleza. Aplicando cierto sentido común, analiza un hecho: la ciencia y la tecnología de las que surgen el mundo moderno representan en sí mismas los principales puntos débiles de nuestra civilización. Un ejemplo de esto son los atentados terroristas del 11 de septiembre.
Pero aunque finja durante varias páginas estar preocupado por estas cuestiones, el eje de este trabajo es explicar y justificar la necesidad imperiosa (e imperial) “esbozada a grandes rasgos en este libro” de un mayor control político sobre los usos de la ciencia y las tecnologías. Ex analista del Departamento de Estado y miembro del Consejo Bioético de Presidente Bush, la sonrisa de Fukuyama deja abiertos los más oscuros interrogantes: ¿es realmente este libro el ensayo de un intelectual doctorado en Ciencias Políticas en la Universidad de Harvard, uno de los “pocos intelectuales capaces de relacionar el conocimiento de la historia del mundo y la comprensión de la teoría social como temas de candente actualidad”, tal como afirma el Washington Post Book World? ¿O se trata de un comunicado de prensa de 345 páginas (410, si tenemos en cuenta la extensa bibliografía) en el que se anuncia la inminente creación de un organismo que regule la biotecnología? La libertad de Fukuyama es la omnipotencia del poder económico del Imperio. El comunicado consta de tres partes: la primera analiza la neurofarmacología y el control de la conducta. La segunda trata sobre el “ser humano” y la tercera, “Qué hacer”, en donde se enuncia la necesidad de controlar este nuevo y revolucionario (por lo devastador) mercado. Si en el primer capítulo Fukuyama se vale de su sentido común para explicar lo arbitrarias que son las explicaciones de quienes impusieron en el mercado el Ritalin y elProzac, en el segundo capítulo el mismo Fukuyama parece experimentar ese déficit de atención por hiperactividad. Cuando afirma que “la naturaleza humana es la suma del comportamiento y las características que son típicas de la especie humana y que se deben a factores genéticos más que a factores ambientales”, se hace evidente que para el autor, la naturaleza humana es, entonces, la herencia. La idea de persona humana sería entonces una abstracción, un concepto obsoleto. Y en un siglo en el que las invocaciones a una guerra religiosa se repiten tanto en las proclamas de Bin Laden como en las arengas de Bush Junior, Francis gambetea la cuestión con una frase falsamente ingenua: “Los derechos derivados de la religión revelada no son hoy en día la base reconocida de los derechos políticos de ninguna democracia liberal”. Por eso, las citas de Fukuyama a Nietzsche, fuera de contexto, sólo sirven para lograr cierto simulacro filosófico y para aparentar una conexión teórica tan falaz como hipócrita. Para el autor, los valores que la comunidad política debe proteger y defender son los valores del capitalismo globalizado.
La persona humana, la historia, la memoria, el tiempo y el infinito no son sólo palabras sino que constituyen parte del patrimonio de la humanidad, de un patrimonio que Fukuyama prefiere soslayar. Ignorarlas a lo largo de 357 páginas es, literariamente, su dudoso mérito intelectual.

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